martes, 10 de junio de 2014

Valesïa: PRIMERA PARTE "INVASIÓN"; CAPÍTULO 26



Valesïa: Primera Parte "Invasión", Capítulo 26

26

Barrieron todas las defensas humanas y al final los tarkos llegaron a un campo de batalla bien defendido por los legionarios y los magos humanos. Murieron más monstruos que hombres, pero allí donde caía un tarko había dos que lo remplazaban, y los militares no tardaron en retirarse al interior de la muralla.

El día empeoró, llovió fuego y rayos del cielo, y unos chubascos negros cubrieron la tierra.

Los legionarios tarkos llegaron a la muralla, y una nube de flechas surcó el cielo. Después, se oyó el lamento de cientos de monstruos que caían al suelo, unos fulminados y otros con heridas que quizás no sanarían y les provocarían una muerte lenta y dolorosa, inhumana.

Un tarko se tambaleó, furioso. Llevaba tres flechas clavadas en su cuerpo, una en el brazo izquierdo y dos en la barriga. Le salía sangre por la boca. El monstruo no era consciente de sus actos y entre lamentos y gruñidos furiosos arremetió con su mazo de pinchos contra sus propios camaradas. Luego llegó lastimosamente hasta el foso y allí murió desangrado.

Después, muchos monstruos se aproximaron al foso y una lluvia de agua hirviendo les cayó desde lo alto. Los abrasó vivos y cayeron al suelo mientras se retorcían agónicos.

Un capitán gritó y ordenó que retrocedieran, pero muchos más tarkos murieron allí, a las puertas de la ciudad de Mür.




—Mi general, es imposible acercarse a la muralla —dijo Kekk, un capitán tarko de corpulencia enorme.

—¡Nada de eso! —gruñó Kûak con voz ronca y fantasmal—. En tres días la ciudad será nuestra, si no yo mismo te cortaré la cabeza.

—Señor, la muralla es alta y hay muchos magos —protestó Kekk.

El general gruñó otra vez y le enseñó los colmillos, y el capitán retrocedió.

—Tres días —se reiteró e hizo un ademán para que se marchara.

—A la orden, mi general —dijo el monstruo y salió de la tienda de campaña con el rostro descompuesto.

Kûak se volvió hacia uno de sus oficiales.

—¿Cuántas torres hay al sur del bosque?

—Cuatro, mi general —apuntó el capitán Dekûn.

—¿Están muy distanciadas unas de otras?

—A más de veinte kilómetros.

—Perfecto.

Las torretas de vigilancia habían sido construidas a escasos diez metros del bosque de Mür. En cada una había veinte soldados, aproximadamente, una sección que comandaba un sargento. Para transmitirse novedades entre las torres y la ciudad había un camino estrecho, oculto en el bosque, que recorrían los jinetes y comunicaba con la ciudad de Mür. El camino también se perdía en el oeste, a más de doscientos kilómetros de distancia, mucho más allá de la última torre construida.

—¿Las destruimos? —preguntó Dekûn.

—Sí —asintió Kûak. 

Luego ordenó que un grupo reducido de tarkos inspeccionara el bosque.

Dekûn se sobresaltó.

—Envíalos —repitió Kûak, impaciente—, y me informas qué sucede.

—A la orden, mi general.

Cuando salió el tarko, Kûak se dirigió a otro de los oficiales.

—Dile a Guikêat que quiero hablar con él. Tenemos que discutir muchas cosas.

—A la orden —dijo el capitán Kînm, y también salió de la tienda.

Guikêat era el brujo de máxima jerarquía que acompañaba a los tarkos. Un brujo poderoso, inteligente y malvado que le quedaba muy poco tiempo para convertirse en gran dîrus.




Los legionarios no opusieron resistencia a los monstruos y abandonaron las torretas de vigilancia para adentrarse en el bosque.

Los tarkos las saquearon y los gigantes las destruyeron, y luego acamparon cerca de las ruinas.

