jueves, 31 de marzo de 2016

Valesïa: TERCERA RESEÑA EN AMAZON



Tercera reseña de la novela Valesïa, perteneciente a la saga Los Señores del Edén, en la plataforma de Internet Amazon.




Sobre el autor:
Miguel Costa nació en Murcia (España) en 1975. Es amante de la Historia y desde muy joven aficionado a la lectura, sobre todo a la literatura fantástica, de terror y policíaca. Es seguidor empedernido de escritores como Stephen King, R.A. Salvatore, J.R.R. Tolkien, Gustavo Adolfo Bécquer o Edgar Allan Poe, entre otros.
Es autor de la novela de fantasía épica Valesïa, perteneciente a la saga Los Señores del Edén, su primera obra publicada; Senderos Oscuros, un libro de versos considerado un Apéndice de Valesïa; El Pasaje del Diablo, un libro compuesto por diez relatos cortos de terror; y Elinâ, segunda entrega de la saga Los Señores del Edén.

Sinopsis de la novela:
Cuando los monstruos y brujos del sur invaden el Reino de Castrum del planeta Tierra Leyenda, los hombres y los animales mágicos deben emigrar hacia el frío norte.
Mientras los magos y gobernadores humanos idean una guerra difícil de ganar, Valesïa, la jovencísima hija de un importante caudillo del reino, comienza una aventura épica en compañía de su protector el lince Linx. Ella es la Elegida por los mismísimos dioses del Edén para recuperar la única arma que puede acabar con la vida material del inmortal Rey Oscuro Ariûm, la espada Herénia, y enviarlo al infame Averno.
Una vez que recupere la espada, que está oculta en el extraño Bosque Silencioso, tiene que entregársela al Rey Auri del Bosque Eterno, más allá del reino humano y del reino subterráneo de los pequeños securis.
Si no consigue su propósito, el Rey Oscuro extenderá sus ejércitos de monstruos tarkos y brujos dîrus por otros reinos de su mundo, y el mal gobernará Tierra Leyenda.
La novela Valesïa está inspirada en la canción Tierras de Leyenda de la banda española de música rock Tierra Santa.

Información de la novela:

martes, 29 de marzo de 2016

Elinâ: SOMBRAS FANTASMALES ANIDAN EN LAS TINIEBLAS




Sombras fantasmales anidan en las tinieblas,
oscuras sombras macabras y fatídicas.
Auguran muerte y sufrimiento,
vaticinan males y plagas aterradoras.

Sombras espectrales de la noche
vagan errantes en los sueños,
impulsadas por demonios espantosos,
inducidas por patronos del abismo.
Sombras turbias del infierno de las tinieblas
surcan cielos deplorables,
augurando en la noche sufrimiento,
incitando al mal eterno.

Sombras fantasmales anidan en las tinieblas,
oscuras sombras sombrías y siniestras.
Auguran silencio y tormento,
vaticinan males y plagas aterradoras.




Capítulo 1 de la Tercera Parte (Diabólica)


Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015


domingo, 27 de marzo de 2016

Elinâ: NOVELA RESEÑADA EN LA WEB "TÉRMINUS TRÁNTOR"



TÉRMINUS  TRÁNTOR

La novela de fantasía épica Elinâ, saga Los Señores del Edén (Vol. 2), ya se encuentra reseñada en Términus Trántor, una web de recopilación de narrativa fantástica en español, una gigantesca base de datos.


Para acceder a la web haz clic en la imagen:


Más información sobre la novela:


viernes, 25 de marzo de 2016

Gustavo Adolfo Bécquer: CREED EN DIOS


Estupendo relato de Gustavo Adolfo Bécquer, poeta y narrador español perteneciente al Romanticismo.



Cantiga provenzal


 «Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut,

barón de Fortcastell. Noble o villano,

señor o pechero, tú, cualquiera que seas,

que te detienes un instante al borde de mi sepultura,

cree en Dios, como yo he creído, y ruégale por mí.»


I

Nobles aventureros que, puesta la lanza en la cuja, caída la visera del casco y jinetes sobre un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre clarísimo y vuestro montante, buscando honra y prez en la profesión de las armas: si al atravesar el quebrado valle de Montagut os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aún se ve en su fondo, oídme.


II

     Pastores que seguís con lento paso a vuestras ovejas, que pacen derramadas por las colinas y las llanuras: si al conducirlas al borde del transparente riachuelo que corre, forcejea y salta por entre los peñascos del valle de Montagut, en el rigor del verano y en una siesta de fuego habéis encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas del monasterio, cuyos musgosos pilares besan las ondas, oídme.


III

     Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad: si en la mañana del santo Patrono de estos lugares, al bajar al valle de Montagut a coger tréboles y margaritas con que embellecer su retablo, venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio que se alza en sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto para vagar entre sus abandonadas tumbas, a cuyos bordes crecen las margaritas más dobles y los jacintos más azules, oídme.


IV

     Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por los rayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún con gotas de rocío semejantes a lágrimas: todos habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una tumba humilde. Antes la componían una piedra tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido y sólo queda la piedra. En esa tumba, cuya inscripción es el mote de mi canto, reposa en paz el último barón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del cual voy a referiros la peregrina historia.


