jueves, 12 de enero de 2017

Pedro Luis Martínez González-Moro: EL TESORO DE LA PIEDRA MILIAR



El tesoro de la piedra miliar es el primer libro publicado por el escritor Pedro Luis Martínez González-Moro.


Sinopsis:

Cartago Nova, s. III d. C. Durante uno de los períodos más convulsos del Imperio Romano, Petronio Marcio tiene problemas más personales de los que preocuparse. El mismo día que es despedido injustamente de su trabajo en la Biblioteca Pública y los esbirros de su casero lo persiguen con las peores intenciones, será reclutado por un extraño personaje para colaborar en una peligrosa misión que podría suponerle, además de conservar la libertad y satisfacer sus deseos de venganza,  alcanzar la felicidad de esa vida tranquila con la que siempre había soñado en un entorno de lujo inimaginable.

Pero, lejos de sus libros, al pobre bibliotecario todo se le complica continuamente, y deberá recorrer un rocambolesco itinerario por lugares tan sugerentes como cargados de peligros: la legendaria Vía Augusta, la enigmática Thiar,  la ostentosa Villa Corvina, la misteriosa Cova Nigra del Santuario de las Ninfas de Fortuna, el siempre traicionero Mare Nostrum y, finalmente, la espléndida Roma Imperial y sus inquietantes catacumbas.


Autor:

Pedro Luis Martínez González-Moro (Murcia, 1965). Licenciado en Filología Hispánica y Diplomado en Bilioteconomía y Documentación, ha trabajado tanto de profesor de Lengua y Literatura Española en Institutos de Secundaria como de bibliotecario en la Universidad de Murcia. Desde hace años es Director de la Biblioteca Municipal de Jacarilla (Alicante). Rebasada la cincuentena y tras tanto leer y trabajar con libros, decide que ya es hora de que en la biblioteca figuren ejemplares con su nombre, por eso comienza a publicar sus novelas.

La primera de ellas es El tesoro de la piedra miliar, una novela histórica ambientada en la Hispania del siglo III d. C. que narra las peripecias de un atribulado librario y frustrado poeta que, fuera de las bibliotecas, no dejará de correr peligrosas aventuras y vivir situaciones al límite, aunque también conocerá las perversiones del lujo, el valor de la amistad y la plenitud del amor verdadero.


viernes, 6 de enero de 2017

Vicente Blasco Ibáñez: EL OGRO


El Ogro es un relato del escritor español Vicente Blasco Ibáñez.






El Ogro  



En todo el barrio del Pacífico era conocido aquel endiablado carretero, que alborotaba las calles con sus gritos y los furiosos chasquidos de su tralla.

Los vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía, habían contribuido a formar su mala reputación... ¡Hombre más atroz y mal hablado!... ¡Y luego dicen los periódicos que la Policía detiene por blasfemos!

Pepe el carretero hacia méritos diariamente, según algunos vecinos, para que le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiempos del Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos los nombres venerables del almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así que se enfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, por arrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no profanase con las más sucias expresiones. En fin: ¡un horror!; y lo más censurable era que, al encararse con sus tozudos animales, azuzándolos con blasfemias mejor que con latigazos, los chiquillos del barrio acudían para escucharle por perversa intención, regodeándose ante la fecundidad inagotable del maestro.

Los vecinos, molestados a todas horas por aquella interminable sarta de maldiciones, no sabían cómo librarse de ellas.

Acudían al del piso principal, un viejo avaro que había alquilado la cochera a Pepe, no encontrando mejor inquilino.

—No hagan ustedes caso -contestaba-. Consideren que es un carretero, y que para este oficio no se exigen exámenes de urbanidad. Tiene mala lengua, eso si; pero es hombre muy formal y paga sin retrasarse un solo día. Un poco de caridad, señores.

A la mujer del maldito blasfemo la compadecían en toda la casa.

—No lo crean ustedes -decía, riendo, la pobre mujer-, no sufro nada de él. ¡Criatura más buena! Tiene su geniecillo; pero, ¡ay hija!, Dios nos libre del agua mansa... Es de oro; alguna copita para tomar fuerzas; pero nada de ser como otros, que se pasan el día como estacas frente al mostrador de la taberna. No se queda ni un céntimo de lo que gana, y eso que no tenemos familia, que es lo que más le gustaría.

