jueves, 19 de junio de 2014

Valesïa: PRIMERA PARTE "INVASIÓN", CAPÍTULO 30



Valesïa: Primera Parte "Invasión", Capítulo 30

30

Antes de llegar al río Magno se encontró con un destacamento de, aproximadamente, treinta tarkos tarkkeeum.

Los tarkkeeum habían capturado a varios caballos, que no paraban de relinchar, y que ataron a los árboles. Flîc miró el escudo que había en la silla de montar: pertenecían a la localidad de Tares, una pequeña ciudad, de no más de dos mil habitantes, de la región de Zurion, bastante alejada de Bastión hacia el este.

El hombre esperó a que llegara la noche. Caminó con sigilo en la oscuridad y degolló a un centinela.

Después se arrastró por el suelo y llegó hasta los equinos, que intentó tranquilizar en vano, y con su daga soltó las cuerdas de uno de ellos que lo sujetaban a un árbol.

No le dio tiempo para liberar a los demás equinos. Montó apresuradamente, el animal se movió inquieto y estuvo a punto de tirarlo al suelo, pero en el último momento recuperó el equilibrio y se mantuvo seguro encima del caballo. Le habló al oído, con su voz humana, y el animal se tranquilizó.

Sin pensarlo dos veces espoleó al caballo para emprender la huida a toda velocidad, pero entonces apareció otro monstruo, un tarkkeeum corpulento que también hacía guardia. El general desenvainó la espada, lo decapitó fácilmente y se dio a la fuga.
A lo lejos, en la noche silenciosa, tétrica, oyó los gritos escalofriantes de los tarkkeeum y no aminoró la marcha hasta que el caballo quedó agotado.

«¡Malditas bestias!», pensó Flîc.

Así pasó los días siguientes, caminando por un océano negro de tarkos y minotauros, alejándose cada vez más de su ciudad. De día se ocultaba en las montañas bajas que hallaba en el camino y descansaba unas horas, y por la noche cabalgaba sin parar.

Una noche se detuvo para que descansara su caballo y escuchó la voz ronca de dos monstruos que discutían.

Saltó con cuidado al suelo, caminó hasta una roca grande y miró.

Dos tarkos asaban una liebre en un fuego pequeño. Escudriñó el entorno y no vio ningún otro monstruo.

Los tarkos empezaron a reñir.

—Se va a quemar —afirmó uno.

—¡No, un poco más! —dijo el otro casi con un chillido.

Flîc caminó, sigiloso, hasta ponerse detrás de las bestias y sacó la espada.

—¡Te digo que se va a quemar, idiota! —gritó el primero.

—¡Déjame! —exclamó su compañero gruñendo como un animal, desenvainando un cuchillo del cinto, que relució con la luz del fuego.

—No me das miedo.

El hombre siguió adelante, despacio, mientras que los monstruos no se percataban de su presencia.

—La carne todavía está cruda —se quejó el tarko.

—Como esté quemada, te arrancaré el corazón y lo asaré yo mismo.

El otro monstruo se limitó a gruñir otra vez.

Flîc estaba ya muy cerca, a menos de dos metros. Las sombras de la noche lo protegían.

—¿Crees que no seré capaz?

—No creo que puedas.

Entonces el hombre hizo un movimiento fulminante con la espada y la cabeza de uno de los monstruos, el que empuñaba el cuchillo, rodó por el suelo.

—¿Eh? —dijo el otro tarko, sacando su espada—. ¿Qué pasa…?

El monstruo vio el yelmo de calavera de Flîc, de la Orden del Tarkkeeum, enmudeció y se arrodilló en el suelo, suplicando clemencia por su vida.

—Sólo hemos cazado un conejo, mi señor —lloriqueó el monstruo—. Teníamos mucha hambre, mucha.

Flîc movió otra vez su arma y desarmó al monstruo con facilidad. El tarko ni siquiera intentó coger su espada. Sabía que, si se resistía, el tarkkeeum no tendría compasión y acabaría decapitándolo como a su camarada.

—Por favor, mi señor; por favor, no me matéis, os lo suplico…

—¡Cállate! —exclamó el hombre. 

El tarko lo miró confuso. Esa voz no era de un tarko sino de un humano.

—¿Quién eres? —preguntó el monstruo, sorprendido—. Tú no eres un tarkkeeum, ni siquiera un tarko.