I

     Cuando la noble condesa de Montagut estaba en cinta de su primogénito Teobaldo, tuvo un ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de Dios; tal vez una vana fantasía que el tiempo realizó más adelante. Soñó que en su seno engendraba una serpiente, una serpiente monstruosa que, arrojando agudos silbidos, y ora arrastrándose entre la menuda hierba, ora replegándose sobre sí misma para saltar, huyó de su vista, escondiéndose al fin entre unas zarzas.

     -¡Allí está!, ¡allí está! -gritaba la condesa en su horrible pesadilla, señalando a sus servidores la zarza en que se había escondido el asqueroso reptil.

     Cuando sus servidores llegaron presurosos al punto que la noble dama, inmóvil y presa de un profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una blanca paloma se levantó de entre las breñas y se remontó a las nubes.

     La serpiente había desaparecido.


II

     Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al darlo a luz, su padre pereció algunos años después en una emboscada, peleando como bueno contra los enemigos de Dios.

     Desde este punto, la juventud del primogénito de Fortcastell sólo puede compararse a un huracán. Por donde pasaba se veía señalando su camino un rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba a sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía a las doncellas, daba de palos a los monjes, y en sus blasfemias y juramentos ni dejaba santo en paz ni cosa sagrada que no maldijese.


III

     Un día que salió de caza y que, como era su costumbre, hizo entrar a guarecerse de la lluvia a toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos, arqueros desalmados y siervos envilecidos, con perros, caballos y gerifaltes, en la iglesia de una aldea de sus dominios, un venerable sacerdote, arrostrando su cólera y sin temer los violentos arranques de su carácter impetuoso, le conjuró, en nombre del Cielo y llevando una hostia consagrada en sus manos, a que abandonase aquel lugar y fuese a pie y con un bordón de romero a pedir al Papa la absolución de sus culpas.

     -¡Déjeme en paz, viejo loco! -exclamó Teobaldo al oírle-; déjeme en paz; o, ya que no he encontrado una sola pieza durante el día, te suelto mis perros y te cazo como a un jabalí para distraerme.


IV

     Teobaldo era hombre de hacer lo que decía. El sacerdote, sin embargo, se limitó a contestarle: -Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un Dios que castiga y perdona, y que si muero a tus manos, borrará mis culpas del libro de su indignación, para escribir tu nombre y hacerte expiar tu crimen.

     -¡Un Dios que castiga y perdona! -prorrumpió el sacrílego barón con una carcajada-. Yo no creo en Dios, y para darte una prueba voy a cumplirte lo que te he prometido; porque, aunque poco rezador, soy amigo de no faltar a mis palabras. ¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro! Azuzad la jauría, dadme el venablo, tocad el alalí en vuestras trompas, que vamos a darle caza a este imbécil, aunque se suba a los retablos de sus altares.


V

     Ya, después de dudar un instante y a una nueva orden de su señor, comenzaban los pajes a desatar los lebreles, que aturdían la iglesia con sus ladridos; ya el barón había armado su ballesta riendo con una risa de Satanás, y el venerable sacerdote murmurando una plegaria, elevaba sus ojos al cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó fuera del sagrado recinto una vocería terrible, bramidos de trompas que hacían señales de ojeo, y gritos de -¡Al jabalí! -¡Por las breñas! -¡Hacia el monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res, corrió a las puertas del santuario, ebrio de alegría; tras él fueron sus servidores, y con sus servidores los caballos y los lebreles.


VI

     -¿Por dónde va el jabalí? -preguntó el barón subiendo a su corcel, sin apoyarse en el estribo ni desarmar la ballesta. -Por la cañada que se extiende al pie de esas colinas -le respondieron. Sin escuchar la última palabra, el impetuoso cazador hundió su acicate de oro en el ijar del caballo, que partió al escape. Tras él partieron todos.

     Los habitantes de la aldea, que fueron los primeros en dar la voz de alarma, y que al aproximarse el terrible animal se habían guarecido en sus chozas, asomaron tímidamente la cabeza a los quicios de sus ventanas; y cuando vieron desaparecer la infernal comitiva por entre el follaje de la espesura, se santiguaron en silencio.


VII

     Teobaldo iba delante de todos. Su corcel, más ligero o más castigado que los de sus servidores, seguía tan de cerca a la res, que dos o tres veces, dejándole la brida sobre el cuello al fogoso bruto, se había empinado sobre los estribos y echándose al hombro la ballesta para herirlo. Pero el jabalí, al que sólo divisaba a intervalos entre los espesos matorrales, tornaba a desaparecer de su vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance de su arma.

     Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas del valle y el pedregoso lecho del río, e internándose en un bosque inmenso, se perdió entre sus sombrías revueltas, siempre fijos los ojos en la codiciada res, siempre creyendo alcanzarla, siempre viéndose burlado por su agilidad maravillosa.


VIII

     Por último, pudo encontrar una ocasión propicia, tendió el brazo y voló la saeta que fue a clavarse temblando en el lomo del terrible animal, que dio un salto y un espantoso bufido. -¡Muerto está! -exclama con un grito de alegría el cazador, volviendo a hundir por la centésima vez el acicate en el sangriento ijar de su caballo-; ¡muerto está!, en balde huye. El rastro de la sangre que arroja marca su camino. Y esto diciendo comenzó a hacer en la bocina la señal del triunfo para que la oyesen sus servidores.