Pero la pobre mujer no lograba convencer a nadie de la bondad de su Pepe. Bastaba verle. ¡Vaya una cara! En presidio las había mejores. Era nervudo, cuadrado, velloso como una fiera, la cara cobriza, con rudas protuberancias y profundos surcos, los ojos sanguinolentos y la nariz aplastada, granujienta, veteada de azul, con manojos de cerdas, que asomaban como tentáculos de un erizo que dentro de su cráneo ocupase el lugar del cerebro.

A nada concedía respeto. Trataba de reverendos a los machos que le ayudaban a ganar el pan, y cuando en los ratos de descanso se sentaba a la puerta de la cochera, deletreaba penosamente, con vozarrón que se oía hasta en los últimos pisos, sus periódicos favoritos, los papeles más abominables que se publicaban en Madrid y que algunas señoras miraban desde arriba con el mismo tenor que si fuesen máquinas explosivas.

Aquel hombre que ansiaba cataclismos y que soñaba con la gorda, pero muy gorda, vivía, por ironía, en el barrio del Pacífico.

La más leve cuestión de su mujer con las criadas le ponía fuera de si, y abriendo el saco de las amenazas prometía subir para degollar a todos los vecinos y pegar fuego a la casa; cuatro gotas que cayesen en su patio desde las galenas bastaban para que de su boca infecta saliese la triste procesión de santos profanados, con acompañamiento de horripilantes profecías, para el día en que las cosas fuesen rectas y los pobres subiesen encima, ocupando el lugar que les corresponde.

Pero su odio sólo se limitaba a los mayores, a los que le temían, pues si algún muchacho de la vecindad pasaba por cerca de él, acogialo con una sonrisa semejante al bostezo del ogro y extendiendo su mano callosa, pretendía acariciarle.

Como se había propuesto no dejar en paz a nadie en la casa, hasta se metía con la pobre loca, una gata vagabunda que ejercía la rapiña en todas las habitaciones, pero cuyas correrías toleraban los vecinos porque con ella no quedaba rata viva.

Parió aquella bohemia de blanco y sedoso pelaje, y, obligada a fijar domicilio para tranquilidad de su prole, escogió el patio del ogro, burlándose, tal vez, del terrible personaje.

Había que oír al carretero. ¿Era su patio algún corral para que viniesen a emporcarlo con sus crías los animales de la vecindad? De un momento a otro iba a enfadarse, y si él se enfadaba de veras, ¡pum!, de la primera patada iba la Loca y sus cachorros a estrellarse en la pared de enfrente.

Pero mientras el ogro tomaba fuerzas para dar su terrible patada y la anunciaba a gritos cien veces al día, la pobre felina seguía tranquilamente en un rincón, formando un revoltijo de pelos rojos y negros, en el que brillaban los ojos con lívida fosforescencia, y coreando irónicamente las amenazas del carretero: «¡Miau! ¡Miau!»

Bonito verano era aquél. Trabajo, poco, y un calor de infierno, que irritaba el mal humor de Pepe y hacía hervir en su interior la caldera de las maldiciones, que se escapaban a borbotones por su boca.

La gente de posibles estaba allá lejos, en sus Biarritzes y San Sebastianes, remojándose los pellejos, mientras él se tostaba en su cocherón. ¡Lástima que el mar no se saliera, para tragarse tanto parásito! No quedaba gente en Madrid y escaseaba el trabajo. Dos días sin enganchar el carro. Si esto seguía así, tendría que comerse con patatas a sus reverendos, a no ser que echase mano a sus aves de corral, que era el nombre que daba a la Loca y a sus hijuelos.

Fue en agosto, cuando a las once de la mañana tuvo que bajar a la estación del Mediodía para cargar unos muebles.

—¡Vaya una hora! Ni una nube en el cielo y un sol que sacaba chispas de las paredes y parecía reblandecer las losas de la aceras.

—¡Arre, valientes!... ¿Qué quieres tú, Loca?

Y mientras arreaba sus machos, alejaba con el pie a la blanca gata, que maullaba dolorosamente, intentando meterse bajo las ruedas.

