domingo, 11 de mayo de 2014

Valesïa: PRIMERA PARTE "INVASIÓN", CAPÍTULO 10


Valesïa: Primera Parte "Invasión", Capítulo 10

 10

Entraron en el bosque cuando las campanas de la catedral, el Templo de la Luz, de Mür, anunciaban a lo lejos las doce del mediodía.

«¿Vamos a ver a Linx?», preguntó mentalmente Valesïa al gato, aunque ya se imaginaba la respuesta.

«Eso es, Valesïa», dijo el minino, deteniéndose y girando la cabeza. «Pero todavía nos quedan tres horas de camino».

«Me echarán de menos en el castillo…».

«No te preocupes, haces lo correcto».

La muchacha se estremeció un poco.

«¿Lo correcto?», se preguntó a sí misma. 

El gato se giró de nuevo hacia ella y la muchacha supo que le había entendido el pensamiento. Todo era muy raro. ¿Quién era en realidad el minino? Un gato normal no, desde luego. Era algo más. ¿Cómo podía escuchar sus propios pensamientos? Volvió a mirarlo con atención y otra vez tuvo esa extraña sensación como si lo conociera. El felino le recordaba a alguien, pero ¿a quién?

Continuaron caminando. El sendero fue estrechándose cada vez más hasta hacerse muy pequeño. Valesïa miró atrás y vio, asombrada, cómo desaparecía y cómo los grandes árboles lo engullían como una serpiente a su presa.

—¡El camino desaparece…!, exclamó, boquiabierta.

«El bosque tiene vida propia», explicó el gato. «Nos protege».

«Esto no es un sueño», pensó la muchacha. «Esto es real».

Podía sentir los olores suaves e intensos de las flores silvestres, ver los claros rayos del sol que se filtraban entre los árboles gigantescos, los más grandes que había visto en su vida, o simplemente escuchar sus pisadas en la densa espesura.

Los pájaros revoloteaban entre los árboles y no paraban de cantar. El bosque desprendía muchísima fuerza. Valesïa se relajó y cada vez se sintió más cómoda. Parecía que se encontraba en otro mundo. Un mundo mágico de colores intensos y muy lejano del suyo.

A las dos horas de camino empezó a notar cansancio.

—Me duelen los pies, ¿podemos parar? —preguntó.

«Bueno», respondió el minino, «pero sólo un rato».

—Vale. 

La curiosidad la abrumaba y preguntó: 

—Sabes mi nombre, pero ¿cuál es el tuyo?

El gato la observó con sus ojos de color zafiro.

«Tengo muchos», dijo sencillamente.

—Dime al menos uno —insistió Valesïa, que no aceptaba aquella respuesta.

«Bueno», repitió. 

«Puedes llamarme Siam», dijo al final.

—De acuerdo, Siam. ¿Por qué Linx es mi protector? —volvió a preguntar la muchacha.

Siam ronroneó mientras movía su larga cola.

«Pronto podrás preguntárselo a él», dijo.

Pasaron varios minutos y la muchacha empezó a notar alivio en sus pies.

—Tú eres un gato. ¿Por qué puedo comunicarme contigo? No eres un animal mágico, un ser superior.

«Aquí no podemos hablar», dijo Siam, poniéndose en marcha. «Continuemos», ordenó.

Valesïa obedeció al gato y siguieron la marcha a buen ritmo. Otra vez volvieron a dolerle los pies, pero ya no quiso quejarse.

Penetraron más en el bosque y enseguida acusó el ambiente muy húmedo y caluroso, lo que le provocó que algunas gotas de sudor le recorrieran el cuerpo.

Poco después, el sendero se hizo más ancho y le dio la sensación de que los árboles se apartaran a su paso. A lo lejos oyó el sonido de la corriente de un río.

Siam paró de golpe y empezó a dar vueltas, como si estuviera nervioso, mientras ronroneaba fuerte. Luego se tumbó en la hierba.

«Ya hemos llegado», anunció.

Entonces apareció Linx, el enorme lince con pinceles negros en las puntas de las orejas. Era igual que en sus sueños: su pelo era de color pardo amarillento con manchas oscuras y sus pobladas barbas, blancas. 

Surgió de entre los árboles y avanzó sigiloso hacia ella.

Valesïa sintió que se le aceleraba más el pulso y lo miró a los ojos. Unos ojos salvajes, mágicos y extraños, todo a la vez.