     En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus piernas, un ligero temblor agitó sus contraídos músculos, y cayó al suelo desplomado arrojando por la hinchada nariz cubierta de espuma un caño de sangre.

     Había muerto de fatiga, había muerto cuando la carrera del herido jabalí comenzaba a acortarse, cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.


IX     

     Pintar la ira del colérico Teobaldo sería imposible. Repetir sus maldiciones y sus blasfemias, sólo repetirlas, fuera escandaloso e impío. Llamó a grandes voces a sus servidores, y únicamente le contestó el eco en aquellas inmensas soledades, y se arrancó los cabellos y se mesó las barbas, presa de la más espantosa desesperación. -Le seguiré a la carrera, aun cuando haya de reventarme -exclamó al fin, armando de nuevo su ballesta y disponiéndose a seguir a la res; pero en aquel momento sintió ruido a sus espaldas, se entreabrieron las ramas de la espesura y se presentó a sus ojos un paje que traía del diestro un corcel negro como la noche.

     -El cielo me lo envía -dijo el cazador, lanzándose sobre sus lomos ágil como un gamo. El paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como la muerte, se sonrió de una manera extraña al presentarle la brida.


X

     El caballo relinchó con una fuerza que hizo estremecer el bosque; dio un bote increíble, un bote en que se levantó más de diez varas del suelo, y el aire comenzó a zumbar en los oídos del jinete, como zumba una piedra arrojada por la honda. Había partido al escape; pero a un escape tan rápidoque, temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado por el vértigo, tuvo que cerrar los ojos y agarrarse con ambas manos a sus flotantes crines.

     Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el acicate ni animarlo con la voz, el corcel corría, corría sin detenerse. ¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo con él, sin saber por dónde, sintiendo que las ramas le abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales desgarraban sus vestidos, y el viento silbaba a su alrededor? Nadie lo sabe.


XI

     Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos un instante para arrojar en torno suyo una mirada inquieta se encontró lejos, muy lejos de Montagut, y en unos lugares para él completamente extraños. El corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos y aldeas pasaban a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se abrían ante su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros más y más desconocidos. Valles angostos, herizados de colosales fragmentos de granito que las tempestades habían arrancado de la cumbre de las montañas; alegres campiñas, cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas de blancos caseríos; desiertos sin límites, donde hervían las arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y oscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos para asirle por los cabellos al pasar, todo esto, y mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica carrera, hasta tanto que, envuelto en una niebla oscura, dejó de percibir el ruido que producían los cascos del caballo al herir la tierra.


I

     Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas, que escucháis mi relato: si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es un fábula tejida a mi antojo para sorprender vuestra credulidad; de boca en boca ha llegado hasta mí esta tradición y la leyenda del sepulcro que aún subsiste en el monasterio de Montagut es un testimonio irrecusable de la veracidad de mis palabras.

     Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que aún me resta por decir, que es tan cierto como lo anterior, aunque más maravilloso. Yo podré acaso adornar con algunas galas de la poesía el desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible historia, pero nunca me apartaré un punto de la verdad a sabiendas.


II

     Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel y se sintió lanzado en el vacío, no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror. Hasta entonces había creído que los objetos que se representaban a sus ojos eran fantasmas de su imaginación, turbada por el vértigo, y que su corcel corría desbocado, es verdad, pero corría sin salir del término de su señorío. Ya no le quedaba duda de que era juguete de un poder sobrenatural, que le arrastraba, sin que supiese adonde, a través de aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de formas caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que se iluminaba a veces con el resplandor de un relámpago, creía distinguir las hirvientes centellas, próximas a desprenderse.

     El corcel corría, o mejor dicho, nadaba en aquel océano de vapores caliginosos y encendidos, y las maravillas del cielo comenzaron a desplegarse unas tras otras ante los espantados ojos de su jinete.


III

     Cabalgando sobre las nubes, vestidos de luengas túnicas con orlas de fuego, suelta al huracán la encendida cabellera y blandiendo sus espadas que relampagueaban arrojando chispas de cárdena luz, vio a los ángeles, ministros de la cólera del Señor, cruzar como un formidable ejército sobre las alas de la tempestad.

     Y subió más alto, y creyó divisar a lo lejos las tormentosas nubes semejantes a un mar de lava, y oyó mugir el trueno a sus pies como muge el Océano azotando la roca desde cuya cima le contempla el atónito peregrino.


IV

     Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que sentado sobre un inmenso globo de cristal, lo dirige por el espacio en las noches serenas, como un bajel de plata sobre la superficie de un lago azul.

     Y vio el sol volteando encendido sobre ejes de oro en una atmósfera de colores y de fuego, y en su foco a los ígneos espíritus que habitan incólumes entre las llamas, y desde su ardiente seno entonan al Criador himnos de alegría.

     Vio los hilos de luz imperceptibles que atan los hombres a las estrellas, y vio el arco iris, echado como un puente colosal sobre el abismo que separa al primer cielo del segundo.


V

     Por una escala misteriosa vio bajar las almas a la tierra: vio bajar muchas y subir pocas. Cada una de aquellas almas inocentes iba acompañada de un arcángel purísimo que le cubría con la sombra de sus alas. Los que tornaban solos tornaban en silencio y con lágrimas en los ojos; los que no, subían cantando como suben las alondras en las mañanas de Abril.