—Pero ¿qué quieres, maldita?... ¡Atrás, que te va a reventar una rueda!

Y como quien hace una obra de caridad, largó al animal tan furioso latigazo, que lo dejó arrollado en un rincón, gimiendo de dolor.

Buena hora para trabajar. No podía mirarse a parte alguna sin sentir irritación en los ojos; la tierra quemaba; el viento ardía, como si todo Madrid estuviese en llamas; el polvo parecía incendiarse; paralizábanse lengua y garganta, y las moscas, locas de calor, revoloteaban por los labios del carretero o se pegaban al jadeante hocico de los animales en busca de frescura.

El ogro estaba cada vez más irritado, conforme descendía la ardorosa cuesta, y mientras mascullaba sus palabrotas, animaba con el látigo a dos machos, que caminaban desfallecidos, con la cabeza baja, casi rozando el suelo.

¡Maldito sol! Era el pillo mayor de la creación. Este si que merecía le arreglasen las cuentas el día de la gorda como enemigo de los pobres. En invierno mucho ocultarse, para que el jornalero tenga los miembros torpes y no sepa dónde están sus manos, para que caiga del andamio o le pille el carro bajo las ruedas. Y ahora, en verano, ¡eche usted rumbo! Fuego y más fuego, para que los pobres que se quedan en Madrid mueran como pollos en asador. ¡Hipocritón! De seguro que no molestaba tanto a los que se divertían en las playas elegantes de moda.

Y recordando a tres segadores andaluces muertos de asfixia, según había leído en uno de los papeles, intentaba en vano mirar de frente al sol y lo amenazaba con el puño cerrado. ¡Asesino! ... ¡Reaccionario! ¡Lástima que no estés más bajo el día de la gorda!

Cuando llegó al depósito de mercancías, detúvose un momento a descansar. Se quitó la gorra, enjugose el sudor con las manos, y puesto a la sombra contempló todo el camino que acababa de atravesar. Aquello ardía. Y pensaba con terror en el regreso, cuesta arriba, jadeante, con el sol a plomo sobre la cabeza y arreando sin parar a las caballerías, abrumadas por el calor. No era grande la distancia de allí a su casa; pero aunque le dijeran que en la cochera le esperaba el mismo nuncio, no iba. ¡Qué había de ir!... Aun haciéndole bueno que con tal viajecito venía la gorda, lo pensaría antes de decidirse a subir la cuesta con aquella calor.

—¡Vaya! Menos historias, y a trabajar.

Y levantó la tapa del gran capazo de esparto atado a los varrales del carro, buscando su provisión de cuerdas. Pero su mano tropezó con unas cosas sedosas que se removían y sintió al mismo tiempo débiles arañazos en su callosa piel.

Los dedos gruesos hicieron presa y salió a luz, cogido del pescuezo, un cachorro blanco, con las patas extendidas, el rabo enroscado por los estremecimientos del miedo y lanzando su triste ñau, ñau, como quien pide misericordia.

La Loca, no contenta en convertir su patio en corral, se apoderaba del carro y metía la prole en el capazo para resguardarla del sol. ¿No era aquello abusar de la paciencia de un hombre?... Se acabó todo. Y abarcando en sus manazas a los cinco gatitos los arrojó en montón a sus pies. Iba aplastarlos a patadas; lo juraba, ¡votó a esto y lo de más allá! Iba a hacer una tortilla de gatos.

Y mientras soltaba sus juramentos sacaba de la faja su pañuelo de hierbas, lo extendía, colocaba sobre él aquel montón de pelos y maullidos, y, atando las cuatro puntas, echó a andar con el envoltorio, abandonando el carro.

Se lanzó a correr por aquel camino de fuego, aguantando el sol con la cabeza baja, jadeante y echándose a pecho la cuesta que minutos antes no querría subir, aunque se lo mandase el nuncio.

Algo terrible preparaba. La voluptuosidad del mal, era, sin duda, lo que le daba fuerzas. Tal vez buscaba subir alto, muy alto, para desde la cresta de un desmonte aplastar su carga de gatos. Pero se dirigió a su casa, y en la puerta le recibió la Loca con cabriolas de gozo, oliscando el hinchado pañuelo, que se estremecía con palpitaciones de vida.

