—Eînus aleis —susurró la bella, pero malvada enâi Sirinea.
Apareció la puerta mágica, la cruzaron sin perder tiempo y llegaron al enorme salón del Castillo Tiniebla de la ciudad de Morium. Ariûm contempló, embelesado, su trono de calaveras.
Los guardias apoyaron el puño cerrado de la mano derecha en el pecho, saludando militarmente.
—A sus órdenes, majestad —afirmaron todos, al unísono.
—Añoro este trono —dijo el rey, ignorándolos.
—Ahora eres rey de reinos, mi señor —insistió la enâi.
Ariûm asintió con la cabeza. Luego permaneció en silencio, pensativo. Detestaba el trono del Castillo del Sol, aunque sabía que era necesario permanecer en Enesïa hasta que sus tropas conquistaran todo el reino.
—No queda tiempo —dijo Sirinea—. Vayamos.
—Sí, querida.
Se pusieron otra vez en marcha y pronto llegaron a un pasillo oscuro y tétrico vigilado principalmente por soldados tarkos, aunque también había algunos minotauros.
—¿Dónde están los clérigos? —preguntó el rey a uno de los guardias que ostentaba el rango de sargento según las divisas que ostentaba en las mangas de su uniforme.
—Les esperan en la cripta, majestad —dijo el monstruo, saludando también de manera militar.
Llegaron a una escalera y bajaron al piso inferior para volver a retornar a otro pasillo aún más siniestro. Cuando llegaron a la cripta, encontraron a numerosos guardias que vigilaban la puerta de entrada.
—A sus órdenes, majestad —dijeron los monstruos, saludando con el puño, como ya habían hecho antes sus camaradas.
La puerta se abrió desde dentro y apareció Trûn, el capitán de la Guardia Oscura.
—Entrad, majestad —dijo.
Los monstruos se apartaron y el rey y la enâi entraron en las estancias oscuras.
—Me alegra verte, Trûn —reconoció Ariûm a su fiel capitán.
—Y a mí también, majestad —respondió el monstruo con sinceridad.
—Bienvenido, mi señor —dijo el gran brujo Enis, el superior de todas las órdenes de dîrus del reino.
Siete días atrás, Sirinea había anunciado que Nedesïon les enviaría ayuda. La enâi creó la puerta mágica en el Castillo del Sol, y Enis y sus ayudantes la cruzaron y comenzaron con los preparativos para el ritual que celebrarían en el Castillo Tiniebla.
—Mi señora enâi —siguió diciendo el gran dîrus, y besó el anillo grande y negro que llevaba Sirinea en el dedo anular de su mano derecha, donde había tallada la forma de una calavera—, estáis más bella que nunca.
La enâi sonrió maliciosamente.
—¿Está todo preparado? —preguntó.
—Sí, mi señora —dijo Enis, asintiendo con la cabeza.
—Muy bien.
Ariûm miró a su alrededor y comprobó satisfecho que el brujo decía la verdad.
—¡Perfecto! —exclamó.
La cripta era parecida a una gran caverna, pero con paredes lisas y redondeadas que terminaban en un techo alto. En el centro estaba el altar. Miles de velas encendidas iluminaban la bóveda, pero su luz tenue apenas aplacaba las sombras. El lugar era siniestro. Allí los cánticos y los rezos a Nedesïon habían condenado hasta la última piedra.
—Que empiece la ceremonia —ordenó Sirinea sin más.
Las brujas empezaron a cantar cada vez más fuerte, envolviéndolo todo con su sortilegio.
De pronto se abrió la puerta y entraron tres tarkkeeum enormes con un tarko engrilletado que se resistía con desesperación. Detrás de ellos iban más monstruos, pero esta vez arrastraban a un gran minotauro que habían encadenado por el cuello, las piernas y los brazos.
El prisionero tarko empezó a gritar y los tarkkeeum lo golpearon fuertemente sin piedad. En cambio, el minotauro, que era mucho más fuerte, arremetió contra un guardia que salió despedido y quedó inconsciente. Sus carceleros fueron más contundentes, lo inmovilizaron y lo arrastraron a la fuerza mientras le gritaban como salvajes.
Los guardias dejaron a los prisioneros en el centro de la cripta, junto al altar, de rodillas en el suelo y fuertemente sujetos, y los dîrus los rodearon.
—Eskun tukesok Nedessom Mokdeekom —dijo Sirinea, alzando la voz por encima del canto de las brujas.
Los condenados entraron en trance inmediatamente, y se les pusieron los ojos en blanco. Un tarkkeeum desenfundó un cuchillo largo que llevaba en el cinto y se acercó a los reos. Acabó el breve sortilegio y el tarko condenado, ya consciente de lo que iba a ocurrir, reaccionó de golpe al ver el arma blanca de su verdugo y comenzó a suplicar por su vida mientras lloraba, pero a nadie le importaban sus lamentos.
El tarkkeeum le hizo una profunda herida en el pecho y la sangre negra empezó a caer al suelo. El tarko gritó de dolor y en sus ojos apareció una mirada de terror. Después el guardián dio la vuelta y se acercó al prisionero por la espalda, lo inmovilizó con el brazo izquierdo y los otros tarkkeeum que lo sujetaban se retiraron. El tarko no paró de chillar hasta que su verdugo empezó a rebanarle la garganta y un río de sangre brotó al suelo. El tarkkeeum siguió seccionando con fuertes cortes hasta que le arrancó por completo la cabeza. El cuerpo cayó al suelo. El verdugo levantó la cabeza y la dejó encima del cuerpo.