     Después, las tinieblas rosadas y azules que flotaban en el espacio como cortinas de gasa transparente, se rasgaron como el día de gloria se rasga en nuestros templos el velo de los altares; y el paraíso de los justos se ofreció a sus miradas deslumbrador y magnífico.


VI

     Allí estaban los santos profetas que habréis visto groseramente esculpidos en las portadas de piedra de nuestras catedrales; allí las vírgenes luminosas, que intenta en vano copiar de sus sueños el pintor, en los vidrios de colores de las ojivas; allí los querubines, con sus largas y flotantes vestiduras y sus nimbos de oro, como los de las tablas de los altares; allí, en fin, coronada de estrellas, vestida de luz, rodeada de todas las jerarquías celestes, y hermosa sobre toda ponderación, Nuestra Señora de Monserrat, la Madre Dios, la reina de los arcángeles, el amparo de los pecadores y el consuelo de los afligidos.


VII

     Más allá el paraíso de los justos, más allá el trono donde se sienta la Virgen María. El ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor se apoderó de su alma. La eterna soledad; el eterno silencio viven en aquellas regiones; que conducen al misterioso santuario del Señor. De cuando en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frío como la hoja de un puñal, que crispaba sus cabellos de horror y penetraba hasta la médula de sus huesos, ráfagas semejantes a las que anunciaban a los profetas la aproximación del espíritu divino. Al fin llegó a un punto donde creyó percibir un rumor sordo, que pudiera compararse al zumbido lejano de un enjambre de abejas, cuando, en las tardes del otoño, revolotean en derredor de las últimas flores.


VIII

     Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la tierra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye.

     Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias de los niños, las oraciones de las vírgenes, los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones de los humildes, las castas palabras de los limpios de corazón, las resignadas quejas de los que padecen, los ayes de los que sufren y los himnos de los que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces, que palpitaban aún en el éter luminoso, la voz de su santa madre que pedía a Dios por él; pero no oyó la suya.


IX

     Más allá hirieron sus oídos con un estrépito discordante mil y mil acentos ásperos y roncos, blasfemias, gritos de venganzas, cantares de orgías, palabras lúbricas, maldiciones de la desesperación, amenazas de impotencia y juramentos sacrílegos de la impiedad.

     Teobaldo atravesó el segundo círculo con la rapidez que el meteoro cruza el cielo en una tarde de verano, por no oír su voz que vibraba allí sonante y atronadora, sobreponiéndose a las otras voces en medio de aquel concierto infernal.

     -¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! -decían aún su acento agitándose en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer.


X

     Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de visiones terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir, y llegó al cabo al último círculo de la espiral de los cielos, donde los serafines adoran al Señor, cubierto el rostro con las triples alas y prosternados a sus pies.

     Él quiso mirarlo.

     Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante retumbó en sus oídos, y, arrancado del corcel y lanzado al vacío como la piedra candente que arroja un volcán, se sintió bajar y bajar sin caer nunca, ciego, abrasado y ensordecido, como cayó el ángel rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo con un soplo de sus labios.


I

     La noche había cerrado y el viento gemía agitando las hojas de los árboles, por entre cuyas frondosas ramas se deslizaba un suave rayo de luna, cuando Teobaldo, incorporándose sobre el codo y restregándose los ojos como si despertara de un profundo sueño, tendió alrededor una mirada y se encontró en el mismo bosque donde hirió al jabalí, donde cayó muerto su corcel, donde le dieron aquella fantástica cabalgadura que le había arrastrado a unas regiones desconocidas y misteriosas.

     Un silencio de muerte reinaba en su alrededor; un silencio que sólo interrumpía el lejano bramido de los ciervos, el temeroso murmullo de las hojas y el eco de una campana distante que de vez en cuando traía el viento en sus ráfagas.

     -Habré soñado dijo el barón; y emprendió su camino a través del bosque, y salió al fin a la llanura.


II

     En lontananza, y sobre las rocas de Montagut, vio destacarse la negra silueta de su castillo sobre el fondo azulado y transparente del cielo de la noche. -Mi castillo está lejos y estoy cansado -murmuró-; esperaré el día en un lugar cercano -y se dirigió al lugar. Llamó a una puerta. -¿Quién sois? -le preguntaron. -El barón de Fortcastell -respondió, y se le rieron en sus barbas. Llamó a otra. -¿Quién sois y qué queréis? -tornaron a preguntarle. -Vuestro señor -insistió el caballero, sorprendido de que no le conociesen-; Teobaldo de Montagut. -¡Teobaldo de Montagut! -dijo colérica su interlocutora, que no era una vieja-; ¡Teobaldo de Montagut el del cuento! ¡Bah!... Seguid vuestro camino, y no vengáis a sacar de su sueño a las gentes honradas para decirles chanzonetas insulsas.


III

     Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la aldea y se dirigió al castillo, a cuyas puertas llegó cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado, con los sillares de las derruidas almenas; el puente levadizo, inútil ya se pudría colgado aún de sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orín por la acción de los años; en la torre del homenaje tañía lentamente una campana; frente al arco principal de la fortaleza sobre un pedestal de granito se elevaba una cruz; en los muros no se veía un solo soldado; y, confuso y sordo, parecía que de su seno se elevaba como un murmullo lejano, un himno religioso, grave, solemne y magnífico.