—Toma, perdida -dijo, jadeante por el calor y el cansancio de la carrera-, aquí tienes tus granujas. Por esta vez, pase; te lo perdono, porque eres un animal y no sabes cómo las gasta Pepe el carretero. Pero otra vez..., ¡hum!, a la otra...

Y no pudiendo decir más palabras sin intercalar juramentos, el ogro volvió la espalda y fué corriendo en busca de su carro, otra vez cuesta abajo, echando demonios contra aquel sol enemigo de los pobres. Pero aunque el calor aumentaba, parecíale al pobre ogro que algo le había refrescado interiormente.

Vicente Blasco Ibáñez

jueves, 29 de diciembre de 2016

Comunicae (NOTA DE PRENSA): NUEVA 'EDICIÓN REVISADA' DEL LIBRO EL PASAJE DEL DIABLO



Nota de prensa publicada el día 27 de Diciembre de 2016 en la página web de noticias y comunicados de prensa COMUNICAE.ES (http://www.comunicae.es).

Para acceder haz clic en la imagen:


martes, 20 de diciembre de 2016

Sergio Llanes: EL OCASO DE LOS NORMIDONES (LAS LAGRIMAS DE GEA, VOL. 1)




El Ocaso de los Normidones es un libro de literatura fantástica del escritor Sergio Llanes, primer volumen de la saga Las Lágrimas de Gea.


Sinopsis:

Después de tres mil años bajo el dominio de la Dinastía Sforza, los cimientos del Imperio Auriano parecen tambalearse. La rebelión de Auvernia y la inquietante presencia de incursores bárbaros en las fronteras hacen temer lo peor.

El general Antonio Sforza, hijo primogénito del emperador Valentino III, es el elegido para poner fin a la resistencia de los auvernios y afrontar la campaña al mando de sus poderosas legiones.

Mientras tanto, el emperador apenas es capaz de conciliar el sueño. Recluido en su palacio de Majeria, bajo la protección de su inquebrantable guardia normidona, desconfía incluso del senado que preside su hermano Claudio.

La fuerza del imperio Auriano ha sido la llave para que el Mundo Antiguo continúe casi inmutable al paso del tiempo. La hegemonía de los Sforza ha perdurado demasiado y son muchos los que reclaman un cambio en el orden establecido. Pero esta decisión no sólo concierne a los hombres; seres olvidados se ocultan entre ambos mundos. Las cosas no siempre son lo que parecen en Auria.


Detalles de la novela:
  • Formato: Versión Kindle
  • Tamaño del archivo: 2234 KB
  • Longitud de impresión: 725
  • Uso simultáneo de dispositivos: Sin límite
  • Editor: Ediciones Dokusou (27 de agosto de 2016)
  • Vendido por: Amazon Media EU S.à r.l.
  • Idioma: Español
  • ASIN: B01L642S5I
  • Venta en Amazon

Mas información en:

martes, 13 de diciembre de 2016

RESEÑA DEL LIBRO 'EL PASAJE DEL DIABLO', EN EL BLOG EL ESCRITORIO DEL BÚHO


Reseña del libro de relatos cortos de terror El Pasaje del Diablo, en el blog literario El Escritorio del Búho de Thelma García.

Para acceder a la reseña haz clic en la imagen:





TRANSCRIPCIÓN DE LA RESEÑA:



El Pasaje del Diablo

Tapa blanda: 80 páginas
Editor: Createspace Independent Publishing Platform
Edicción: 1 (4 de mayo de 2015)
Idioma: Español
ISBN-10: 1511921455
ISBN-13: 978-151192145
DE VENTA EN: AMAZON


SINOPSIS:

Cuando los muertos y los monstruos acechan en las sombras: en las tétricas y oscuras callejuelas de los peligrosos suburbios, en los lúgubres y solitarios senderos de los tupidos bosques, y en las alcobas lóbregas y sombrías de las misteriosas mansiones; el terror ensombrece las almas inocentes y desprotegidas de los hombres, que vagan desconsoladas en el mundo de las tinieblas. El Pasaje del Diablo es un libro de terror, compuesto por diez relatos cortos que acontecen a lo largo del siglo XIX, donde los demonios atormentan a sus protagonistas, envenenando sus mentes, afligiendo sus corazones y pudriendo sus propias almas inmortales.


