viernes, 7 de noviembre de 2014

Robert Browning: CHILDE ROLAND A LA TORRE OSCURA LLEGÓ




I
Mi primer pensamiento fue que mentía en cada palabra,
aquel tullido canoso de mirada ladina
que observaba con recelo el efecto de su mentira
en la mía, y su boca apenas ocultaba
el júbilo, que fruncía y perfilaba
su comisuras, por haberse hecho con una nueva víctima.

II
¿Para qué si no tendría listo su cayado?
¿Para qué, salvo para abordar con sus mentiras y atraer
a todo viajero que en esa pose lo pudiese ver
y le preguntase el camino? Pensé qué cadavérico carcajeo
estallaría, qué muleta escribiría mi epitafio
como pasatiempo en el polvoriento terraplén.

III
De haber seguido su consejo me habría apartado
hacia esa vía de mal augurio en la que, sabido es,
se oculta la Torre Oscura. Aún así, lo acepté,
y me dirigí hacia donde él señalaba: no por orgullo
mi certeza al final reavivados,
sino por el júbilo de que el final existiese.

IV
Pues, pese a mí vagabundeo por el mundo entero,
pese a mi búsqueda, prolongada durante años, mi fe
mermaba hasta ser un espectro no pertrechando para poder
arrastras el turbador júbilo que brindaría el éxito.
Apenas logré reprimí el brinco de desenfreno
que dio mí corazón, al hallar un fallo en su haber.

V
Como el hombre enfermo que se aproxima a la muerte
parece ya finado, y las sensaciones florecen y se marchitan
las lágrimas y acepta de sus amigos la despedida,
y oye que uno propone a otro marchar, para libremente
respirar en el exterior ("pues acabará todo en breve
-dijo-. Y no hay lamento que compense la desdicha").

VI
Mientras unos discuten si junto a las otras sepulturas
habrá espacio suficiente para esta, y qué momento
es el más propicio para trasladar al muerto,
poniendo cuidado en los estandartes, pañuelos y bordaduras:
el hombre aún lo oye todo, y solamente anhela en su cordura
no deshonrar tan considerado amor y seguir con ellos.
VII
Así pues, había sufrido largo tiempo por esta búsqueda,
había visto el fracaso tantas veces profetizado, mi ser
había sido tantas veces incluido "El Grupo", a saber:
los caballeros en pos de la Torre Oscura,
cuyos fallos pareces victorias como ninguna,
que la única cuestión era entonces: ¿me adecuo yo a él?

VIII
Así, en silenciosa desesperación, me aparté de su vera,
de aquel condenado tullido desviado de su camino,
hacia el sendero que él señalaba. Por fin a su destino
llegaba el día, monótono y de lúgubre espera,
y aún lanzó con gesto esquivo
su mirar rojo y lascivo para ver al llano atrapar al que yerra.

IX
¡Por la marca! Apenas me hube hallado
internado en el llan, tras un paso o dos,
al detenerme para captar una última visión
del camino seguro, este ya no estaba; por doquier gris plano:
nada salvo planicie hasta el confín del llano.
Debía seguir; nada más podía hacer yo.

X
Así que, continué. Creo que nunca antes vi
tan árida e innoble naturaleza; nada creía:
por flores, esperar una arboleda de cedros podía.
La gramínea, el tártago lograban, pues su ley lo manda, sí,
propagar su especie, sin nada que temer, y así
pensaría uno que carda como un tesoro escondido sería.

XI
¡No! Penuria, pereza y aspaviento,
de un curioso modo,, eran parte de la tierra. "Mira
o cierra tus ojos -dijo la Naturaleza con ira-,
nada enseña, mi caso no tiene remedio;
en el fuego del Juicio Final el que ha de sanar este medio,
calcinar sus suelos y liberar a mis prisioneros".

XII
Si un desgarrado tallo de cardo iba a resurgir
sobre sus compañeros, lo degollaban, pues los torcidos
sentían celos. ¿Qué hizo esas rasgaduras y orificios
en las ásperas horas de césped del embarcadero, aplastadas para impedir
toda esperanza de verdor? Existe una bestia que ha de vivir
destrozando sus vidas, con bestiales designios.

