Éste es el capítulo octavo de la segunda parte de Valesïa (Oscuridad):
8
«¡Más deprisa!», insistió el mago Nisus a Áquian, hijo de Aquénion, el señor de las águilas del sur.
Nisus era un gran jinete de rapaces y Áquian, una sorprendente águila como pocas en el reino.
Habían patrullado durante cuatro días por los campos amplios al sur de Puerto Frío, entre la costa del mar del Oeste y el sombrío Bosque Silencioso.
En los Montes Altos, antes de llegar a Puerto Grande, vieron a los primeros monstruos. Las bestias se iban extendiendo rápidamente por todas las tierras, llevando consigo la muerte. Destruyendo pueblos y pequeñas aldeas, y quemando cosechas y granjas abandonadas.
Los monstruos rastrearon las guaridas ocultas de los humanos, y asesinaron —salvajemente y sin piedad— a los que descubrieron. Esos humanos desoyeron a los caudillos y se negaron a viajar al norte.
En una aldea, cerca del Bosque Silencioso, los hombres improvisaron una muralla pequeña alrededor de las viviendas. Resistieron una primera investida de los monstruos, pero al final los gigantes consiguieron derribar el muro a base de golpes violentos. Los tarkos desollaron a todos los humanos —incluyendo mujeres y niños, por supuesto— entre los gritos de horror de los que esperaban su turno para morir, y finalmente se dieron un buen banquete.
Puerto Grande fue pasto de las llamas, como Coren, Sagur y Puesto del Este.
«Lo han invadido todo», dijo Áquian con tristeza, en el segundo día de viaje.
«Cierto», respondió el mago, también apenado.
El ejército oscuro ya regía en ocho de las once grandes ciudades de Castrum.
En Zurion, los monstruos arrasaron la ciudad, y los hombres fueron exterminados. En Mür, en cambio, los hombres lucharon con atrevimiento, murieron muy pocos legionarios, pero los monstruos conquistaron la región con facilidad, como era previsible.
En las otras ciudades: Bastión, Tolen, Puerto Grande, Coren, Sagur y Puerto del Este, los esbirros de Ariûm se encontraron con seis enormes burgos vacíos. Los monstruos saquearon las viviendas, destruyeron monumentos y quemaron templos y grandes catedrales.
«¡No podrán alcanzarnos!», exclamó Áquian, seguro de sí mismo. Nisus no lo estaba tanto.
Áquian empezó a aletear más rápido, aunque para el mago aún volaba demasiado lento.
«¿Cuánto queda para llegar?», preguntó, nervioso.
«No más de quince minutos», dijo el águila. «Detrás de aquellas nubes estaremos a salvo».
Las nubes todavía se veían lejos. Demasiado para el gusto del mago, que sentía la muerte pegada a su nuca y un escalofrío que le recorría todo el cuerpo.
Pasaron lentamente los minutos, tanto que el tiempo pareció detenerse, y Nisus ya no estuvo seguro de que pudieran conseguirlo. Las manos le sudaban bajo los guantes y su corazón le palpitaba fuerte en el pecho.
Áquian era un ser superior, un animal mágico, más poderoso que cualquier hombre, y descubrió la inquietud que atormentaba a su jinete.
No era la primera vez que volaba con el mago, y ya antes de la invasión del ejército oscuro habían volado muchas veces juntos. Nisus, el mago de Bastión, era viejo amigo suyo.
«Llegaremos a tiempo, no te preocupes», dijo otra vez el águila.
«Que los dioses te oigan», suplicó Nisus.
«Ya sabes que Aquesïon siempre oye mis plegarias: él me guía en el cielo».
Nisus asintió, sin darse cuenta de que el águila no vería aquel gesto. Áquian siguió aleteando sin más.
Luego el mago miró otra vez hacia el sur, aunque sabía que lo que vería sería monstruoso: miles de horribles lûctos volaban detrás de ellos, abriendo y cerrando sus feas fauces. Montados en sus dorsos y sujetados en sillas brunas viajaban los malvados dîrus, los brujos y brujas del Reino Oscuro. Aquella temible y poderosa estirpe del sur, tan diferente, pero a veces tan extrañamente familiar a los mismos magos humanos y hasta a los propios auris.
La persecución duraba ya casi una hora.
Pasó más tiempo y, cuando estaban llegando a su destino, un lûcto se adelantó a sus compañeros.
El dragón negro voló muy rápido hacia Áquian, y Nesus lo vio de reojo.
«¡Áquian, cuidado!», advirtió el mago.
El dîrus lanzó un rayo paralizante, pero el águila lo esquivó en el último segundo. Luego cruzó las nubes y voló en picado hacia el suelo, seguido de cerca del insistente y horroroso lûcto.
A una velocidad de vértigo, Nisus escuchó un quejido explosivo. Pensó que Áquian, su inseparable amigo alado, se encontraba herido y que llegaba el final para los dos.
—¡No! —gritó, pero su voz se perdió en el aire.
De repente, la rapaz fue frenándose —ya no caían— y el mago levantó la cabeza ligeramente, y para su sorpresa vio cientos de águilas a su alrededor. Los magos atacaron con rayos al lûcto. El brujo gritó aterrado, y el dragón negro se precipitó muerto al suelo, a gran velocidad.
Los demás lûctos, coléricos, quisieron combatir, pero los dîrus los obligaron a dar media vuelta y a retroceder. No eran el lugar ni el momento para luchar.
«¡Bendito sea tu señor Aquesïon!», dijo el mago con una sonrisa en los labios.
«Alabado sea», sentenció Áquian.
Luego volaron con más tranquilidad rodeados de camaradas.
Y ante ellos apareció la ciudad, y pronto llegaron a Puerto Frío.
Valesïa
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2013-2014
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