Valesïa: Primera Parte "Invasión", Capítulo 15
15
Sólo tres kilómetros separaban Bastión de Sombra.
Cuando los gigantes abrieron las puertas grandes y oscuras de Sombra y empezaron a salir miles de furiosos tarkos, los hombres que luchaban en la vanguardia del campo de batalla intentaron recular y dirigirse a Bastión para defender el muro largo y viejo, construido hacía ya muchísimo tiempo. Pero los monstruos multiplicaban por cuatro a los hombres y se lo impidieron fácilmente.
—¡Se están desplegando hacia los extremos de la muralla! —gritó Flîc, el general de tropa de mayor rango que comandaba las legiones, a sus comandantes y capitanes, mientras observaba impotente cómo los batallones de los dos flancos, este y oeste, iban cayendo ante el despiadado enemigo.
Los tarkos y los minotauros ganaban terreno, mientras que los gigantes derribaban con un solo golpe de sus grandes palos de pinchos a más de cinco hombres a la vez, como el que aplasta moscas con su mano.
De pronto, el cielo oscuro antes del alba se iluminó con los rayos de fuego de los dîrus, que asolaron y provocaron el caos en los escuadrones de los hombres. Los cánticos a Nedesïon no cesaron, y aunque contrarrestaron su poder los hechizos de los magos, cada vez se oían más fuertes y al unísono, como si los emitiera un solo brujo.
—¡Mastines! —exclamó un soldado con pánico en la voz.
Los tarkos llegaron cerca de los humanos y soltaron a cientos de los frenéticos perros de ojos rojos y espuma blanca en la boca, que se abalanzaron contra muchísimos hombres, los abatieron con mordiscos fatídicos y los zarandearon como si fueran simples muñecos.
—¡Maldita sea! —Flîc contemplaba la carnicería, impotente, y apretó los dientes con rabia—. ¡Están llegando a la muralla! ¿Dónde demonios están los refuerzos? —miró a su alrededor, pero no obtuvo respuesta. Las sombras todavía predominaban y las puertas centrales de Bastión permanecían cerradas e inmóviles como si fueran la misma piedra del muro.
—¡Mi general! —gritó Mítiros, su capitán ayudante—. ¡Intentan exterminar los batallones laterales para acorralarnos!
—¡Sí! —asintió Flîc—. ¡Y lo conseguirán pronto!
Pasó más de una hora y la vanguardia siguió luchando salvajemente contra los monstruos, que gruñían como animales.
Más tarde, cuando la poca esperanza que les quedaba iba desapareciendo, el general escuchó un alboroto en la formación y los hombres empezaron a apartarse a los lados.
—¡Un mensaje! —gritó uno de los cinco jinetes que llegaron al lugar, procedentes de la ciudad—. ¡Apartad!
El jinete desmontó.
—¿Dónde está el comandante jefe? —preguntó en voz alta.
—Soy yo —dijo Flîc, adelantándose.
—A la orden, mi general. Traigo un mensaje del señor Bareon —dijo el caballero, saludándolo con el puño y entregándole un pergamino.
—¿Un mensaje? —Flîc presintió que algo iba mal. Bareon no acostumbraba a enviar mensajes escritos. Todas las órdenes llegaban de boca de los mensajeros—. ¿Qué ocurriría? —se preguntó, inquieto.
Lo desenroscó y leyó para sí mismo. Luego levantó la vista y habló para sus hombres.
—¡No hay refuerzos! —dijo en voz alta y dura.
—¿Cómo? —preguntó Mítiros, incrédulo.
—No mandarán más magos ni legionarios —continuó diciendo—. Están desalojando la ciudad hacia el Monte de las Águilas.
Los legionarios enmudecieron.
—¡Nos volvemos a la ciudad! ¡Se da la guerra como perdida!
El general se desesperó y volvió a leer el pergamino, pero terminó pensando que Bareon no se equivocaba. ¡No podían combatir contra tantos monstruos! Todo había acabado. Ordenó reorganizar los batallones, y pronto los hombres desfilaron en retirada general. Pero desgraciadamente no llegarían muy lejos, ya que se encontraban totalmente rodeados de enemigos.
Los legionarios cargaron con furia, pero los gigantes formaron una barrera compacta que no pudieron derribar.
Flîc, excitado, miró a su alrededor. El tiempo se paró por completo y tuvo la misma sensación que le ocurrió a Valesïa al presentarse ante el Consejo del Bosque en la Ciudad Secreta, y a su mente llegaron tres imágenes: la de su esposa Arian y la de sus dos hijos, e intuyó que jamás volvería a verlos. Al final volvió a reaccionar, escuchó los gritos de la guerra y empezó a emitir órdenes con furor.
Los hombres volvieron a intentar desesperadamente llegar hasta la muralla, pero todo fue en vano. Aquel día ningún hombre cruzaría sus puertas.
Los militares que se encontraban en la alta muralla sintieron impotencia, pero, evidentemente, no pudieron ayudar a sus compañeros.
Luego comenzaron con la retirada.
Pasaron las horas lentamente. Llegó el día y otra vez la oscuridad, y al final se aproximó un nuevo día, un nuevo amanecer.
Flîc miró, perplejo, hacia adelante. Los tarkos y los otros monstruos seguían saliendo a cientos de las puertas de Sombra y sintió un escalofrío cuando distinguió a la luz de las antorchas sus caras enfurecidas.
—¡Dragones! —gritó un legionario.
Gracias al resplandor de los rayos de brujos y magos, pudo ver en el cielo la figura horrible de varios dragones que volaban cerca del suelo.