XIII
En cuando a la hierba, crecía exigua como la cabellera
en la lepra; delgadas hojas secas se erguían en el fango,
que por debajo parecía con sangre amasado.
Un yerto caballo ciego, a la vista toda su osamenta,
permanecía estupefacto; no sabe por qué allí se encuentra,
expulsando de su previo servicio en la caballeriza del diablo.

XIV
¿Vivo? Por lo que a mí concierne él podría estar muerto,
con aquella roja delgadez y el cuello hundido por el trabajo
y bajo la enmohecida crin los ojos cerrados;
raramente tal monstruosidad iba de la mano de tal desconsuelo;
debía de ser perversa para merecer tanto calvario.

XV
Cerré los ojos y los volví hacia mi corazón.
Como un hombre pide vino antes de la guerra,
pedí un sorbo de anteriores y más felices escenas
esperando así poder cumplir bien mi misión.
Piensa primero, pelea después, el arte del luchador;
un paladeo del tiempo pasado todo lo ordena.

XVI
¡Eso no! Imaginé el enrojecido rostro de Cuthbert
bajo el ornamento de su dorados rizos,
querido amigo, hasta que casi pude sentirlo
entrelazar su brazo con el mío para guiarme,
como él solía hacerlo. ¡Ay! ¡La desgracia de una noche!
Se apagó el fuego nuevo de mi corazón y lo dejó frío.

XVII
Luego a Giles, espíritu del honor; ahí se yergue él,
leal como hace diez años, recién armado caballero.
Lo que todo hombre honrado osó hacer (dijo él) no le dio miedo.
Bien -pero la escena cambia- ¡Ah! ¿Qué manos viles
clavarían un pergamino sobre su pecho? Sus propios pares
lo leyeron. Pobre traidor, escupieron y maldijeron.

XVIII
Es preferible este presente que un pasado así;
¡De regreso hacia mi sombrío sendero otra vez!
No hay sonidos, hasta donde alcanza la vista nada ves.
¿Enviará la noche una lechuza o un murciélago hasta mí?
Pregunté, cuando algo en la lóbrega llanura vino a interrumpir
mis pensamientos y cambió el curso de mi parecer.

XIX
Un inesperado arroyo se atravesó en mi camino,
tan repentino como la aparición de una sierpe.
Corriente tumultuosa con las tinieblas discordante;
esta, por su espuma, un baño bien podría haber sido
para la ardiente pezuña de un demonio, tras haber advertido
la violencia del negro remolino con escamas y espuma en la superficie.

XX
¡Tan nimio y aun así tan malévolo! Por doquier,
los bajos y esmirriados alisos ante él se arrodillaban,
los empapados sauces de cabeza se arrojaban
en un arranque de muda desesperación para suicidio cometer:
el río que les había provocado tal padecer,
fuera lo que fuese, sin dejarse disuadir, se alejaba.

XXI
Río que, mientras vadeaba -¡Cielo santo, cómo temí
poder pisar la mejilla de un hombre muerto
a cada paso, o sentir la lanza que clavaba en busca de agujeros
enredada en su cabello o su barba, sí!-
pudo haber sido una rata de agua lo que ensartar conseguí
pero, ¡aj! sonó como el chillido de un pequeño.

XXII
Me sentí contento al llegar a la otra orilla.
Ahora en pos de una tierra mejor. ¡Vano Presagio!
¿Quiénes eran los contendientes, qué guerra libraron,
cuyo salvaje pisoteo de esa forma el húmedo terreno hollaría
y lo convertiría en una charca? Sapos en ponzoñosa piscina,
o gatos salvajes en una jaula de hierro inflamado.

XXIII
Así debió haberse visto la batalla en aquel claro talado.
¿Qué los acorraló allí, con toda la planicie a su disposición?
No había huellas en dirección a esos hórridos maullidos,
nada salvo eso. Loco brebaje elaborado, ideado
para que los cerebros piensen, como los de los galeotes por el Turco
enfrentados para su diversión, cristianos contra judíos.