Quedó embelesada y le pareció que el tiempo se paraba, que todo el universo se detenía ante su encuentro. Había soñado muchas veces con el enorme felino, pero ya no estaba en un sueño, ahora estaba frente a él, y descubrió que ambos formaban parte de una única alma, de un único espíritu, pero en dos cuerpos distintos. También comprendió que ya nunca podría separarse de él. Sabía que había nacido para estar a su lado, hasta el día de su muerte.

He nacido para estar contigo,
protegerte, velarte.
Nuestra vida está ligada hasta la muerte,
que ni siquiera nos separará en el otro mundo,
el mundo de los muertos.
En el Edén volaremos juntos
durante toda la eternidad,
hasta el fin de los días.
Yo soy Linx, tu protector.

Siam observó el encuentro con curiosidad.

«Hola, Valesïa», la saludó Linx.

—Eres real, dijo para sí misma.

«Llevo mucho tiempo llamándote, y por fin estás aquí… a mi lado».

—Sí. 

Valesïa estaba emocionada y pensó que si hubiera hablado le habría temblado la voz.
«Siéntate, tenemos que hablar», dijo el lince. «Te tengo que explicar muchas cosas, aunque eso será más adelante».

La muchacha obedeció y se sentó sobre la hierba fresca. Siam permaneció a su derecha.

«Gracias», dijo Linx al gato.

«Ha sido un placer», respondió Siam.

Valesïa se extrañó un poco. 

—¿Quién era el gato Siam? —se preguntó nuevamente.

Linx la observó.

«Tú lo conoces mejor que yo mismo», dijo el felino.

«¿Yo? No, no», titubeó un poco, «sólo lo he visto dos veces». 

Valesïa clavó la mirada en el gato. Intentó reconocerlo, pero le fue inútil y volvió a negar con la cabeza.

«Lo conoces desde que tienes uso de razón», insistió Linx.

«No puede ser…».

El gato la miró y en su hocico se dibujó una especie de sonrisa como había sucedido antes.

«Ya te dije que tengo muchos nombres…», el minino se incorporó y una nube fue envolviéndolo.

Por momentos Valesïa sólo vio una espesa niebla blanca, luego se fue disipando y apareció un anciano. El hombre vestía ropas de mago, de color crema, y en la cabeza llevaba puesto un gorro grande que terminaba en punta, como las mismas orejas del lince.

—Hola, Valesïa, no tengo mucho tiempo. Vivimos en tiempos agitados —dijo Tag, el mago de Mür, con una sonrisa dibujada en su boca.

—¿Por qué no me habías dicho nada? —preguntó Valesïa, irritada.

—No te enfades, muchacha —dijo Tag—. Era tu última prueba, y la has aprobado con creces.

—¿Prueba? —Aquello tampoco le hizo gracia.

—Has demostrado valentía —explicó el mago—. Y también confianza en ti misma.
«Eso es», ratificó Linx, «la confianza de una “auri”».

Valesïa miró al lince, pero permaneció callada. No sabía qué decir.

—Debo irme, muchacha —dijo el mago—. Vivimos en tiempos agitados —repitió.
—Tag, mi familia se preocupará.

—Hablaré con tus padres y les contaré lo sucedido. Bueno, parte de ello —dijo el anciano, guiñándole un ojo—. El tiempo apremia, el éxodo comenzará pronto y queda mucho por hacer.

—Tag, en mis sueños, los tarkos entraban en el bosque y los dragones quemaban los árboles. —Sintió un escalofrío.

«Eso no ocurrirá», dijo Linx, convencido. «Sólo eran imágenes que yo mismo te transmitía para avisarte del peligro que nos acecha».

—Ajá —asintió el mago. 

Luego se acercó a Valesïa y le dio un beso en las mejillas, se separó un poco y lo envolvió otra vez la niebla. Cuando se disipó, apareció de nuevo en forma de gato.
«Tag», dijo Valesïa ahora con la mente, «no tengo mis armas. Y mira mis ropas», se tocó el fino vestido. «Ni siquiera tengo a Veloz».

«Pero tienes algo más importante que todo eso. Recuerda lo que te dijo el monje guerrero cuando te entregó el amuleto».

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Valesïa, boquiabierta—. ¿Acaso Thear se lo había dicho?

«Nunca subestimes a un mago, muchacha».

—¿Cuándo nos veremos otra vez? —preguntó Valesïa, todavía aturdida.

«Cuando quieran los dioses».

«Tag, despídete de mis padres, de Rênion y Mîreon». Sus ojos se llenaron de lágrimas. «Cuida de ellos».