«Todo está perdido», pensó, pero no quiso decirlo en voz alta porque no podía desanimar a sus hombres. Los hombres que morirían a su lado.
—Mi general, no hay escapatoria —dijo Mítiros, abatido.
Flîc movió sólo la cabeza.
La batalla se recrudeció. Escrutó la mirada: todavía contaba con alrededor de tres mil hombres, aunque las bajas aumentaban cada vez más deprisa y los monstruos abarrotaban ya las murallas de Bastión.
—¿Qué hacemos, mi general? —preguntó un capitán. El hombre llevaba el rostro lleno de sangre negra de monstruo. Todos lo miraban.
—Atacar —decidió Flîc al final.
El legionario no comprendió. ¿Cómo podían atacar a más de diez o quince mil monstruos? Pero el general ordenó con urgencia el avance de las compañías hacía Sombra, todos unidos en formación en cuña. Se prepararon para la batalla final y Flîc supo que les llegaría la muerte a todos. No había escapatoria para nadie. Debían morir como valientes, como legionarios de Bastión.
Al principio los monstruos no comprendieron la maniobra repentina de los hombres.
Y en ese desconcierto, la retaguardia bastiense aniquiló a cientos de monstruos.
Dio una orden y el batallón entero se paró de golpe. Los arqueros abrieron fuego, aniquilando a muchísimos tarkos, y también a brujos y minotauros y hasta a algún gigante.
Llegaron a la lucha cuerpo a cuerpo y Flîc, al frente de los jinetes, fue uno de los primeros en derramar sangre tarka.
Ya llegaba el alba cuando los dragones entraron en juego, abrasando con su fuego a hombres y monstruos, sin ni siquiera importarle si eran enemigos o aliados. En sus dorsos viajaban dîrus vestidos completamente de negro, como la muerte que dejaban a su paso.
Los hombres sufrieron muchas bajas, pero siguieron avanzando a paso firme. Ya totalmente cercados, Flîc oró en silencio a Enesïon, el dios Creador de los hombres de Castrum y de todos los reinos de aquel vasto mundo.
Deseó que su familia se encontrara ya en el Monte de las Águilas o quizás más lejos, y siguió matando monstruos poseído por el horror de la guerra.
Ariûm llegó a la ciudad a través de una puerta mágica que creó Sirinea, y desde lo alto de la muralla de Sombra sonrió con crueldad.
A su lado se encontraba la enâi y una multitud de monstruos y dîrus de alta jerarquía, como el general Driûn, de la Guardia Oscura, el gran dîrus Enis o el capitán Trûn.
Los hombres seguían peleando con ímpetu, pero cada vez les costaba más defenderse de la marea negra de monstruos que les acechaba sin descanso.
—Llevamos muchos siglos esperando este momento —dijo Ariûm.
—En efecto, mi señor —confirmó Sirenea con malicia.
Luego el rey se giró hacia Trûn.
—Prepara mi armadura —ordenó—. Dentro de una hora bajaremos.
—A la orden, majestad —dijo el capitán con una sonrisa macabra, y abandonó el lugar seguido de dos sargentos tarkos.
—Ya amanece —prorrumpió el rey—. Buen día para morir —miró abajo, a los desgraciados humanos.
—¡Continuad! —gritó Flîc.
Los hombres respondieron con fiereza, y las cabezas de numerosos tarkos rodaron por un suelo cubierto de cadáveres.
Pero ya quedaban pocos legionarios y, en cambio, los tarkos eran muchísimos más.
«Condenados monstruos. ¿De dónde diablos salen tantos?», pensó el general.
Por el flanco derecho atacaron unos treinta gigantes y, por el izquierdo, varias brujas lanzaron rayos de fuego y algunos hombres ardieron vivos entre gritos de horror.
El general se percató de que ya no avanzaban, que estaban completamente parados.
Un gigante aplastó la cabeza del caballo de Mítiros, y ambos cayeron al suelo. A continuación, surgió un destello, y la cabeza del capitán voló por los aires, arrancada de cuajo de su cuerpo.
«Es el fin. Enesïon, acógenos en tu Reino», pensó otra vez Flîc con impotencia.
Los gritos de angustia y terror de los hombres atormentaron su mente, y con los primeros rayos de luz en el horizonte distinguió bastante mejor a los terribles lûctos, que volvían a descargar su fuego sobre ellos. En cambio, los brujos que estaban en tierra lanzaban sus rayos de fuego hacia la muralla de Bastión mientras entonaban cánticos en su idioma.
Siguió matando tarkos sin piedad hasta que oyó una inmensa explosión, lo que motivó que su caballo se encabritara y lo tirara al suelo. Miró hacia atrás y vio cómo la muralla caía al suelo, arrastrando con ella a decenas de tarkos que estaban próximos. Todo estaba perdido.
Cuando giró otra vez la cabeza al frente, un minotauro se le abalanzó rápido. No le dio tiempo a reaccionar, y ni siquiera se dio cuenta del tremendo golpe que recibió en la cabeza. Se desplomó en el suelo, con la visión nublada, y cuando intentó levantarse no pudo.
Luego la oscuridad lo atrapó sin que pudiera evitarlo y fue un alivio no volver a escuchar los gritos y los lamentos de los hombres y, por fin, pudo descansar.
Todo se hizo silencio y oscuridad.
Valesïa
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2013-2014
Genial. Batalla épica como ninguna. Estás en todos los frentes y rincones de ella. Me encanta la gran variedad de razas, monstruos, magos, brujas, dragones etc, que salen en ella. En una pantalla de cine quedaría genial.
ResponderEliminarMuchas gracias!
Eliminar