sábado, 5 de marzo de 2016

H. P. Lovecraft: DE LA OSCURIDAD



De Herbert West, que fue amigo mío desde el tiempo de la universidad, sólo puedo hablar con un terror extremo. Este terror no se debe solamente al modo siniestro en que hace poco desapareció, sino que se fue generando en la naturaleza del trabajo que realizó durante su vida y que por vez primera alcanzó gravedad hace más de diecisiete años cuando nos encontrábamos en el tercer año de nuestra carrera, en la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic de Arkham. Mientras estuvo conmigo, me mantuvo completamente fascinado con sus maravillosos y perversos experimentos, y así me hice su compañero más cercano. Mi miedo es incluso mayor ahora que ha desaparecido y el hechizo se ha quebrado. Siempre los recuerdos y las contingencias son más terribles que la realidad.

El primer acontecimiento terrible que ocurrió durante nuestra amistad me causó la impresión más profunda que me hubiera llevado hasta ese momento, y aún hoy me cuesta contarlo. Sucedió, como decía, mientras estábamos en la Facultad de Medicina, donde West ya se había hecho fama con sus alocadas teorías acerca de la muerte y su naturaleza y las posibilidades de vencerla de modo artificial. Sus conjeturas, que eran ridiculizadas por los profesores y alumnos, giraban en torno a la naturaleza esencialmente mecánica de la vida, y se remitían a la forma de hacer funcionar la maquinaria orgánica del ser humano, luego de que hubieran fallado los procesos naturales, por medio de una reacción química producida. Con el objeto de experimentar variadas soluciones reanimadoras, había sometido a tratamiento y sacrificado a numerosos conejos, cobayos, gatos, perros y monos, hasta llegar a convertirse en la persona más resistida de la Facultad. En varias oportunidades había llegado a obtener signos vitales en los animales que supuestamente se hallaban muertos, violentos signos de vida; pero prontamente tuvo conciencia de que la optimización de su proceso, de ser verdaderamente viable, necesariamente implicaría una vida entera dedicada a la investigación. Del mismo modo, ya que hay una solución no actuaba de la misma manera en especies orgánicas diferentes, vio claramente que debía disponer de seres humanos si deseaba lograr nuevos y más especializados progresos. Y fue entonces cuando chocó con las autoridades de la Universidad, y el propio decano de la Facultad de Medicina, el sabio y benévolo doctor Allan Halsey, cuya obra en favor de los enfermos es aún recordada por todos los antiguos vecinos de Arkham, fue el que le retiró el permiso para realizar experimentos.

Yo siempre había sido excepcionalmente tolerante con los trabajos de West, y frecuentemente hablábamos de sus teorías, cuyas derivaciones y apéndices resultaban infinitos. Al igual que Haeckel sostenía que la vida es un proceso químico y físico y que la supuesta <<alma>> es sólo un mito, y creía que la reanimación artificial de los muertos podía quedar supeditada solamente al estado de los tejidos; y que, si no se hubiera iniciado una descomposición real, cualquier cadáver dotado de todos los órganos se hallaba apto para recibir, a través de un tratamiento adecuado, esa cualidad singular que se conoce con el nombre 'vida'. West comprendía perfectamente que el más leve deterioro de las células cerebrales producido por un período letal aún fugaz podía llegar a afectar la vida intelectual y psíquica.

En un inicio, tenía las esperanzas de poder hallar una reacción capaz de restituir la vida antes de la verdadera acción de la muerte, y sólo los fracasos repetidos en animales le revelaron la incompatibilidad de los movimientos vitales naturales y los artificiales. Fue así como se procuró de ejemplares extremadamente frescos y les aplicó sus soluciones en la sangre inmediatamente luego de que la vida se hubiera extinguido. Tales circunstancias volvieron totalmente escéptico al profesorado, ya que pensaron que en ninguno de los casos la muerte se había producido efectivamente. No se detuvieron a sopesar la cuestión en forma razonable y pausada.

Al poco tiempo, luego de que el profesorado le hubiese prohibido seguir con sus trabajos, West me confesó su decisión de conseguir de la forma que fuera ejemplares frescos y así reanudar secretamente los experimentos que no podía realizar con consentimiento. Resultaba horrible escucharlo hablar acerca del medio y el modo de conseguirlos; nunca en la Facultad nos habíamos tenido que preocupar por conseguir ejemplares para las prácticas de anatomía. En cada ocasión en que el depósito disminuía, dos negros de la zona eran los encargados de enmendar este déficit sin que nunca se les preguntase. Por ese tiempo West era un joven delgado y con gafas, de rasgos delicados, cabello rubio, ojos azul claro y voz suave; y resultaba extraño oírle explicar como la fosa común era relativamente más atractiva que el cementerio de la iglesia de Cristo, ya que casi todos los cuerpos de éste último se hallaban embalsamados; lo que, evidentemente, hacían imposibles las investigaciones de West.