ACERCA DEL AUTOR:


Miguel Costa nació en Murcia (España) en 1975. Es amante de la Historia y desde muy joven aficionado a la lectura, sobre todo a la literatura fantástica, de terror y policíaca. Es seguidor empedernido de escritores como Stephen King, R.A. Salvatore, J.R.R. Tolkien o Edgar Allan Poe, entre otros. Es autor de la novela de fantasía épica Valesïa, perteneciente a la saga Los Señores del Edén, su primera obra publicada; Senderos Oscuros, un libro de versos considerado un Apéndice de Valesïa; El Pasaje del Diablo, un libro compuesto por diez relatos cortos de terror y Elinâ segunda parte de la saga Los Señores del Edén.


RESEÑA:

Hoy les traigo la reseña de un libro de pocas páginas pero buen contenido, siempre me han gustado los relatos de terror, y si éstos son narrados de una excelente manera mucho más. Es el caso de este libro, en el que Miguel Costa nos lleva a un oscuro mundo donde los monstruos no son parte de las pesadillas de sus protagonistas, sino de su realidad. 

Narrados en primera persona, con una prosa muy buena ambientada en el siglo XIX, el escritor nos lleva al encuentro de seres que han sido parte de leyendas y mitos. Diez relatos cortos que mantienen un suspenso muy bueno en su desarrollo; si bien no consiguen dar miedo en el estricto sentido, sí mantienen el interés en cada historia. 

Una noche oscura, un misterioso personaje que parece observar la vida nocturna de un pueblo sin mayor interés, una joven mujer que, sin saberlo, se convertirá en algo que nunca se imaginó, una seducción transformada en pesadilla en "El pasaje del diablo". 

Un viaje donde los personajes, apurados por llegar a su destino, no entenderán de razones para aplazar su partida, una noche de tormenta, un bosque misterioso, en "La Diligencia" sus pasajeros se verán acompañados del terror de ver por el camino a seres que les quitarán el sueño por mucho tiempo. 

Qué puede ser más fuerte que el dolor de la perdida de los seres queridos, la incapacidad de comprender su partida, donde el alcohol y el insomnio hacen de las suyas. Quizá a veces hay que desear que lo que se fue no vuelva, como bien descubrió el protagonista en "Las voces". 

Diez relatos donde vampiros, zombies, hombres lobo, fantasmas y un ambiente de época muy bien logrado, hacen de este un buen libro. 

Es una buena opción de lectura, en mi particular opinión, son de esas historias que se disfrutan a la luz de una hoguera en una noche oscura, que si bien no dan miedo, quizá consigan que alguno se gire disimuladamente sobre su hombro en más de una ocasión. 

Muy recomendable. 



***


Igualmente, la novela ha sido reseñada en Amazon.es:



¡Muchas gracias Thelma García!

viernes, 9 de diciembre de 2016

RESEÑA DEL LIBRO 'LA TABERNA, UNA LIBRETA PARA EL RECUERDO' DE VÍCTOR FERNÁNDEZ GARCÍA



La Taberna (Una libreta para el recuerdo) es un libro del escritor Víctor Fernández García; segundo volumen de la Saga Identidad.

Con una narrativa asombrosa y bastante compleja, de similar características al primer volumen de la saga, La Cabaña, el libro consta de prólogo, cinco capítulos, diferentes partes ‘anexos’ y un epílogo.

El autor vuelve de nuevo a transportarnos a un mundo sorprendente, donde la enfermedad maníaco-depresiva, la adversa bipolaridad, en unión del nefasto y tóxico alcohol, abaten la mente de Joel, el protagonista del relato; quien decididamente intenta encontrar una luz en las tenebrosas tinieblas de su cerebro.

En definitiva, nueva novela escrita magistralmente por el autor, de gran interés para aquellos que deseen conocer la enmarañada mente de quien sufre trastorno bipolar.

¡Enhorabuena Víctor!