XXIV
¡Y más que eso -un estadio más adelante- pues, ahí!
¿Para qué diabólico uso serviría ese mecanismo, esa rueda,
o freno, no rueda; esa trilla lista para devanar
cuerpos de hombres como si fuesen seda? Con todo el matiz
de la herramienta del Tofet, dejada en la tierra sin advertir,
o traída para afilar sus oxidados dientes de metal.

XXV
Luego llegó un tramo lleno de tocones, otrora un bosque,
después una ciénaga, o eso semejaba, y luego solo tierra
desesperada y agotada (como un tonto se alegra,
hace una cosa y luego la estropea, y entonces
¡cambia de humor y parte!) durante dieciocho pies:
lodo, fango y grava, arena y lúgubre desolación negra.

XXVI
Ora inflamadas erupciones de colores vivos y espantosos,
ora espacios donde la aridez de su superficie
se tornaba moho o de forúnculos un mejunje;
y apareció un roble entumecido, con una hendidura en el tronco
como una boca angustiada que su corteza había roto
asfixiada por la muerte, que mientras se repliega perece.

XXVII
¡Y tan distante como siempre del final!
Nada en lontananza, salvo la noche, nada.
¡Hacia dónde guiar mis pasos! Mientras lo pensaba,
un imponente pájaro negro, Apolión, conocida amistad,
pasó volando, sin altear, de pluma de dragón sus alas amplias
que rozaron mi tocado; quizá fuese la guía que yo buscaba.

XXVIII
Pues, al alzar la vista, de algún modo me di cuenta,
pese al ocaso, de que la planicie había cedido su lugar
en derredor a las montañas; aunque llamarlos así es honrar
a los feos cerros y montículos que eclipsaban la escena.
Cómo de tal modo me habían sorprendido, acláralo, ¡venga!
Cómo salir de ellos era una cuestión por averiguar.

XXIX
Empero, una parte de mí descubrió cierto ardid
malévolo que me sobrevino, Dios sabe cuánto;
en alguna pesadilla tal vez. Aquí había terminado
segur por ese camino. Cuando me invadió el sentir
de darme por vencido una vez más, escuché un clic
¡como el de una trampa al cerrarse: te hallas en el antro!

XXX
Como en una llamarada comprendí todo de súbito,
¡este era el lugar! Esas dos colinas a la derecha,
agazapadas como dos toros con las astas trabadas en pelea;
y a la izquierda, una alta y pelada montaña... Más que tonto,
viejo senil, justo ahora adormecido
¡tras pasar una vida preparándote para verla!

XXXI
¿Qué se erguía en el centro sino la Torre misma?
La redondeada y chata torreta, ciega como el corazón del orate,
construida en piedra parda, inigualable
en el mundo entero. En burlón elfo de la tempestad
señala con el dedo al marinero, el ser invisible de esta manera
lo ataca, solamente cuando el navío zarpe.

XXXII
¿No ves? ¿Quizá por la noche? Pues el día
¡regresó para eso! Antes de marchar;
el moribundo ocaso en una fisura arderá;
las colinas yacen como gigantes en cacería
contemplan la caza acorralada, la mano sujeta la barbilla:
"¡Ahora apuñala, hasta el mango, con la criatura has de acabar!".

XXXIII
¿No escuchas? ¡Si había ruido por doquier! Tañía
con creciente fuerza, como una campana. En mis oídos,
los nombres de los aventureros desaparecidos, pares amigos,
que tal tenía fuerza, y cual valentía,
y el otro fortuna, pero en los pasados días
¡perdidos!, ¡perdidos! Un momento de tañido
por los años de desdicha.

XXXIV
Ahí se encontraban, alineados en las laderas, congregados
para verme por última vez, un marco viviente
¡para un cuadro más! En un lienzo ardiente,
los vi y los reconocí a todos. Y sin embargo,
impávido, llevé el cuerno a mis labios:
"Childe Roland a la Torre Oscura llegó", toqué.


"Childe Roland a la Torre Oscura llegó"
Robert  Browning

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