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Corría el año 1.104 de la Edad Nueva.
Los duros combates duraron tres días seguidos y en Bastión se respiraba un aire tenso, sobrecogedor.
Un batallón entero de tarkos junto con varios gigantes y muchos minotauros había intentado abrirse paso por la zona este, pero los hombres lucharon con valentía y se lo impidieron. No obstante, aunque los monstruos hubieran logrado su objetivo no habrían llegado muy lejos, ya que en la parte alta de la colina había ocultos más de trescientos arqueros, doscientos jinetes y el doble de soldados infantes y legionarios, todos fuertemente armados y deseosos de entrar en batalla.
Al final los monstruos se dieron por vencidos y con gruñidos salvajes retrocedieron a paso rápido hasta llegar a su territorio, donde volvieron a reagruparse en escuadrones ante los gritos de los furiosos capitanes y de sus temidos látigos.
Los hombres por fin pudieron organizarse, sin ni siquiera abandonar sus posiciones. Trasladaron los heridos al interior de las murallas y los más graves al castillo, donde los magos no daban abasto para intentar sanarlos. Muchos de ellos morían por el camino y otros, aunque fueran curados, ya no podrían combatir de nuevo, sobre todo los mutilados.
Bareon Lânis, el Señor de Bastión, estaba inquieto. Reunió a su Consejo, que estaba compuesto por señores, militares, eruditos y magos, y empezaron por analizar detenidamente la situación, que ya se hacía preocupante.
La guerra contra los tarkos duraba desde tiempos muy lejanos, pero los ataques insistentes y más organizados de los monstruos ya eran una triste realidad.
La gran sala del Castillo Fortaleza estaba en silencio hasta que habló Bareon.
—Así no podemos continuar —interrumpió—. Nos están ganando terreno y los ataques no cesan. Nunca se cansan —negó con la cabeza.
—Mi señor, hay que solicitar más refuerzos al rey —dijo el general Nêor, un hombre alto y medio calvo, con brazos musculosos.
Acababa de llegar del campo de batalla y aún iba protegido con una dura armadura. En el cinto portaba una formidable y larga espada de acero y en su capa verde lucía el símbolo de Bastión: un águila parda con una corona que representaba la lealtad de la ciudad a la capital del reino. Había dejado su yelmo encima de la mesa y todavía llevaba puestos los guantes negros.
—En efecto, Nêor —asintió Bareon, ceñudo—, pero también tenemos que descubrir las intenciones del rey oscuro.
—Señor, esa hazaña será imposible —intervino el mago Mión, un hombre de avanzada edad, muy delgado y de pelo largo y cano. Llevaba puesto un sombrero azul de mago y vestía un ropaje largo del mismo color—. Como ya sabemos todos —pasó la mirada de Bareon hacia los consejeros—, Ariûm ha protegido su reino con brujería... El hombre que se adentre en el Reino Oscuro terminará siendo capturado, torturado y asesinado por esas bestias miserables.
Bareon asintió, pero expresó que su intención no era enviar a ningún hombre.
—Hablaremos con las águilas —decidió al fin—. Ellas serán nuestros ojos.
Poco más se debatió en aquel Consejo y las batallas continuaron de día y noche. Los cadáveres de hombres y monstruos cubrían el campo muerto que separaba los dos reinos, como la lluvia fría de otoño los altos torreones de los castillos.
Pasaron dos meses y todo seguía igual, pero al siguiente Consejo contaron con la presencia de Aquénion, el Señor de las Águilas Pardas, que iba acompañado de su hijo Áquian.
La reunión duró varias horas, desde la media tarde hasta el crepúsculo.
El erudito Jolean, que poseía el don de comunicarse con la mente, hizo de intérprete entre las rapaces y aquellos hombres que no gozaban de dicha virtud, que en definitiva era la mayoría.
Las rapaces más grandes vivían en el Monte de las Águilas, muy cerca y al norte de Bastión. Eternas amigas de los hombres, siempre habían estado dispuestas a ayudarlos, sobre todo cuando la seguridad del reino peligraba por las sombras del sur.
El rey Aquénion era inmenso. De plumaje pardo, casi negro, a excepción de los hombros claros y la nuca cremosa, poseía un pico negro, curvo hacia abajo, y ojos de color anaranjado con el iris negro, tan bellos como extraños. Allí en el sur, las águilas eran el medio de transporte más utilizado por los magos, y Aquénion en algunas ocasiones había transportado a dos magos a la vez, maestro y aprendiz juntos, una proeza que sólo él había conseguido.
