Valesïa: Primera Parte "Invasión", Capítulo 4
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Ariûm conservaba la belleza innata de la estirpe auri, aunque su alma había cambiado por completo. Nedesïon, el Señor de las Tinieblas, le había concedido una inmortalidad que no le correspondía por nacimiento, y lo había transformado en un ser siniestro y cruel. Su mirada era temible y sus ojos, oscuros y despiadados. Ahora también era mucho más alto y, por supuesto, más fuerte, como un «demonio terrenal».
Sentado en su trono lúgubre del castillo Tiniebla de Morium, con cientos de calaveras a sus pies, contempló cómo dos miembros de la Guardia Oscura se acercaron mientras arrastraban a la fuerza a un tarko, encadenado y engrilletado.
Los guardias, cuando se encontraban cerca del rey, obligaron al cautivo a arrodillarse, y luego ellos hicieron lo mismo. Al final, uno se incorporó y se dirigió hacia su señor.
—Majestad —dijo con voz ronca el tarko Trûn, capitán de la Guardia Oscura, saludando con el puño e inclinando la cabeza en señal de obediencia—. Traemos a un desertor que capturamos cuando huía de Sombra a los desiertos del sur.
El rey miró al prisionero, que enseguida bajó la cabeza y empezó a temblar de miedo.
—Dame una explicación —exigió el rey con voz inhumana, a sabiendas que los tarkos eran propensos a tales actos.
El monstruo titubeó y empezó a gemir. Su rostro porcino se transformó en horrendo y su mirada se llenó de terror, de pánico.
—Pido perdón, mi rey —dijo con la mirada clavada en el suelo.
—¡Levanta la cabeza, bastardo! —ordenó Trikön, el otro miembro de la guardia, con empleo militar de sargento.
El prisionero no paró de temblar y volvió a pedir clemencia sin levantar la cabeza. El guardián le golpeó fuertemente en el pecho y el monstruo se retorció de dolor.
—¡Mira al rey a los ojos, cobarde! —exclamó Trûn—. ¡O te arrancaré la lengua ahora mismo, escoria!
—Traedlo aquí —ordenó el rey.
Los guardias lo arrastraron hacia el trono y el rey se levantó.
—Mírame —ordenó otra vez Ariûm.
El salón principal del castillo Tiniebla estaba repleto de súbditos y siervos. Había muchos militares tarkos, cabos y sargentos, capitanes y comandantes y varios generales; siete grandes dîrus y multitud de brujos y brujas de inferior jerarquía. También se encontraba Sirinea, una enâi. Tan bella envuelta en su vestido de color carmesí y con sus impresionantes alas negras en los hombros, desentonaba en el lugar lleno de monstruos, pero nadie la superaba en malicia. La enâi era un ángel del infierno que residía en el Averno del Señor de las Tinieblas. Había llegado ese mismo día a través de una puerta mágica y Ariûm, por supuesto, se alegró al verla.
El rey conocía a Sirinea desde hacía más de mil años y, tal como había ocurrido el día de su primer encuentro, quedó hechizado con su hermosura nada más verla cruzar la puerta mágica.
—¡He dicho que me mires! —repitió el soberano, disgustado.
El prisionero fue levantando la cabeza lentamente hasta que sus ojos se toparon con los del monarca. Aumentó su terror, se orinó encima y le sudaron el rostro y las manos. Los ojos del rey eran negros, fríos y estaban llenos de odio y maldad.
Se oyeron algunas risas malévolas y los súbditos empezaron a disfrutar con el espectáculo.
—¿Qué tienes que decir en tu defensa? —preguntó Ariûm.
El monstruo volvió a pedir perdón una tercera vez, pero esta vez habló tan deprisa que no se le entendió bien y tartamudeó.
—Pi… pido per… perdón, mi… mi… se… señor —farfulló la criatura, lastimosamente.
El rey se burló y se oyeron más risas y algunos tarkos empezaron a relamerse los labios y a mirar con ojos asesinos al prisionero.
Los ojos del monarca relucieron en la penumbra de la sala sombría.