-¡Y éste es mi castillo, no hay duda! -decía Teobaldo, paseando su inquieta mirada de un punto a otro, sin acertar a comprender lo que le pasaba-. ¡Aquél es mi escudo, grabado aún sobre la clave del arco! ¡Ese es el valle de Montagut! Estas tierras que domino, el señorío de Fortcastell...

     En aquel instante las pesadas hojas de la puerta giraron sobre sus goznes y apareció en su dintel un religioso.


IV

     -¿Quién sois y qué hacéis aquí? -preguntó Teobaldo al monje.

     -Yo soy -contestó éste- un humilde servidor de Dios, religioso del monasterio del Montagut.

     -Pero... -interrumpió el barón- Montagut ¿no es un señorío?

     -Lo fue... -prosiguió el monje- hace mucho tiempo... A su último señor, según cuentan, se lo llevó el diablo; y como no tenía a nadie que le sucediese en el feudo, los condes soberanos hicieron donación de estas tierras a los religiosos de nuestra regla, que están aquí desde habrá cosa de ciento a ciento veinte años. Y vos, ¿quién sois?

     -Yo... -balbuceó el barón de Fortcastell, después de un largo rato de silencio-; yo soy... un miserable pecador que arrepentido de sus faltas, viene a confesarlas a vuestro abad, y a pedirle que lo admita en el seno de su religión.




domingo, 13 de marzo de 2016

Miguel Hernández: CUERPO DEL AMANECER



Cuerpo del amanecer:
flor de la carne florida.
Siento que no quiso ser
más allá de flor tu vida.

Corazón que en el tamaño
de un día se abre y se cierra.
La flor nunca cumple un año
y lo cumple bajo tierra.


Miguel Hernández

viernes, 11 de marzo de 2016

Senderos Oscuros (Versos) 'Apéndice de Valesïa': RESEÑAS EN AMAZON



Reseña del libro de versos Senderos Oscuros, Apéndice de la novela Valesïa, en la plataforma de Internet Amazon:








Sobre el autor:
M.A. Costa nació en Murcia (España) en 1975. Es amante de la Historia y desde muy joven aficionado a la lectura, sobre todo a la literatura fantástica, de terror y policíaca. Es seguidor empedernido de escritores como Stephen King, R. A. Salvatore, J.R.R. Tolkien o Edgar Allan Poe, entre otros.
Es autor de la novela de fantasía épica Valesïa, perteneciente a la saga Los Señores del Edén, su primera obra publicada; y Senderos Oscuros, un libro de versos considerado un Apéndice de Valesïa.

Sinopsis del libro:
Senderos Oscuros es un libro de versos libres principalmente. Los once primeros poemas ya han sido transcritos en la novela de fantasía épica Valesïa. No obstante, todos ellos están inspirados en los personajes y hechos de esa obra, y precedidos por un fragmento de la misma.
Asimismo, el libro puede considerarse un propio Apéndice de Valesïa, por tanto pertenece a la saga Los Señores del Edén; saga inspirada en la canción Tierras de Leyenda de la banda española de música rock Tierra Santa.


Información del libro:


Miguel Costa

miércoles, 9 de marzo de 2016

Elinâ: LOS TROLS



El monstruo terrorífico medía más de dos metros de altura y poseía un cuerpo hercúleo y dos poderosos brazos terminados en unas grandes manos. Sus ojos rojos eran horrendos, sus colmillos parecidos a los de los tarkos, horripilantes, y sus orejas, puntiagudas. Vestía unos sencillos calzones y calzaba unas duras botas de cuero marrones.



Capítulo 13 de la Segunda Parte (Sombras)


Valesïa
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015



lunes, 7 de marzo de 2016

Elinâ: PRIMERA PARTE "LEVIATÁN", CAPÍTULO 5


           Elinâ: Primera Parte "Leviatán", Capítulo 5



5
El comandante Trûn de la Guardia Oscura de Morium descansaba en su celda cuando llamaron a la puerta.

Se levantó inmediatamente, miró por la ventana y observó que aún era de noche.

—¿Quién es? —preguntó con voz de ultratumba.

—El general Urtrû ha convocado al Consejo, mi comandante —informó un tarko desde fuera.

—Es muy temprano.

—Órdenes del general.

Trûn movió la cabeza, furibundo.

—¡De acuerdo, puedes marcharte!

—A la orden, mi comandante.

Al instante salió de la cámara y recorrió los pasillos lúgubres del Castillo Tiniebla.

Se cruzó con varios guardias, que le saludaron militarmente con el puño a la vez que bramaban: «¡A la orden, mi comandante!», hasta que se presentó en la Sala del Consejo, que encontró vacía.

—¿Qué es esto? —se preguntó, arrugando el entrecejo.

De repente apareció un monstruo tarkkeeum, un monje guerrero tarko, con el yelmo de calavera en una mano.

—Mi comandante, le esperan en la otra sala —indicó.

Trûn lo miró de un modo directo a los ojos y el heraldo retrocedió intimidado.

—¿Qué sala? —inquirió.

—La Sala Real. 

—¿Por qué?

—Órdenes del general Urtrû.