Jolean les hizo saber la situación y las águilas accedieron a los deseos de Bareon, pero siempre que las rapaces no corrieran peligro, como era predecible. Se pactó que una pareja de animales mágicos volaría hacia el norte, a la capital Tolen, e informarían al rey Rodrian de la situación tan insostenible y que solicitarían más soldados para la defensa de la ciudad.
Mientras, otras dos parejas de rapaces se dirigirían al sur con la misión de inspeccionar el litoral oeste del Reino Oscuro hasta la ciudad de Miedo, y el litoral este hasta la ciudad de Tark. Pero sólo sobrevolarían la costa, ya que el reino enemigo estaba protegido con los hechizos de los brujos, como había advertido el mago Mión. Además, allí no encontrarían lûctos, ya que los dragones negros sólo volaban los cielos entre Sombra y Morium.
Saldrían de noche para evitar ser vistas por el ojo vigilante de Sombra y, al aproximarse a las ciudades costeras del reino, volarían hacia el mar, esquivándolas. La pareja que volara hacia la costa oeste podría hacer un descanso en las islas Negras y, la otra, en la isla Solitaria. Esas islas se encontraban deshabitadas. Prácticamente eran islas vírgenes, de belleza impresionante y también salvaje.
Al día siguiente, al ocaso, las cuatro águilas alzaron al viento sus majestuosas alas y emprendieron el peligroso viaje hacia los dos confines del Reino Oscuro. La tercera pareja, la que iba a la Corte, ya se encontraba muy lejos de Bastión, pues había iniciado su viaje hacia el norte poco después del alba.
Ya amanecía cuando bordearon la aciaga ciudad de Muerte.
Las águilas que había designado el rey Aquénion para explorar el litoral este del Reino Oscuro se llamaban Ecqus y Annea. Las rapaces volaron hacia la isla Solitaria para descansar, antes de reemprender su largo viaje a Tark.
Hasta el momento lo que habían visto no les había gustado: miles de tarkos que avanzaban desde Muerte a Sombra. También vieron gigantes y demasiados minotauros. Las peleas entre tarkos se producían a menudo y casi siempre terminaban con la muerte violenta de algún monstruo.
«Son crueles», dijo Annea, de manera mental, y su compañero estuvo de acuerdo con ella.
Con sus lentos, pero eficaces movimientos de alas volaron hacia su primer destino y sintieron alivio al dejar atrás las playas del Reino Oscuro.
Cuando recuperasen fuerzas, después de un merecido descanso en el islote, continuarían con su misión.
Las otras dos águilas, llamadas Aquis y Aira, al bordear Sangre viraron de nuevo hacia el litoral y siguieron avanzando a buen ritmo. Volaban muy alto para no ser vistas, pero sus ojos sagaces distinguían con claridad los movimientos en tierra de sus enemigos.
El día era espléndido, aunque el Reino Oscuro, desolador.
Hasta Sangre, su viaje fue tranquilo y apenas observaron tarkos ni ningún otro monstruo. Luego, aquella falsa tranquilidad cambió bruscamente.
«¡Mira allí!», exclamó Aquis.
Aira, su eterna compañera desde hacía muchísimos años, movió la cabeza y miró más atenta.
«Es imposible», dijo, estupefacta, sin poder creer lo que veía.
Ante sus ojos apareció de repente un mar rojo, caótico. En las arenas ennegrecidas de la playa yacían miles de orcas muertas, mientras que un ejército muy numeroso de monstruos las iba despedazando.
Las orcas eran seres superiores, animales mágicos como las águilas, y aunque como era lógico nunca habían tenido relación con ellas, las rapaces sintieron muchísima tristeza.
Siguieron volando y los monstruos que vieron más adelante eran innumerables. Venían de Miedo y las águilas ni siquiera veían el final de los batallones.
«¿Cuántos serán?», preguntó Aquis, pero sabía que aquella pregunta sería imposible de contestar. Los batallones avanzaban por la carretera sin descanso.
«Demasiados», contestó su compañera.
«Sí».
Mar adentro, a muy pocos kilómetros de la costa, observaron grandes y violentos remolinos, y vieron crasens.
Los crasens eran pulpos repulsivos y gigantes, mucho más grandes que las mismas ballenas. Tan malvados como los tarkos y fuertes como cientos de gigantes juntos.
Los repugnantes pulpos iban estrechándose en círculos, medio cuerpo en el mar y medio, fuera.
En el interior de aquellos círculos se encontraban las orcas que aún no habían sido exterminadas, pero que les esperaba una muerte más que probable.