—Reconoce que eres un desertor —dijo con tono imperativo.
El tarko asintió, despacio, y volvió a agachar la cabeza. Después, un sonido metálico, infernal, le atormentó la mente y le obligó a levantar el rostro para que viera lo que iba a pasar a continuación: el rey oscuro tocó el pomo en forma de calavera de su espada y después agarró el puño. El prisionero estaba paralizado y aterrado.
Una luz verde oscura envolvió la espada y de los labios de Ariûm surgió una leve sonrisa siniestra.
—¡Nooo, mi… mi… señor! —exclamó el desgraciado.
Pero en una fracción de segundo, el rey desempuñó a Dolor y con un solo movimiento le cortó la cabeza con tanta facilidad como si hubiera cortado papel. El cráneo rodó y el cuerpo cayó al suelo, que quedó cubierto de sangre del monstruo. Sangre negra como la oscuridad.
—Un cobarde menos —dijo el monarca con malicia, mirando a los presentes, y todos bajaron la mirada, excepto la enâi.
Después, los guardias se llevaron el cadáver del tarko a la cocina del castillo, donde le despojaron de sus ropas y descuartizaron el cuerpo, que serviría de alimento para los monstruos. En cambio, la cabeza quedó junto a las demás calaveras. Varias cornejas empezaron a picotearla, le arrancaron los ojos y en cuestión de pocos minutos despedazaron la piel sin piedad.
Ariûm miró a Sirinea.
—Sigamos con los temas del Consejo —dijo mientras Sirinea asentía—. ¿Qué noticias nos traes de nuestro señor Nedesïon, mi bella enâi?
Sirinea anunció dos noticias importantes.
La primera llenó de júbilo la gran estancia: Nedesïon, el Señor de las Tinieblas, daba el consentimiento a Ariûm y lo autorizaba para invadir la actual Castrum. Sus ejércitos estaban preparados y derrotarían a Bastión para extenderse seguidamente por todo el reino como una plaga infalible. La larga espera del rey había terminado. Ahora contaba con el apoyo y la confianza de su señor y eso lo enorgulleció.
La segunda noticia se la participó en privado en sus aposentos y no fue bien acogida por el monarca, y la preocupación ensombreció su rostro.
—Herénia —dijo con voz apagada—. ¡Maldición!
—Hay que encontrarla —insistió la enâi—. Sabemos que la reina Enëriel la conservó hasta su muerte, pero nunca fue empuñada por su hijo Enïel…
—Yo mismo la fundiré en los hornos de este castillo —se adelantó Ariûm sin escuchar a Sirinea. Sus ojos desprendían rencor.
—… por tanto no la heredó Elïnor, el hijo de Enïel, y menos aún Elïn. ¿Estáis escuchándome, mi rey?
El rey movió la cabeza, razonó durante unos segundos y comprendió lo que le quería decir la enâi.
—Eso significa que aún está en Enesïa —afirmó.
—Sí. Nunca salió del reino —explicó Sirinea—. Si estuviera en el Bosque Eterno sería un gran problema; estaría oculta con la magia auri. Tampoco la llevaron los auris que se marcharon por el mar del Oeste.
—¿Y cómo sabes eso?
—Herénia es un arma muy poderosa, y nuestro señor percibe ese poder en el reino.
—¿Y si, hipotéticamente, está en el Bosque Eterno? —preguntó Ariûm.
—Sería imposible recuperarla.
—¿Sabes dónde se encuentra?
—No —admitió secamente la enâi y se calló por unos instantes mientras lo miraba fijamente a los ojos con deseo—, eso tendremos que averiguarlo nosotros. Nedesïon desconoce el lugar exacto.
—Hay que encontrarla como sea —sentenció Ariûm, y por primera vez en muchos siglos su voz sonó con una pizca de temor.
La enâi lo acarició con sus uñas largas y negras, que recorrieron su espalda desnuda.
—La encontraremos, mi rey —dijo con malicia.
Luego le besó el cuello mientras se desnudaba muy despacio.
Valesïa
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2013-2014
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