Presto, giró sobre sus pasos, volvió al pasillo y caminó decidido. Pasados unos minutos, cruzó una puerta y entró en el salón principal donde se encontró con militares tarkos y numerosos dîrus. Los brujos rodeaban a su dirigente Erkei, el gran dîrus supremo, sucesor del desaparecido Enis. Asimismo, el general Urtrû estaba plácidamente sentado en el Trono de Calaveras, con su gran palo de pinchos en el suelo, a su lado.

El comandante se enfureció.

¡Aquello era inaceptable!

¡El trono sólo podía ser ocupado por el rey Oscuro, morador aún en el Averno!

Decidido, caminó hacia el general con la intención de obligarle a bajar del pedestal.

«¡Detente!», exclamó de pronto una voz en su mente.

El tarko dudó.

«¡No es el momento, te matarán!».

Giró la cabeza y se encontró con la mirada de Erkei.

«¿Qué ocurre aquí?», preguntó el monstruo, indignado.

«Si le atacas ahora, te matará», volvió a advertirle el dîrus.

«¡No dejaré que usurpe el trono! ¡No le pertenece!».

«No tenemos otra opción», indicó Erkei. «Ahora no es el momento».

Trûn recapacitó. Indudablemente era un tarko excepcional, más poderoso que la mayoría de los dîrus o magos humanos, y controló su ira en el último momento.

—A sus órdenes, mi general —dijo, deteniéndose al pie del trono, saludando con el puño.

Urtrû sonrió con maldad.

—Hola, Trûn, todos esperábamos tu llegada.

—No sabía que el Consejo se celebrase aquí, mi general.

—A partir de ahora, muchas cosas cambiarán —dijo Urtrû con autoridad. 

Y volvió a sonreír perversamente.





Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015



sábado, 5 de marzo de 2016

H. P. Lovecraft: DE LA OSCURIDAD



De Herbert West, que fue amigo mío desde el tiempo de la universidad, sólo puedo hablar con un terror extremo. Este terror no se debe solamente al modo siniestro en que hace poco desapareció, sino que se fue generando en la naturaleza del trabajo que realizó durante su vida y que por vez primera alcanzó gravedad hace más de diecisiete años cuando nos encontrábamos en el tercer año de nuestra carrera, en la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic de Arkham. Mientras estuvo conmigo, me mantuvo completamente fascinado con sus maravillosos y perversos experimentos, y así me hice su compañero más cercano. Mi miedo es incluso mayor ahora que ha desaparecido y el hechizo se ha quebrado. Siempre los recuerdos y las contingencias son más terribles que la realidad.

El primer acontecimiento terrible que ocurrió durante nuestra amistad me causó la impresión más profunda que me hubiera llevado hasta ese momento, y aún hoy me cuesta contarlo. Sucedió, como decía, mientras estábamos en la Facultad de Medicina, donde West ya se había hecho fama con sus alocadas teorías acerca de la muerte y su naturaleza y las posibilidades de vencerla de modo artificial. Sus conjeturas, que eran ridiculizadas por los profesores y alumnos, giraban en torno a la naturaleza esencialmente mecánica de la vida, y se remitían a la forma de hacer funcionar la maquinaria orgánica del ser humano, luego de que hubieran fallado los procesos naturales, por medio de una reacción química producida. Con el objeto de experimentar variadas soluciones reanimadoras, había sometido a tratamiento y sacrificado a numerosos conejos, cobayos, gatos, perros y monos, hasta llegar a convertirse en la persona más resistida de la Facultad. En varias oportunidades había llegado a obtener signos vitales en los animales que supuestamente se hallaban muertos, violentos signos de vida; pero prontamente tuvo conciencia de que la optimización de su proceso, de ser verdaderamente viable, necesariamente implicaría una vida entera dedicada a la investigación. Del mismo modo, ya que hay una solución no actuaba de la misma manera en especies orgánicas diferentes, vio claramente que debía disponer de seres humanos si deseaba lograr nuevos y más especializados progresos. Y fue entonces cuando chocó con las autoridades de la Universidad, y el propio decano de la Facultad de Medicina, el sabio y benévolo doctor Allan Halsey, cuya obra en favor de los enfermos es aún recordada por todos los antiguos vecinos de Arkham, fue el que le retiró el permiso para realizar experimentos.

Yo siempre había sido excepcionalmente tolerante con los trabajos de West, y frecuentemente hablábamos de sus teorías, cuyas derivaciones y apéndices resultaban infinitos. Al igual que Haeckel sostenía que la vida es un proceso químico y físico y que la supuesta <<alma>> es sólo un mito, y creía que la reanimación artificial de los muertos podía quedar supeditada solamente al estado de los tejidos; y que, si no se hubiera iniciado una descomposición real, cualquier cadáver dotado de todos los órganos se hallaba apto para recibir, a través de un tratamiento adecuado, esa cualidad singular que se conoce con el nombre 'vida'. West comprendía perfectamente que el más leve deterioro de las células cerebrales producido por un período letal aún fugaz podía llegar a afectar la vida intelectual y psíquica.

En un inicio, tenía las esperanzas de poder hallar una reacción capaz de restituir la vida antes de la verdadera acción de la muerte, y sólo los fracasos repetidos en animales le revelaron la incompatibilidad de los movimientos vitales naturales y los artificiales. Fue así como se procuró de ejemplares extremadamente frescos y les aplicó sus soluciones en la sangre inmediatamente luego de que la vida se hubiera extinguido. Tales circunstancias volvieron totalmente escéptico al profesorado, ya que pensaron que en ninguno de los casos la muerte se había producido efectivamente. No se detuvieron a sopesar la cuestión en forma razonable y pausada.

