de su crimen la víctima fui,
y se evitan de odiarse a sí mismos,
fulminando sus odios en mí.
Y su rencor
al poner en mi mano, me hicieron
su vengador;
y se dijeron
«Que nuestra vergüenza común caiga en él;
se marque en su frente nuestra maldición;
su pan amasado con sangre y con hiel,
su escudo con armas de eterno baldón
sean la herencia
que legue al hijo,
el que maldijo
la sociedad.»
¡Y de mí huyeron,
de sus culpas el manto me echaron,
y mi llanto y mi voz escucharon
sin piedad!
Al que a muerte condena le ensalzan...
¿Quién al hombre del hombre hizo juez?
¿Que no es hombre ni siente el verdugo
imaginan los hombres tal vez?
¡Y ellos no ven
Que yo soy de la imagen divina
copia también!
Y cual dañina
fiera a que arrojan un triste animal
que ya entre sus dientes se siente crujir,
así a mí, instrumento del genio del mal,
me arrojan el hombre que traen a morir.
Y ellos son justos,
yo soy maldito;
yo sin delito
soy criminal:
mirad al hombre
que me paga una muerte; el dinero
me echa al suelo con rostro altanero,
¡a mí, su igual!
El tormento que quiebra los huesos
y del reo el histérico ¡ay!,
y el crujir de los nervios rompidos
bajo el golpe del hacha que cae,
son mi placer.
Y al rumor que en las piedras rodando
hace, al caer,
del triste saltando
la hirviente cabeza de sangre en un mar,
allí entre el bullicio del pueblo feroz
mi frente serena contemplan brillar,
tremenda, radiante con júbilo atroz
que de los hombres
en mí respira
toda la ira,
todo el rencor:
que a mí pasaron
la crueldad de sus almas impía,
y al cumplir su venganza y la mía
gozo en mi horror.
Ya más alto que el grande que altivo
con sus plantas hollara la ley
al verdugo los pueblos miraron,
y mecido en los hombros de un rey:
y en él se hartó,
embriagado de gozo aquel día
cuando espiró;
y su alegría
su esposa y sus hijos pudieron notar,
que en vez de la densa tiniebla de horror,
miraron la risa su labio amargar,
lanzando sus ojos fatal resplandor.
Que el verdugo
con su encono
sobre el trono
se asentó:
y aquel pueblo
que tan alto le alzara bramando,
otro rey de venganzas, temblando,
en él miró.
En mí vive la historia del mundo
que el destino con sangre escribió,
y en sus páginas rojas Dios mismo
mi figura imponente grabó.
La eternidad
ha tragado cien siglos y ciento,
y la maldad
su monumento
en mí todavía contempla existir;
y en vano es que el hombre do brota la luz
con viento de orgullo pretenda subir:
¡preside el verdugo los siglos aún!
Y cada gota
que me ensangrienta,
del hombre ostenta
un crimen más.
Y yo aún existo,
fiel recuerdo de edades pasadas,
a quien siguen cien sombras airadas
siempre detrás.
¡Oh! ¿por qué te ha engendrado el verdugo,
tú, hijo mío, tan puro y gentil?
En tu boca la gracia de un ángel
presta gracia a tu risa infantil.
!Ay!, tu candor,
tu inocencia, tu dulce hermosura
me inspira horror.
¡Oh!, ¿tu ternura,
mujer, a qué gastas con ese infeliz?
¡Oh!, muéstrate madre piadosa con él;
ahógale y piensa será así feliz.
¿Qué importa que el mundo te llame cruel?
¿mi vil oficio
querrás que siga,
que te maldiga
tal vez querrás?
¡Piensa que un día
al que hoy miras jugar inocente,
maldecido cual yo y delincuente
también verás!
José de Espronceda
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