—Soy un hombre que te decapitará igualmente si no contestas a sus preguntas.

—Sí, sí, sí… —asintió el monstruo, limpiándose los mocos de la nariz con una mano, meneando rápidamente la cabeza y forzando una sonrisa falsa, traicionera.

—¿Qué ha sucedido en Zurion? —preguntó Flîc.

El monstruo no entendió la pregunta y se encogió de hombros.

—¿Qué ha sucedido en Zurion? —repitió Flîc, y le pinchó con la punta de la espada en el cuello. El monstruo se quejó de dolor.

—Sí, sí, sí, mi señor. 

El monstruo comprendió que Flîc no era un legionario de allí, y dijo: 

—La ciudad ha sido devastada.

—¿Y los hombres?

—Los hombres, exterminados.

—¿No ha sobrevivido nadie?

El monstruo negó con la cabeza.

—Los han sacrificado a todos, mi señor —dijo, y volvió a sonreír falsamente—. A todos.

Flîc lo miró con repugnancia.

De repente el tarko movió su mano derecha y surgió un destello.

En un último instante, el general vio la daga que el monstruo empuñaba y que había ocultado entre sus ropas.

El tarko le lanzó el arma, pero el hombre fue rápido, y aunque evitó que le destrozara el corazón, se clavó en su brazo izquierdo. No obstante, rebanó fácilmente la garganta del monstruo, como el que corta un trozo de pan tierno con un cuchillo afilado. El tarko cayó al suelo con las manos en el cuello y murió desangrado agónicamente.

—¡Maldito seas! —exclamó el hombre mientras tocaba la empuñadura de la daga que tenía clavada en el brazo.

Se tambaleó un poco y se dejó caer al suelo. Cogió una rama dura de un árbol que había cerca, abrió la visera y la apretó con los dientes. No tenía mucho tiempo y empezó a sentirse mareado.

«Maldito», pensó. «La herida es profunda».   
   
Luego asió fuerte la daga con su mano derecha y la extrajo con un movimiento rápido y violento. La rama se le partió en la boca, se cerró bruscamente la visera del yelmo y empezó a gritar de dolor.




Le dieron patadas en las piernas e intentó levantarse, pero desafortunadamente no pudo.

—¡Quieto! —ordenó alguien.

¡Era una voz humana!

El corazón le dio un vuelco. Quiso hablar, pero no le salían las palabras. Tenía la boca paralizada. El dolor del brazo era espantoso y la cabeza le daba vueltas.

—Se está despertando, mi capitán —dijo otra voz.

El general ladeó un poco la cabeza y entre la abertura del yelmo distinguió a unos seis hombres de pie, frente a él. ¡No podía creerlo!

Eran legionarios que iban protegidos con armaduras y espadas largas, y que se habían quitado los yelmos. En el pecho portaban el dibujo de una orca coronada, el emblema de Zurion, el mismo que el de Puerto Grande, y junto a la orca había un puño sujetando una espada: la insignia de Tares, el mismo emblema que había en las sillas de los caballos capturados por los tarkkeeum.

Un hombre se le acercó y desenfundó la espada.

—Acabemos de una vez —dijo.

Flîc intentó hablar otra vez, pero no pudo. ¿Qué diablos le ocurría? Las palabras se negaban a salir de su boca y supuso que el cuchillo del tarko estaría envenenado. Ésa era una táctica habitual que empleaban los monstruos, llevar armas envenenadas.

Después de todo el sufrimiento que había padecido para llegar hasta allí, y al final acabaría asesinado por un hombre.

Lo veía todo como a cámara lenta. El veneno le quemaba ahora el brazo.

El capitán levantó la espada y se preparó para cumplir con su obligación, pero entonces alguien dijo:

—¡Un momento, mi capitán! —gritó una mujer legionaria en el último segundo.

El hombre bajó la espada.

—¿Qué sucede? —preguntó.

La mujer se acercó más.

—¡Mirad la sangre del brazo! —dijo sin apartar la mirada de la herida.

—¿Qué pasa con la sangre?

—No es… negra.

—¿Cómo?

Los hombres murmuraron y, antes de que el general se sumergiese en un sueño oscuro, le quitaron con cuidado el yelmo de tarkkeeum que portaba.

—¡Es un hombre! —exclamó un legionario.

—¡Rápido! —ordenó el capitán—. ¡Hay que llevarlo pronto ante Onnïs, o morirá!



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