En aquel tiempo yo era su esmerado y dependiente ayudante, y lo auxilié en todas sus decisiones, no sólo en las que tenían que ver con la fuente de abastecimiento de cadáveres, sino también en las que se referían al ámbito adecuado para nuestra desagradable labor. Fue a mí a quien se le ocurrió la granja abandonada de Chapman, al otro lado de Meadow Hill; allí habilitamos una estancia de la planta baja como sala de operaciones y otra como laboratorio, colocando en ambas dos gruesas cortinas con el objeto de ocultar nuestras actividades nocturnas. El lugar se hallaba lejos de la carretera y no había casas en las cercanías; de cualquier forma, había que ser extremadamente precavidos, ya que el más leve rumor acerca de luces extrañas que cualquier caminante nocturno hiciera correr podía resultar catastrófico para nuestra empresa. Si por alguna razón llegaban a descubrirnos acordamos en decir que se trataba de un laboratorio de química. De a poco fuimos dotando nuestra siniestra guarida científica con elementos comprados en Boston o sacados a hurtadillas de la Facultad —elementos camuflados con sumo cuidado, con el fin de hacerlos irreconocibles, salvo para los ojos expertos—, y nos abastecimos de picos y palas para los numerosos enterramientos que tendríamos que realizar en el sótano. En la Facultad había un incinerador, pero un artefacto como ese resultaba demasiado costoso para un laboratorio clandestino como el nuestro. Los cuerpos siempre eran una contrariedad... inclusive los pequeños cadáveres de cobayos de los experimentos secretos que West efectuaba en el cuarto de la pensión donde vivía.

Leíamos las noticias necrológicas locales como vampiros, ya que los ejemplares que necesitábamos requerían condiciones especiales. Lo que buscábamos eran cadáveres enterrados al poco tiempo de morir y sin ningún tipo de preservación artificial; preferiblemente, sin malformaciones morbosas, y por supuesto, con los órganos intactos. Nuestras mayores expectativas radicaban en las víctimas de accidentes. A lo largo de varias semanas no hubo noticias de ningún caso apropiado, aunque hablábamos con las autoridades del depósito y del hospital, pretendiendo representar los intereses de la Facultad, pero no con demasiada frecuencia, para no levantar sospechas así. Averiguamos que la Facultad tenía preferencia en todos los casos, de modo que tal vez deberíamos quedarnos en Arkham durante las vacaciones, cuando sólo se daban las limitadas clases de los cursos de verano. Pero al final la suerte nos sonrió; pues un día nos enteramos que iban a enterrar en la fosa común un caso que era casi ideal: un joven y robusto obrero que el día anterior se había ahogado en Summer's Pond, al que habían sepultado sin demoras ni embalsamientos, por cuenta de la ciudad. Esa tarde hallamos la nueva sepultura y decidimos comenzar el trabajo pasada la medianoche.

Fue una tarea repulsiva la que llevamos en la oscuridad de las primeras horas de la madrugada, aún cuando por ese tiempo los cementerios no nos provocaban ese horror particular que las posteriores experiencias despertaron. Acarreábamos palas y lámparas de petróleo porque, si bien en ese entonces ya había linternas eléctricas, no eran tan avanzadas como esos artefactos de tungsteno de hoy en día. La labor de exhumación fue lenta y sórdida, podría haber llegado a ser horriblemente poética si hubiéramos sido artistas en vez de científicos; y cuando nuestras palas se encontraron con la madera sentimos alivio. Cuando la caja de pino quedó al descubierto por completo, West bajó, quitó la tapa, extrajo el contenido y lo dejó apoyado. Me agaché, lo tomé, y entre los dos lo sacamos de la fosa; luego trabajamos denodadamente para dejar el sitio como lo habíamos encontrado. La tarea nos había puesto un poco nerviosos; sobre todo, el cuerpo rígido y el inexpresivo rostro de nuestro primer trofeo; pero nos arreglamos para hacer desaparecer cualquier huella dejada en nuestra visita. Una vez que quedó lisa la última palada de tierra, metimos el ejemplar en un saco de lienzo e iniciamos la vuelta a la granja del viejo Chapman, al otro lado de Meadow Hill.