«Vamos a Bastión», dijo Aira, preocupada. «Hay que avisar pronto, se avecinan problemas para la ciudad».
«Para todo el reino», determinó Aquis. «Pero antes, vayamos a las islas Negras para ver qué sucede allí».
Cambiaron de rumbo y volaron hacia el norte.
Emprendieron un vertiginoso viaje esperando que la situación no fuera tan desastrosa en ese lugar, pero desgraciadamente se equivocaron. Mucho antes de llegar al archipiélago contemplaron que en las aguas del mar se producían batallas más violentas. Un crasen atrapó a una orca y la aplastó con sus tentáculos hasta que el cetáceo expiró. Luego otro monstruo marino hizo lo mismo, y después otro.
En definitiva, las orcas aun siendo fieras luchadoras se encontraban desbordadas por un enemigo superior en fuerza y número, y morían a cientos. Intentaban evadir a los monstruos marinos dirigiéndose al norte, pero los crasens eran muchos más y les impedían la huida. Sólo unas pocas lograron escapar hacia el oeste, donde acababa el reino humano y se extendía el gran océano.
Cuando se encontraban cerca de las islas vieron los cuerpos de muchos cetáceos en las playas y, atracados, más de un centenar de barcos abanderados con el emblema de Ariûm: una figura demoniaca con un yelmo en forma de cráneo que representaba al mismo Ariûm sentado sobre su trono, y a sus pies cientos de calaveras. Sobre el regazo del demonio descansaba una gran espada de hoja oscura: Dolor.
Los tarkos y los taen hacían el mismo trabajo que sus compañeros en Sangre.
Los taen también eran tarkos, pero más menudos y algo menos mugrientos que sus otros parientes. Era la única raza de tarkos que se habían aventurado en sus navíos a cruzar los mares, y su número de individuos, reducido en comparación con sus hermanos de tierra. Todos ellos eran bucaneros sanguinarios y despiadados.
Aquel macabro escenario de sangre y muerte había despistado tanto a las rapaces que Aira presintió de repente que algo iba mal. Escuchó en su cabeza que Aquis decía:
«Deprisa, huyamos…», pero antes de terminar la frase soltó un quejido sonoro parecido a un «quia, quia». Ella se giró con brusquedad hacia su izquierda y vio horrorizada el cuello de Aquis entre las fauces de un enorme dragón negro. Aquis quiso arañar con sus fuertes garras al lûcto, pero le fue imposible y el dragón cerró más fuerte las mandíbulas.
Aira intentó abalanzarse hacia el lûcto, pero notó un tremendo dolor en la cola. Miró hacia atrás y otros tres dragones empezaron a morderla por las alas, mientras que uno de ellos le lanzaba una bocanada de fuego a la cara y la dejaba ciega.
«¿Cómo han podido sorprendernos?», se preguntó, pensando que allí no deberían haber volado los lûctos, y cuando ya era demasiado tarde para la salvación. Quizás habían utilizado la brujería, pero eso ya no importaba.
Luego cayó a mucha velocidad hacia el suelo, junto a su compañero, su amante. No le dio tiempo para pensar en lo ocurrido, ni siquiera sintió miedo. Sólo supo que pronto estaría con Aquis en el Reino de los Cielos y que sus almas vagarían unidas por toda la eternidad. Después, todo se hizo oscuro.
Al cabo de varios días llegó del norte la pareja de águilas.
Habían participado en la complicada situación al rey Rodrian, y Su Majestad había ordenado que un gran ejército de alrededor de tres mil soldados, compuesto también de magos y monjes guerreros, se dirigiera hacia al sur. La noticia fue bien recibida en la castigada ciudad.
Pasaron más días y las otras dos parejas no llegaban. Aquénion y Bareon empezaron a preocuparse, pero decidieron no enviar a ninguna rapaz más, aunque la espera los inquietara.
Los dos señores desconocían el fatal desenlace de Aquis y Aira, así como el de Ecqus y Annea, que al llegar a la isla Solitaria se encontraron con un enorme contingente de cientos de barcos enemigos, y al igual que sus compañeras habían perecido a manos de los lûctos. Pero antes también habían visto las playas ensangrentadas.
Valesïa
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2013-2014
Miguel después del sorprendente prólogo, el primer capi me ha sabido a poco. Sobretodo, porque tras un prologo tan largo esperaba que en el primer capítulo pasasen más cosas. De todas formas, tengo muchas expectativas puestas en él, así que a seguir leyendo, pues seguro que el global de la historia lo merece.
ResponderEliminarMucha gracias Jose. ¡Un saludo!
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