Los árboles del bosque de Mür eran mágicos, y no permitirían el paso a los monstruos. Así que Ariûm ordenó a los generales y demás mandos, y a los grandes dîrus, mantener la noticia en secreto, sobre todo porque no quería —por el momento, hasta que consiguieran las primeras victorias como la de Zurion— que las tropas se inquietaran. Pero también el mismo monarca tenía curiosidad por descubrir qué ocurriría exactamente, y en boca del general Kûak ordenó que la sección inspeccionara el bosque.

Los monstruos entraron ignorando el peligro que corrían.

—¡Algo se mueve allí! —exclamó Esrûn, el sargento que dirigía la expedición—. ¡Seguidme!

De pronto algo lo agarró del cuello, intentó soltarse y, girándose atrás, vio horrorizado cómo las ramas de los árboles les atacaban.

En un último instante, cuando estaba a punto de perder el conocimiento, logró cortar con su cuchillo la resistente rama y respiró hondo dando grandes bocanadas de aire. Casi todos los tarkos permanecían inmóviles, muertos, y ni siquiera intentó salvar a los pocos que todavía se movían y pedían ayuda desesperadamente.

Desenvainó su espada, corrió a la salida y esquivó más ramas movedizas, y segó otras con la espada.

Al final, con la respiración agitada, sonrió cuando ya se encontraba muy cerca de la salida del bosque, a pocos metros, pero entonces, en un último momento, una rama lo atrapó por la pierna. Intentó zafarse de ella, pero no pudo.

—¡No! —exclamó.

Al frente estaban los campamentos.

Gritó con gesto agónico y pidió ayuda.

Vio a su capitán Dekûn, rodeado de más tarkos. Le miró con atención sus ojos amarillos.

—¡Ayuda! —suplicó Esrûn, pero el oficial ni se movió. Nadie hizo nada por ayudarlo—. ¡Ayuda, mi señor! —repitió.

De pronto, los árboles lo arrastraron violentamente hacia dentro y volvió a chillar, enloquecido.

Sintió que otra rama se aferraba a su cuello y le apretaba fuertemente, hasta que todo se hizo oscuro y llegó al infierno.




Era ya casi el crepúsculo.

—¿Cuánto resistirán las puertas? —preguntó Cícleo a sus consejeros.

Se encontraban en lo alto de la torre del homenaje del castillo, desde la que tenían una visión privilegiada del campo de batalla donde habían luchado los hombres contra los monstruos antes de ordenar la retirada al interior de la muralla.

Los brujos atacaban con rayos las puertas de la muralla, mientras que los magos las defendían. Desgraciadamente, ya había caído el puente levadizo que atravesaba el foso de la puerta principal del Castillo del Bosque. Las otras puertas estaban ya prácticamente derribadas.  

El mago Dem contactó mentalmente con sus camaradas, levantó la cabeza y dijo:

—Muy poco. Ahí fuera hay cerca de un millar de dîrus, mi señor. Además, tenemos que emplear demasiados magos para luchar contra los lûctos—. Los dragones negros transportaban a los dîrus y no paraban de lanzar rayos y lenguas de fuego.

En aquel instante, los rayos de los magos salían a cientos de los torreones de la muralla. El ruido era ensordecedor. 

—Se han derribado ya una decena de esos malditos monstruos —dijo Rênion.

—En efecto —repuso el mago—. Pero eso no soluciona nada.

Cícleo asintió.

—¿Cómo está el puente levadizo? —preguntó otra vez. Miró abajo, pero desde allí no podía distinguir bien esa zona del castillo, que quedaba justo debajo de ellos.

—Ha resistido a la caída —dijo Thear. El monje guerrero se pasó una mano por la cabeza rapada, y luego por su larga perilla, sin bigote.

—¡Maldición! —exclamó Cícleo, preocupado.

De pronto llegaron los gritos de los gigantes, que estaban a escasos trescientos metros de la muralla. Con ellos había muchos minotauros y la plaga inmensa de tarkos que cubría toda la explanada.

Por momentos, los hombres enmudecieron.

