Mig, como prácticamente todos los magos, era un buen jinete, pero Moïn se desorientó en su primer vuelo en dragón, como el pájaro que abandona el nido por primera vez.
Desde el enorme patio de armas del castillo Dragón de Galiun salieron cuatro emisarios montados en otros tantos hermosos dragones. La expedición estaba compuesta por el comandante Moïn, el mago Mig, un monje guerrero llamado Niak, con rango militar de cabo y amigo inseparable del comandante, y el consejero de Galiun y experto en diplomacia, Dísion, un hombre delgado y de ojos astutos.
Los galienses decidieron en consenso que sólo cuatro emisarios viajaran al Reino Securi. Los hombres no querían que su visita fuera malinterpretada como una amenaza por los fieros hombrecillos. El resto de los viajeros de la expedición, monjes guerreros y lobos, se hospedaron en un campamento militar a las afueras de la capital del norte del reino.
—A los securis no les agradan mucho las visitas —había dicho Ênon un día atrás—. Con vosotros bastará…
«¡No me agarres tan fuerte!», protestó la dragona Edhira, «me haces daño en el cuello».
La dragona era de color verde.
—Perdona —se excusó Moïn, aflojando las riendas. El monje guerrero, como casi todos los miembros de su orden, podía transmitirse telepáticamente.
«Disfruta del viaje, será corto».
—De acuerdo.
«Y no te preocupes, estás bien sujeto a la silla y no puedes caerte», dijo Edhira.
Luego remontó el vuelo con rapidez, y a Moïn le pareció que llegarían a las estrellas. El aire era frío, pero agradable, y compensaba con el sol abrasador.
El comandante miró hacia abajo y vio que Galiun ya sólo era un punto en el paisaje. La cabeza le dio vueltas y se sintió un poco mareado, pero le hizo caso a la dragona, se relajó y empezó a disfrutar del vuelo.
—Estamos muy altos —dijo el comandante.
«Tenemos que subir aún más», informó Edhira. «Si notas que te cuesta respirar, me lo dices».
—De acuerdo —repitió.
A su derecha apareció de repente Mig en otro dragón de color rojo y más allá Dísion, en uno azul, y a su izquierda Niak, en uno amarillo. El cabo lo estaba pasando tan mal como su comandante. En cambio, el mago, con una sonrisa en la boca, saludó con la mano. Moïn hizo lo mismo, pero enseguida volvió a sujetar las riendas con las dos manos.
«Es más fácil volar en paralelo», explicó la dragona. «Es raro que nos desorientemos, pero si por casualidad alguno se despista, retornará el vuelo gracias a los otros dragones. En cambio, si volamos en fila y se extravía el primero, los demás le seguirán hasta un lugar erróneo».
«Desde aquí se ve todo diferente».
«La primera vez siempre es más difícil, pero luego uno se acostumbra».
«¿Llevas mucho tiempo volando?».
«Desde que tenía seis meses de edad», dijo Edhira. «Y tengo ya más de trescientos años. Así que tengo bastante experiencia. No te preocupes», repitió.
Moïn acarició el cuello de escamas verdes de la dragona y comprobó que eran duras como piedras.
«Qué animal tan estupendo», pensó.
—¿Conoces a los securis? —preguntó.
«Sólo los he visto en algunas ocasiones caminando por las montañas, pero nunca he hablado con ninguno. Casi nunca abandonan su reino bajo la tierra».
«Esperemos que ahora nos escuchen y sí lo hagan».
«Por supuesto».
«Por el bien de todo el reino».
«Los dragones que conozco y que han hablado con ellos, dicen que son buena gente».
«Nos harán falta para vencer a los tarkos».
«Claro».
El monje guerrero, años atrás, había luchado en Bastión, como la mayoría de los caballeros têlmarios. Desde los altos torreones del Castillo Fortaleza, y desde la misma torre central del castillo observaba a los lûctos, que volaban en el cielo horripilante del Reino Oscuro.
—¿Tienen alguna relación con vosotros los dragones negros? —preguntó con interés.
«¿Los lûctos? No, ninguna», dijo la dragona. «¡Qué asco! Ellos a nuestros ojos son lo mismo que los tarkos a los tuyos. Monstruos que siempre han vivido bajo la influencia del mal». Luego explicó: «Droun, el Señor del Fuego, nos creó a nosotros; y Nedesïon, el Señor de las Tinieblas, a ellos. Aunque todos seamos dragones, somos muy diferentes».
Siguieron conversando gratamente hasta que aparecieron los picos altos de los Montes de la Niebla, que como su nombre indicaba estaban cubiertos por una neblina espesa. Bajaron un poco de altura y, por momentos, Moïn no vio nada más que la niebla blanca. Notó su humedad y sintió frío en los huesos. Después bajaron más y pudo ver bien las montañas, que se extendían como gigantes, más allá de donde alcanzaba su vista.
«Ya estamos llegando», anunció Edhira.
—El viaje ha sido corto —dijo Moïn.
«Ya te lo había advertido. El próximo que hagas conmigo te gustará más».
—Volveremos a Galiun a pie, y si tenemos suerte con miles de securis con nosotros.
«Pero hay más días».