En ese momento el minotauro estaba enloquecido. El animal, medio humano y medio toro, intentó escapar en vano. El verdugo se aproximó al monstruo y actuó de la misma forma que había empleado con el tarko, pero esta vez necesitó la ayuda de sus compañeros. El minotauro era mucho más fuerte que el monstruo decapitado.
Le cortaron con cuchillos y le pincharon con punzones por muchas partes de su cuerpo: en el pecho, en los brazos y en las piernas, y hasta en la cara. Le seccionaron un ojo, los dos pies y las dos manos.
El desgraciado animal estaba agotado. Seguían sonando los alaridos y los sonidos de sufrimiento cuando el verdugo empezó a seccionarle el cuello. Se resistió más que el tarko, pero su final fue el mismo, aunque soportó muchísimo más dolor. Un dolor innecesario que no merecía ni siquiera un ser de su estirpe.
Cuando el tarkkeeum le seccionó la garganta, terminó ese dolor.
Ariûm miraba con atención el ritual. Con la sangre de las víctimas hicieron un círculo en el suelo, y dentro de éste trazaron una estrella de cinco puntas y escribieron varias runas sagradas en su interior.
—Uilkosniom Nedessom Mokdeekom —dijo Sirinea, levantando los brazos.
Las brujas cantaban, poseídas, y la enâi ordenó que elevaran la voz.
En el interior del círculo surgió una luz extraña y empezó a formarse una puerta mágica, pero diferente a la que utilizaban de manera habitual Ariûm y Sirinea; esta puerta era más grande y tenía mucho más poder.
Se oyeron gritos horribles, como chillidos agudos, que hicieron recular un poco a los brujos y a los tarkkeeum, pero Sirinea permaneció impasible y siguió murmurando en el idioma de las tinieblas; ese idioma que sólo conocían las criaturas del Reino de Nedesïon, del Averno.
Ariûm miró hacia la puerta mágica y vislumbró una sombra fugaz que hizo estremecer a los brujos y a los monstruos. La invocación era potente. Nedesïon había escuchado sus plegarias y se comprometía a enviarle ayuda del inframundo.
Sirinea desplegó las alas y le cambió su rostro. Sus ojos se volvieron rojos y en su boca aparecieron unos colmillos blancos y largos, y algunos brujos retrocedieron llenos de temor.
Entonces apareció el primer guznai, ocultando su rostro de muerte bajo la capucha negra, y después le siguieron sus otros tres camaradas.
—Ai toksit, Sirinea —dijo el guznai con una escalofriante voz carente de vida, inclinando la cabeza.
—Ai toksit —añadió la enâi—. Keor tetku ermodeakioter.
El monstruo no vivo giró lentamente la cabeza y miró la cripta. Detrás de él estaban sus tres compañeros y detrás de éstos, sus caballos fantasmas, tan muertos como sus amos los guznai. Luego se cerró la puerta mágica y desapareció.
—Majestad —llamó la enâi—. Acércate, mi señor.
El rey avanzó con paso decidido.
«¿Cómo estás?».
«Recuerda que son inferiores a ti», le transmitió Dolor en la cabeza de Ariûm: «No muestres temor. Tú eres el rey oscuro».
«Sí», reconoció el monarca.
—Mi señor Ariûm —dijo el guznai con la voz muerta—. Mi nombre es Ekuu, jefe guznai de nuestro señor Nedesïon.
—Bienvenido al mundo material —añadió el rey con cautela—. Bienvenidos a todos —miró a los otros guznai, pero no distinguió sus rostros porque los ocultaban bajo las capuchas.
—Sólo debemos obediencia a ti y a la enâi Sirinea —dijo Ekuu.
Ariûm movió la cabeza con un gesto de aprobación.
—Sabemos cuál es nuestra misión —continuó diciendo el no vivo—. Cuando la cumplamos, nos marcharemos a nuestro mundo, al cual correspondemos.
—Doy gracias a Nuestro Señor por escuchar mis plegarias —indicó el rey.
—Nuestro señor Nedesïon confía en ti —dijo el guznai.
—Por supuesto, Ekuu —terció Sirinea.
Su rostro había vuelto a la normalidad, pero su voz sonaba con la misma autoridad de siempre. Era la voz de una enâi de las tinieblas, un vástago de Nedesïon.
Ekuu asintió. Luego volvió a echar una ligera mirada a la cripta.
—Vámonos —ordenó a sus compañeros malditos.
El guznai murmuró dos palabras, levantó el brazo derecho y formó otra puerta mágica, pero diferente de la que habían venido del abismo.
Los no vivos se pusieron en marcha, pero antes de traspasar la puerta, una bruja jovencísima se arrastró a los pies de Ekuu.
—Alabados seáis, Grandes Señores —dijo en voz alta y levantando el rostro hacia el monstruo no vivo.
—¡Aparta, bruja! —advirtió Ekuu con desprecio.
—Alabado sea Nedesïon, nuestro señor —continuó la dîrus, totalmente poseída por el fanatismo, omitiendo la orden del guznai.
Ekuu introdujo la mano en su hábito oscuro y sacó una espada afilada. La dîrus ni siquiera reparó en ello y siguió con la misma aptitud, extasiada y enalteciendo a los guznai y a los demonios del Averno.
—Alabados seáis, Grandes Señores —repetía una y otra vez—. Alabado sea Nedesïon, nuestro señor. Alabados…
Con un único movimiento de espada, el guznai partió el cráneo de la bruja, que quedó abierto en dos por su parte superior, como si fuera una manzana. Un río de sangre lo tiñó todo de rojo y los sesos blancos cayeron al suelo.
—Vámonos —repitió el guznai a sus compañeros.
Y cruzaron la puerta mágica.