El enemigo ya se había extendido por toda la muralla, desde la playa hasta el otro extremo opuesto, cerca del bosque.

La muralla norte distaba pocos kilómetros del bosque. Allí había una pequeña llanura que separaba el bosque de la ciudad y era donde se había concentrado la mayor parte de los magos humanos, que impedían el paso a los monstruos. Ésa era la única vía por donde podrían escapar los hombres para llegar al bosque, porque el castillo estaba ya casi cercado.

La fortaleza se encontraba en la parte sur de la ciudad y su muralla externa estaba rodeada por el foso.

Cícleo miró al frente. El asalto se enfurecía y los tarkos apoyaron en la muralla cientos de escaleras largas, aunque todavía ninguno había conseguido llegar lo suficiente alto para hacer frente a los hombres. Los arqueros humanos les lanzaban flechas y los monstruos morían a cientos, cayendo al vacío con gritos horribles.

No obstante, los hombres intentaban desesperadamente evitar lo que en realidad era inevitable: ¡Mür estaba a punto de claudicar!

—¡No podemos perder más hombres…! —gritó Cícleo, furioso. Luego miró al monje guerrero—. ¡Nos vamos, ordena la retirada!

—Sí, mi señor —dijo el caballero têlmario.




A la mañana siguiente, el brujo Guikêat se reunió con los monstruos.

—El rey espera la victoria —recordó el general Kûak—. Y como sabes no es muy paciente.

—Y llegará pronto —dijo Guikêat.

—Las puertas deberían estar ya destruidas —insistió el monstruo.

—Lo estarán —volvió a decir el brujo con una sonrisa maliciosa.

El dîrus iba acompañado de cinco de sus discípulos. No se fiaba de los monstruos: los tarkos odiaban a los dîrus, y éstos a los monstruos casi tanto como a los hombres.

El general refunfuñó.

De pronto, una mano grotesca corrió la cortina de la tienda y entró un tarko.

—A la orden, mi general —dijo el monstruo, un capitán del frente, y saludó con el puño.

—¿Qué quieres, bastardo? —gruñó Kûak—. Estamos reunidos.

—Se han marchado.

—¿Cómo?

—Los hombres, mi general. Han huido al bosque, por el norte.

La noticia sorprendió tanto a los tarkos como a los brujos.

—¡Cobardes! —exclamó Kûak—. ¡Vamos! —dijo a sus monstruos y salieron de la tienda.

Cuando el general llegó a la muralla septentrional acompañado de su plana mayor y de Guikêat y sus brujos, otro capitán tarko salió a su encuentro.

—A la orden, mi general —dijo el monstruo, igual que su homólogo anterior, saludando militarmente con el puño—, han escapado esta madrugada, aprovechando la tregua nocturna —informó.

—¿Por qué no se me ha avisado antes? —preguntó Kûak, rabioso.

—Han sido escurridizos, mi general —indicó el oficial—. Esta mañana nos ha avisado el primer brujo que ha volado con su dragón.

—¡Malditos!

Pero el general todavía no entendía por qué las tropas no habían ocupado la llanura que separaba el castillo del bosque.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Hay una barrera, mi general —siguió explicando el tarko—. No podemos avanzar más.

Un brujo caminó unos metros y alargó la mano, que quedó parada en el aire.

—Los magos —dijo.

Guikêat frunció el ceño, pero no dijo nada.

—¡Inútiles! —gritó Kûak, sacando su espada de la funda. Después se abalanzó rápido hacia la barrera invisible.

A Guikêat le cambió la cara, y entonces comprendió lo que sucedía.

—¡No! —gritó, pero ya era demasiado tarde.

El tarko atravesó la barrera y estalló una inmensa explosión, que devastó la zona.

La trampa de los hombres fue infalible, y murieron muchísimos monstruos y brujos, aunque no les sirvió para conservar su tierra, su hogar.

Parte de la muralla se derrumbó y los monstruos no tardaron en entrar en Mür y profanar la ciudad.

Pero entre los árboles, muchos ojos los vigilaban.





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