Al poco tiempo, luego de que el profesorado le hubiese prohibido seguir con sus trabajos, West me confesó su decisión de conseguir de la forma que fuera ejemplares frescos y así reanudar secretamente los experimentos que no podía realizar con consentimiento. Resultaba horrible escucharlo hablar acerca del medio y el modo de conseguirlos; nunca en la Facultad nos habíamos tenido que preocupar por conseguir ejemplares para las prácticas de anatomía. En cada ocasión en que el depósito disminuía, dos negros de la zona eran los encargados de enmendar este déficit sin que nunca se les preguntase. Por ese tiempo West era un joven delgado y con gafas, de rasgos delicados, cabello rubio, ojos azul claro y voz suave; y resultaba extraño oírle explicar como la fosa común era relativamente más atractiva que el cementerio de la iglesia de Cristo, ya que casi todos los cuerpos de éste último se hallaban embalsamados; lo que, evidentemente, hacían imposibles las investigaciones de West.

En aquel tiempo yo era su esmerado y dependiente ayudante, y lo auxilié en todas sus decisiones, no sólo en las que tenían que ver con la fuente de abastecimiento de cadáveres, sino también en las que se referían al ámbito adecuado para nuestra desagradable labor. Fue a mí a quien se le ocurrió la granja abandonada de Chapman, al otro lado de Meadow Hill; allí habilitamos una estancia de la planta baja como sala de operaciones y otra como laboratorio, colocando en ambas dos gruesas cortinas con el objeto de ocultar nuestras actividades nocturnas. El lugar se hallaba lejos de la carretera y no había casas en las cercanías; de cualquier forma, había que ser extremadamente precavidos, ya que el más leve rumor acerca de luces extrañas que cualquier caminante nocturno hiciera correr podía resultar catastrófico para nuestra empresa. Si por alguna razón llegaban a descubrirnos acordamos en decir que se trataba de un laboratorio de química. De a poco fuimos dotando nuestra siniestra guarida científica con elementos comprados en Boston o sacados a hurtadillas de la Facultad —elementos camuflados con sumo cuidado, con el fin de hacerlos irreconocibles, salvo para los ojos expertos—, y nos abastecimos de picos y palas para los numerosos enterramientos que tendríamos que realizar en el sótano. En la Facultad había un incinerador, pero un artefacto como ese resultaba demasiado costoso para un laboratorio clandestino como el nuestro. Los cuerpos siempre eran una contrariedad... inclusive los pequeños cadáveres de cobayos de los experimentos secretos que West efectuaba en el cuarto de la pensión donde vivía.

Leíamos las noticias necrológicas locales como vampiros, ya que los ejemplares que necesitábamos requerían condiciones especiales. Lo que buscábamos eran cadáveres enterrados al poco tiempo de morir y sin ningún tipo de preservación artificial; preferiblemente, sin malformaciones morbosas, y por supuesto, con los órganos intactos. Nuestras mayores expectativas radicaban en las víctimas de accidentes. A lo largo de varias semanas no hubo noticias de ningún caso apropiado, aunque hablábamos con las autoridades del depósito y del hospital, pretendiendo representar los intereses de la Facultad, pero no con demasiada frecuencia, para no levantar sospechas así. Averiguamos que la Facultad tenía preferencia en todos los casos, de modo que tal vez deberíamos quedarnos en Arkham durante las vacaciones, cuando sólo se daban las limitadas clases de los cursos de verano. Pero al final la suerte nos sonrió; pues un día nos enteramos que iban a enterrar en la fosa común un caso que era casi ideal: un joven y robusto obrero que el día anterior se había ahogado en Summer's Pond, al que habían sepultado sin demoras ni embalsamientos, por cuenta de la ciudad. Esa tarde hallamos la nueva sepultura y decidimos comenzar el trabajo pasada la medianoche.

Fue una tarea repulsiva la que llevamos en la oscuridad de las primeras horas de la madrugada, aún cuando por ese tiempo los cementerios no nos provocaban ese horror particular que las posteriores experiencias despertaron. Acarreábamos palas y lámparas de petróleo porque, si bien en ese entonces ya había linternas eléctricas, no eran tan avanzadas como esos artefactos de tungsteno de hoy en día. La labor de exhumación fue lenta y sórdida, podría haber llegado a ser horriblemente poética si hubiéramos sido artistas en vez de científicos; y cuando nuestras palas se encontraron con la madera sentimos alivio. Cuando la caja de pino quedó al descubierto por completo, West bajó, quitó la tapa, extrajo el contenido y lo dejó apoyado. Me agaché, lo tomé, y entre los dos lo sacamos de la fosa; luego trabajamos denodadamente para dejar el sitio como lo habíamos encontrado. La tarea nos había puesto un poco nerviosos; sobre todo, el cuerpo rígido y el inexpresivo rostro de nuestro primer trofeo; pero nos arreglamos para hacer desaparecer cualquier huella dejada en nuestra visita. Una vez que quedó lisa la última palada de tierra, metimos el ejemplar en un saco de lienzo e iniciamos la vuelta a la granja del viejo Chapman, al otro lado de Meadow Hill.