«No te preocupes, mi dama».

Dio media vuelta y desapareció en el sendero.




Cuando se marchó el mago, Linx dijo:

«Vamos a un refugio suik que hay cerca de aquí. Allí hablaremos».

«¿Suik?».

«Los suik son los vigilantes del bosque», explicó el lince.

«¿Y luego?».

«Tenemos un camino largo».

«¿Dónde vamos?».

«Primero a Mürion, la ciudad auri donde se dirige tu mismo pueblo. Más adelante, marcharemos hacia el oeste, cruzaremos el río Tar y, al final, llegaremos a la ciudad de Arcânia, que en la lengua común significa la Ciudad Secreta».

Valesïa no preguntó más y se pusieron en marcha. Las aguas del Tar se escuchaban cada vez más próximas. Pasaron por numerosas ruinas de piedras, antiguas casas y torres de vigilancia auris, y llegaron a una hondonada. A lo lejos aparecieron varias casas de madera y, conforme avanzaban, el bosque volvió a «devorar» el sendero.

«Muy cerca de aquí pasarán los hombres, pero no verán el refugio. Descansaremos esta noche y, con el alba, emprenderemos la marcha».

La muchacha asintió con la cabeza.

El refugio suik era espectacular. Consistía en alrededor de cincuenta o sesenta casas de tamaño pequeño. Algunas se hallaban en el suelo, pero la mayoría de ellas se encontraban entre las gruesas y resistentes ramas de los inmensos árboles. A las casas se llegaba a través de un laberinto de escaleras que recorrían todo el complejo.

Muchos hombrecillos de menos de un metro de altura salieron a su encuentro. Si Valesïa hubiera conocido a los securis, habría apreciado el gran parecido que tenían con los suik, aunque estos últimos eran un poco más bajos y tenían las barbas verdes como la hierba y vestían ropas de ese mismo color, lo que les hacía casi invisibles en el bosque. Todos iban armados con arcos y hachas pequeñas, pero afiladas.

Se adelantó un suik, y a Valesïa le pareció que era muy viejo.

«Saludos, Linx», dijo mentalmente. Luego se volvió hacia ella.

—Y a ti, joven dama —dijo.

—Hola, señor —dijo la muchacha.

—Soy Sikik. Bienvenida al refugio Doëmi del bosque —inclinó la cabeza—. Para serviros.

—Gracias, sois muy amable, Sikik. Yo me llamo Valesïa.

El hombrecillo asintió, como si ya conociese su nombre.

—Nuestras casas son pequeñas, pero cómodas —informó—. Allí, en el establo —dijo, señalando una de las pocas estancias que había en el suelo— tienes tu corcel.

Al día siguiente, Valesïa quedaría asombrada con Karia, un unicornio de pelo color añil.

Sikik los guio hasta una casa colgante. Las escaleras eran estrechas, pero muy resistentes.

A mitad del recorrido, la muchacha se percató de unos insectos grandes, parecidos a mariposas, de aproximadamente diez centímetros de longitud, pero que emitían una luz clara, como la luz de las luciérnagas en la noche.

Miró con más atención: sus alas eran de colores vivos, ¡pero tenían cuerpo de mujer! No podía creerlo. Sus cabellos eran largos comparados con sus cuerpos, y de diferentes colores, como rubios, negros o rojos; tenían orejas puntiagudas y apenas cubrían con ropas sus cuerpos semidesnudos.

—¿Qué son? —preguntó, intrigada, a Sikik.

—Alias, hadas del bosque —respondió el suik.

—Son preciosas… —un alia se acercó. 

La muchacha extendió una mano, y el hada se posó durante unos segundos. La miró con una sonrisa traviesa y luego salió volando rápidamente. Valesïa la siguió con la vista hasta que la perdió.

—¡Fascinante! —dijo.

Al final llegaron a una casa colgante, a unos veinte metros del suelo, y tuvo que agacharse para entrar.

El interior de la residencia era sencillo. Consistía en una única habitación, toda de madera, con una cama y una mesita de noche. A la derecha de la entrada había un aseo con una jofaina, un espejo y una bañera. 

—Aquí podréis hablar cuanto deseéis —dijo cortésmente Sikik al lince. Luego se dirigió a ella.

—Enseguida te traerán la comida, dama Valesïa —dijo—. Me imagino que estarás hambrienta.

Valesïa asintió con la cabeza.

El hombrecillo salió de la casa cerrando con suavidad la puerta.






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