  Calificación:


  Disponible en Amazon

  Blog del autor: http://ununiversoenpalabras.blogspot.com.es


Miguel Costa

viernes, 2 de diciembre de 2016

Edgar Allan Poe: LA CONVERSACIÓN DE EIROS Y CHARMION


La conversación de Eiros y Charmion es un relato de ciencia ficción del escritor norteamericano Edgar Allan Poe; uno más de los numerosos relatos y cuentos que componen el libro Narrativa Completa, y que se encuentra disponible en la plataforma de Internet Amazon.





La conversación de Eiros y Charmion


Eiros.-¿Por qué me llamas Eiros?

Charmion.-Así te llamarás desde ahora y para siempre. A tu vez, debes olvidar mi nombre terreno y llamarme Charmion.

Eiros.-¡Esto no es un sueño!

Charmion.-Ya no hay sueños entre nosotros; pero dejemos para después estos misterios. Me alegro de verte dueño de tu razón, y tal como si estuvieras vivo. El velo de la sombra se ha apartado ya de tus ojos. Ten ánimo y nada temas. Los días de sopor que te estaban asignados se han cumplido, y mañana te introduciré yo mismo en las alegrías y las maravillas de tu nueva existencia.

Eiros.-Es verdad, el sopor ha pasado. El extraño vértigo y la terrible oscuridad me han abandonado, y ya no oigo ese sonido enloquecedor, turbulento, horrible, semejante a «la voz de muchas aguas». Y sin embargo, Charmion, mis sentidos están perturbados por esta penetrante percepción de lo nuevo.

Charmion.-Eso cesará en pocos días, pero comprendo muy bien lo que sientes. Hace ya diez años terrestres que pasé por lo que pasas tú y, sin embargo, su recuerdo no me abandona. Empero ya has sufrido todo el dolor que sufrirás en Aidenn.

Eiros.-¿En Aidenn?

Charmion.-En Aidenn.

Eiros.-¡Oh, Dios! ¡Charmion, apiádate de mí! Me siento agobiado por la majestad de todas las cosas… de lo desconocido de pronto revelado… del Futuro, una conjetura fundida en el augusto y cierto Presente.

Charmion.-No te empeñes por ahora en pensar de esa manera. Mañana hablaremos de ello. Tu mente vacila, y encontrará alivio a su agitación en el ejercicio de los simples recuerdos. No mires alrededor, ni hacia adelante; mira hacia atrás. Ardo de ansiedad por conocer los detalles del prodigioso acontecer que te ha traído entre nosotros. Cuéntame. Hablemos de cosas familiares, en el viejo lenguaje familiar del mundo que tan espantosamente ha perecido.

Eiros.-¡Oh, sí, espantosamente! ¡Esto no es un sueño!

Charmion.-No hay más sueños. Eiros mío, ¿fui muy llorada?

Eiros.-¿Llorada, Charmion? ¡Oh, cuan llorada! Hasta aquella última hora cernióse sobre tu casa una nube de profunda pena y devota tristeza.

Charmion.-Y esa última hora… háblame de ella. Recuerda que, fuera del hecho en sí de la catástrofe, nada sé. Cuando abandoné la humanidad, entrando en la Noche a través de la Tumba, en ese período, si recuerdo bien, la calamidad que os abrumó era por completo insospechada. Cierto es que poco conocía yo la filosofía especulativa de entonces.

Eiros.-Como has dicho, aquella calamidad era enteramente insospechada, pero desgracias análogas habían dado a los astrónomos motivo de discusión. Apenas necesito decirte, amiga mía, que ya cuando nos dejaste los hombres coincidían en interpretar los pasajes de las muy santas escrituras que hablan de la destrucción final de todas las cosas por el fuego, como referidos solamente al globo terráqueo. Las especulaciones, empero, sobre la causa inmediata del fin, no llegaban a ninguna conclusión desde la época en que la ciencia astronómica había despojado a los cometas del terrible carácter incendiario que antes se les atribuía. Bien establecida se hallaba la escasa densidad de aquellos cuerpos celestes. Se los había observado pasar entre los satélites de Júpiter, sin que produjeran ninguna alteración sensible en las masas o las órbitas de aquellos planetas secundarios. Hacía mucho que considerábamos a esos errabundos como creaciones vaporosas de inconcebible tenuidad, incapaces de dañar nuestro macizo globo aun en el caso de un choque directo. No sentíamos temor alguno de un contacto, pues los elementos de todos los cometas eran perfectamente conocidos. Hacía muchos años que se consideraba inadmisible buscar entre ellos al agente de la destrucción por el fuego. Pero en aquellos días finales las conjeturas y las extravagantes fantasías abundaban singularmente entre los hombres, y aunque el temor sólo asaltaba a unos pocos ignorantes, el anuncio de un nuevo cometa formulado por los astrónomos fue recibido con no sé qué agitación y desconfianza generales.