Bajo la luz de una potente lámpara de acetileno, en una improvisada mesa de disección instalada en la vieja granja, el ejemplar no tenía un aspecto muy espectral. Había sido un joven fornido y de poca imaginación, al parecer un tipo sano y de clase baja —de constitución ancha, de ojos grises y pelo castaño—; un animal sano, sin una psicología intrincada, y lo más probable, con unos procesos vitales extremadamente sencillos y saludables. Ahora bien, parecía estar dormido más que muerto, así con los ojos cerrados; no obstante, la comprobación experta de mi amigo borró de inmediato cualquier duda al respecto. Por fin habíamos conseguido lo que West siempre había deseado: un muerto realmente ideal, apto para la solución que habíamos preparado con teorías y cálculos meticulosos, con el fin de aplicarlo en un organismo humano. Estábamos enormemente tensos. Eramos conscientes de que las probabilidades de obtener un éxito completo eran mínimas, y no lográbamos reprimir un horrible temor a los grotescos efectos de una posible animación parcial. Teníamos particulares reparos en lo que se refería a la mente y a los impulsos de la criatura, ya que podría haber tenido algún deterioro en las delicadas células cerebrales luego de la muerte. En lo que a mí respecta, todavía conservaba una curiosa noción clásica del "alma" humana, y sentía algún miedo ante los enigmas que podría revelar alguien que volvía del reino de los muertos. Me preguntaba acerca de las visiones que podría haber presenciado este apacible joven en las inaccesibles regiones, y qué podría relatar si regresaba por completo a la vida. Pero aún así mis expectativas no eran excesivas, ya que compartía casi en gran parte el materialismo de mi amigo. Él se mostró más inalterable que yo al inyectar una buena dosis del fluido en una vena del brazo del cadáver, y vendar el pinchazo de inmediato.

La espera fue espantosa, pero West no perdió en ningún momento el aplomo. De vez en cuando aplicaba el estetoscopio sobre el ejemplar, y sobrellevaba con filosofía la ausencia de resultados. Luego de que pasaran tres cuartos de hora, viendo que no había ningún signo de vida, decepcionado declaró que la solución no era la adecuada; no obstante decidió sacar el mayor provecho de esta oportunidad, y así experimentar con una fórmula modificada, antes de deshacerse de su macabra presa. Por la tarde habíamos cavado una fosa en el sótano, y deberíamos llenarla al amanecer; pues aunque habíamos colocado cerradura a la casa, no queríamos correr el menor riesgo para que no se produjera ningún descubrimiento desagradable. Además el cuerpo ya no se hallaría ni medianamente fresco a la noche siguiente. De manera que llevamos la solitaria lámpara de acetileno al laboratorio contiguo —dejando a nuestro silencioso huésped sobre la losa en la oscuridad— y pusimos manos a la obra en la preparación de una solución nueva, después de que West comprobara el peso y las mediciones con sumo cuidado.

El horroroso acontecimiento sucedió repentinamente y de forma totalmente inesperada. Yo me encontraba pasando algo de un tubo de ensayo a otro, y West estaba ocupado con la lámpara de alcohol —que hacía las veces de mechero Bunsen ya que en la granja no había instalación de gas—, en el momento en el que de la habitación que habíamos dejado en las sombras surgió la más espantosa y demoníaca sucesión de gritos que ninguno de los dos jamás hubiera oído. No habría resultado más horrendo el caos de alaridos si el abismo se hubiese abierto para desatar la angustia de los condenados, ya que en aquella pasmosa cacofonía se concentraba todo el terror y la desesperación de la naturaleza animada. No podían ser humanos, ningún hombre es capaz de proferir semejantes gritos; y sin reparar en la tarea que estábamos realizando, ni en la posibilidad de ser descubiertos, saltamos los dos como animales asustados por la ventana más cercana, tirando al suelo tubos, lámparas y matraces, y huyendo como locos a la estrellada negrura de la noche rural. Creo que gritábamos mientras corríamos como frenéticos con rumbo a la ciudad; pero cuando llegamos a las afueras nos contuvimos en nuestra actitud... lo suficiente como para parecer dos juerguistas trasnochados que regresaban a su hogar luego de una fiestecilla.

No nos separamos, sino que nos refugiamos en el cuarto de West, y allí hablábamos, con la luz de gas encendida, hasta el amanecer. Ya a esa hora nos habíamos calmado un poco conjeturando posibles teorías y sugiriendo ideas prácticas para nuestra investigación, de modo que pudimos dormir todo el día en vez de ir a clases.Pero en la tarde aparecieron en el periódico dos artículos sin ninguna relación entre sí, que nos quitaron el sueño. La antigua granja deshabitada de Chapman se había incendiado inexplicablemente, quedando reducida a un montón informe de cenizas; eso lo comprendíamos ya que habíamos tirado la lámpara. El otro informaba que habían tratado de abrir la reciente sepultura de la fosa común, como si hubiesen intentado cavar en la tierra sin herramienta. Esto nos resultó incomprensible ya que habíamos aplanado con sumo cuidado la tierra húmeda.

Y durante diecisiete años, West no dejó de mirar por encima de su hombro, y quejarse de que le parecía oír pasos detrás suyo. Ahora ha desaparecido.


Howard Philips Lovecraft


Fuente: Letras perdidas

 

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