—Lo tendré en cuenta —dijo con una sonrisa dibujada en su rostro.
«Te estaré esperando, un dragón nunca olvida una promesa».
Luego viraron un poco hacia el este y se prepararon para el aterrizaje.
Descendieron hasta una gran explanada que había en la ladera de una de los cientos de montañas que integraban los Montes de la Niebla, situada en la zona media entre la fría cumbre y el bajo pie.
Al llegar al suelo, el aleteo de la dragona provocó una lluvia de arena y polvo, y Moïn tuvo que taparse la cara con las manos. Cuando paró las alas, el monje guerrero desabrochó los correajes de la silla, se tiró al suelo y cogió su alforja.
—Gracias por el viaje —dijo a Edhira.
«Espero que tengáis suerte».
—Gracias —repitió.
«Dísion os guiará hasta los securis».
Moïn volvió a acariciar el cuello de la dragona.
—Adiós —dijo, y miró atrás.
Todos sus compañeros lo esperaban.
«Hasta pronto», se despidió Edhira y empezó a dar fuertes aleteos.
Moïn corrió y, cuando llegó al grupo, los dragones ya surcaban el cielo.
—Vamos —dijo Dísion—. A un día de viaje llegaremos a Secüis, la primera ciudad securi.
Comieron unos trozos de carne seca con pan y continuaron la marcha. Descendieron por un sendero peligroso y luego subieron por la ladera del otro lado de la montaña.
Donde se hallaban no había nieve, pero las cumbres estaban blancas y hacía mucho frío.
—¿Tenemos que llegar hasta la cima? —preguntó Mig, mirando hacia arriba.
—No —respondió Dísion—. Un poco más allá —señaló un pico blanco—, hay una cueva que cruza a la otra montaña. —Los tres hombres observaron la inmensa mole de piedra—. Ése es nuestro destino.
—Está lejos —dijo Niak.
—Por la cueva atajaremos.
—¿Cómo encontraremos a los securis? —preguntó Niak.
—No los encontraremos. —Sus compañeros le miraron—. Nos encontrarán ellos.
Llegaron a la cueva cuando el sol se ponía en el horizonte y decidieron pasar allí la noche, resguardados del frío insoportable de la madrugada.
A la mañana siguiente encendieron las antorchas que llevaba Dísion y se adentraron en la gruta, que era larga y ancha.
—Es muy grande —dijo Moïn.
—Es sólo un aperitivo de lo que veremos —contestó el consejero de Galiun.
Llegaron al final y salieron al exterior. En la otra punta de la cueva continuaron por el sendero, que volvía a elevarse bastante.
—¡Maldito camino! —exclamó Niak.
—Ya queda poco —dijo el guía, y siguieron subiendo durante más de media hora.
—¡Eh!, ¿y el camino? —preguntó de repente Mig.
Desde donde estaban parecía que el sendero terminaba en un precipicio.
—Ya estamos —anunció Dísion.
Y cuando llegaron a lo alto apareció un valle amplio y hermoso. Un impresionante río caía en una pendiente vertical hasta un lago. ¡La catarata mediría más de cien metros!
—Es fantástico —dijo Moïn, secándose el sudor de la cara.
—Yo nunca he pasado de aquí —reconoció el consejero.
El camino continuaba por el otro saliente. Prosiguieron la marcha y tardaron mucho en descender hasta una zona más baja y segura.
—Llevad cuidado donde pisáis —advirtió Dísion—. Las rocas son resbaladizas.
Al final llegaron abajo y el lago ya estaba cerca cuando vieron a los securis. Los hombrecillos los rodearon sin que se dieran cuenta.
—¿Cuántos serán? —preguntó el mago.
—Más de doscientos —dijo Niak.
—Muchos más. —Dísion miró a Moïn—. No los ofendas, comandante —le advirtió el consejero—. Estamos en su reino.
—No te preocupes.
Los securis estaban ya muy cerca. Moïn se percató que llevaban hachas y martillos de guerra colgados en el cinto o en la espalda. Eran hombrecillos de un metro de altura, con barbas largas, narices redondas y rostros serios.
—¡Saludos! —dijo el monje guerrero en voz alta—. Soy el comandante superior, el Gran Maestre de los caballeros têlmarios del Reino de Castrum. Mi nombre es Moïn, hijo de Môthen, y soy emisario del rey Rodrian. Vengo de la ciudad de Tolen, con el mago Mig y mi subordinado y amigo Niak. Él es Dísion, consejero de Galiun.
Varios securis se adelantaron.
—Venimos para hablar con el rey Efferûs —dijo el monje guerrero, ahora en voz más baja.
—¡Bienvenidos! —dijo uno de los securis en lengua común, pero con fuerte acento—. Soy Erikkêin, gobernador de Secüis. Primero hablaréis conmigo y yo decidiré después.
—Como ordenéis, gobernador.
—Seguidnos, somos un pueblo amigo de los hombres.
Luego se pusieron en marcha y llegaron hasta una gran puerta tallada en la misma montaña, casi invisible en el paisaje. La puerta se abrió sin hacer el menor ruido y entraron en una cueva amplia que los llevaría hasta las profundidades de la tierra.