Los elementos del extraño astro fueron inmediatamente calculados, y todos los observadores coincidieron en que su paso, en el perihelio, lo aproximaría mucho a la tierra. Dos o tres astrónomos de renombre secundario sostuvieron resueltamente que el choque era inevitable. Imposible expresar el efecto de esta noticia en las gentes. Durante unos pocos días no quisieron creer en una afirmación que su inteligencia, tanto tiempo aplicada a consideraciones mundanas, no podía aprehender de ninguna manera. Pero la verdad de un hecho de importancia vital se abre paso en el entendimiento del más estólido. Los hombres comprendieron finalmente que los astrónomos no mentían, y esperaron el cometa. Al principio su acercamiento no parecía muy rápido, y nada de insólito había en su aspecto. Era de un rojo oscuro, con una cola apenas perceptible. Durante siete u ocho días no advertimos ningún aumento en su diámetro aparente, y su color cambió muy poco. Entretanto los negocios ordinarios de la humanidad habían sido suspendidos y todos los intereses se concentraban en las discusiones científicas referentes a la naturaleza del cometa. Aun los más ignorantes forzaban sus indolentes inteligencias para entenderlas. Y los sabios consagraron entonces su intelecto, su alma, no ya a aliviar los temores o a sostener sus amadas teorías, sino a buscar la verdad, a buscarla desesperadamente. Gemían en procura del conocimiento perfecto. La verdad se alzó en toda la pureza de su fuerza y de su excelsa majestad, y los sensatos se inclinaron y adoraron.

La opinión según la cual nuestro globo o sus habitantes sufrirían daños materiales de resultas del temible contacto, perdía diariamente fuerza entre los sabios, y a éstos les era dado ahora gobernar la razón y la fantasía de la multitud. Se demostró que la densidad del núcleo del cometa era mucho menor que la de nuestro gas más raro; el inofensivo pasaje de un visitante similar entre los satélites de Júpiter era argüido como un ejemplo convincente, capaz de calmar los temores. Los teólogos, con un celo inflamado por el miedo, insistían en la profecía bíblica, explicándola al pueblo con una precisión y una simplicidad que jamás se había visto antes. La destrucción final de la tierra se operaría por intervención del fuego; así lo enseñaban con un brío que imponía convicción por doquier; y el que los cometas no fueran de naturaleza ígnea (como todos sabían ahora) constituía una verdad que liberaba en gran medida de las aprensiones sobre la gran calamidad predicha. Es de hacer notar que los prejuicios populares y los errores del vulgo concernientes a las pestes y a las guerras -errores que antes prevalecían a cada aparición de un cometa- eran ahora completamente desconocidos.

Como naciendo de un súbito movimiento convulsivo, la razón había destronado de golpe a la superstición. La más débil de las inteligencias extraía vigor del exceso de interés.

Los daños menores que pudieran resultar del contacto con el cometa eran tema de minuciosas discusiones. Los entendidos hablaban de ligeras perturbaciones geológicas, de probables alteraciones del clima y, por consiguiente, de la vegetación, aludiendo también a posibles influencias magnéticas y eléctricas. Muchos sostenían que los efectos no serían visibles ni apreciables. Y mientras las discusiones proseguían, su objeto se aproximaba gradualmente, aumentaba su diámetro y más brillante se volvía su color. La humanidad palidecía al verlo acercarse. Todas las actividades humanas estaban suspendidas.

La evolución de los sentimientos generales llegó a su culminación cuando el cometa hubo alcanzado por fin un tamaño que sobrepasaba toda aparición anterior. Desechando las últimas esperanzas de que los astrónomos se hubieran equivocado, los hombres sintieron la certidumbre del mal. Todo lo quimérico de sus terrores había desaparecido. El corazón de los más valientes de nuestra raza latía precipitadamente en su pecho. Y sin embargo bastaron pocos días para que aun esos sentimientos se fundieran en otros todavía más insoportables. Ya no podíamos aplicar a aquel extraño astro ninguna idea ordinaria. Sus atributos históricos habían desaparecido. Nos oprimía con una emoción espantosamente nueva. No lo veíamos como un fenómeno astronómico de los cielos, sino como un íncubo sobre nuestros corazones y una sombra sobre nuestros cerebros. Con inconcebible rapidez había tomado la apariencia de un gigantesco manto de llamas muy tenues extendido de un horizonte al otro.

Pasó otro día, y los hombres respiraron con mayor libertad. No cabía duda de que nos hallábamos bajo la influencia del cometa, y sin embargo vivíamos. Hasta sentimos una insólita agilidad corporal y mental. La extraordinaria tenuidad del objeto de nuestro terror era ya aparente, pues todos los cuerpos celestes se percibían a través de él. Entretanto nuestra vegetación se había alterado sensiblemente y, como ello nos había sido pronosticado, cobramos aún más fe en la previsión de los sabios. Un follaje lujurioso, completamente desconocido hasta entonces, se desató en todos los vegetales.

Pasó otro día más… y la calamidad no nos había dominado todavía. Era evidente que el núcleo del cometa chocaría con la tierra. Un espantoso cambio se había operado en los hombres, y la primera sensación de dolor fue la terrible señal para las lamentaciones y el espanto. Aquella primera sensación de dolor consistía en una rigurosa constricción del pecho y los pulmones, y una insoportable sequedad de la piel. Imposible negar que nuestra atmósfera estaba radicalmente afectada; su composición y las posibles modificaciones a que podía verse sujeta constituían ahora el tema de discusión. El resultado del examen produjo un estremecimiento eléctrico de terror en el corazón universal del hombre.

Se sabía desde hacía mucho que el aire que nos circundaba era un compuesto de oxígeno y nitrógeno, en proporción respectiva de veintiuno y setenta y nueve por ciento. El oxígeno, principio de la combustión y vehículo del calor, era absolutamente necesario para la vida animal, y constituía el agente más poderoso y enérgico en la naturaleza. El nitrógeno, por el contrario, era incapaz de mantener la vida animal y la combustión. Un exceso anómalo de oxígeno produciría, según estaba probado, una exaltación de los espíritus animales, tal como la habíamos sentido en esos días. Lo que provocaba el espanto era la extensión de esta idea hasta su límite. ¿Cuál sería el resultado de una extracción total del nitrógeno? Una combustión irresistible, devoradora, todopoderosa, inmediata: el cumplimiento total, en sus minuciosos y terribles detalles, de las llameantes y aterradoras anunciaciones de las profecías del Santo Libro.

¿Necesito pintarte, Charmion, el desencadenado frenesí de la humanidad? Aquella tenuidad del cometa que nos había inspirado previamente una esperanza era ahora la fuente de la más amarga desesperación. En su impalpable, gaseosa naturaleza percibíamos claramente la consumación del Destino. Y entretanto pasó otro día, llevándose con él la última sombra de la Esperanza. Jadeábamos en aquel aire rápidamente modificado. La sangre arterial batía tumultuosamente en sus estrechos canales. Un delirio furioso se había posesionado de todos los hombres y, con los brazos rígidamente tendidos hacia los cielos amenazantes, temblaban y clamaban. Pero el núcleo del destructor llegaba ya a nosotros; aun aquí, en el Aidenn, me estremezco al hablar. Déjame ser breve… breve como la destrucción que nos asoló. Durante un momento vimos una terrible, cárdena luz que penetraba en todas las cosas. Entonces… ¡inclinémonos Charmion, ante la sublime majestad de Dios el grande!, entonces se alzó un clamoroso y penetrante sonido, tal como si brotara de Su boca, y toda la masa de éter, dentro de la cual existíamos, reventó instantáneamente en algo como una intensa llama roja, cuya insuperable brillantez y abrasante calor no tienen nombre, ni siquiera entre los ángeles del alto cielo del conocimiento puro. Así acabó todo.

Edgar Allan Poe


 

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