Bajo la luz de una potente lámpara de acetileno, en una improvisada mesa de disección instalada en la vieja granja, el ejemplar no tenía un aspecto muy espectral. Había sido un joven fornido y de poca imaginación, al parecer un tipo sano y de clase baja —de constitución ancha, de ojos grises y pelo castaño—; un animal sano, sin una psicología intrincada, y lo más probable, con unos procesos vitales extremadamente sencillos y saludables. Ahora bien, parecía estar dormido más que muerto, así con los ojos cerrados; no obstante, la comprobación experta de mi amigo borró de inmediato cualquier duda al respecto. Por fin habíamos conseguido lo que West siempre había deseado: un muerto realmente ideal, apto para la solución que habíamos preparado con teorías y cálculos meticulosos, con el fin de aplicarlo en un organismo humano. Estábamos enormemente tensos. Eramos conscientes de que las probabilidades de obtener un éxito completo eran mínimas, y no lográbamos reprimir un horrible temor a los grotescos efectos de una posible animación parcial. Teníamos particulares reparos en lo que se refería a la mente y a los impulsos de la criatura, ya que podría haber tenido algún deterioro en las delicadas células cerebrales luego de la muerte. En lo que a mí respecta, todavía conservaba una curiosa noción clásica del "alma" humana, y sentía algún miedo ante los enigmas que podría revelar alguien que volvía del reino de los muertos. Me preguntaba acerca de las visiones que podría haber presenciado este apacible joven en las inaccesibles regiones, y qué podría relatar si regresaba por completo a la vida. Pero aún así mis expectativas no eran excesivas, ya que compartía casi en gran parte el materialismo de mi amigo. Él se mostró más inalterable que yo al inyectar una buena dosis del fluido en una vena del brazo del cadáver, y vendar el pinchazo de inmediato.

La espera fue espantosa, pero West no perdió en ningún momento el aplomo. De vez en cuando aplicaba el estetoscopio sobre el ejemplar, y sobrellevaba con filosofía la ausencia de resultados. Luego de que pasaran tres cuartos de hora, viendo que no había ningún signo de vida, decepcionado declaró que la solución no era la adecuada; no obstante decidió sacar el mayor provecho de esta oportunidad, y así experimentar con una fórmula modificada, antes de deshacerse de su macabra presa. Por la tarde habíamos cavado una fosa en el sótano, y deberíamos llenarla al amanecer; pues aunque habíamos colocado cerradura a la casa, no queríamos correr el menor riesgo para que no se produjera ningún descubrimiento desagradable. Además el cuerpo ya no se hallaría ni medianamente fresco a la noche siguiente. De manera que llevamos la solitaria lámpara de acetileno al laboratorio contiguo —dejando a nuestro silencioso huésped sobre la losa en la oscuridad— y pusimos manos a la obra en la preparación de una solución nueva, después de que West comprobara el peso y las mediciones con sumo cuidado.

El horroroso acontecimiento sucedió repentinamente y de forma totalmente inesperada. Yo me encontraba pasando algo de un tubo de ensayo a otro, y West estaba ocupado con la lámpara de alcohol —que hacía las veces de mechero Bunsen ya que en la granja no había instalación de gas—, en el momento en el que de la habitación que habíamos dejado en las sombras surgió la más espantosa y demoníaca sucesión de gritos que ninguno de los dos jamás hubiera oído. No habría resultado más horrendo el caos de alaridos si el abismo se hubiese abierto para desatar la angustia de los condenados, ya que en aquella pasmosa cacofonía se concentraba todo el terror y la desesperación de la naturaleza animada. No podían ser humanos, ningún hombre es capaz de proferir semejantes gritos; y sin reparar en la tarea que estábamos realizando, ni en la posibilidad de ser descubiertos, saltamos los dos como animales asustados por la ventana más cercana, tirando al suelo tubos, lámparas y matraces, y huyendo como locos a la estrellada negrura de la noche rural. Creo que gritábamos mientras corríamos como frenéticos con rumbo a la ciudad; pero cuando llegamos a las afueras nos contuvimos en nuestra actitud... lo suficiente como para parecer dos juerguistas trasnochados que regresaban a su hogar luego de una fiestecilla.

No nos separamos, sino que nos refugiamos en el cuarto de West, y allí hablábamos, con la luz de gas encendida, hasta el amanecer. Ya a esa hora nos habíamos calmado un poco conjeturando posibles teorías y sugiriendo ideas prácticas para nuestra investigación, de modo que pudimos dormir todo el día en vez de ir a clases.Pero en la tarde aparecieron en el periódico dos artículos sin ninguna relación entre sí, que nos quitaron el sueño. La antigua granja deshabitada de Chapman se había incendiado inexplicablemente, quedando reducida a un montón informe de cenizas; eso lo comprendíamos ya que habíamos tirado la lámpara. El otro informaba que habían tratado de abrir la reciente sepultura de la fosa común, como si hubiesen intentado cavar en la tierra sin herramienta. Esto nos resultó incomprensible ya que habíamos aplanado con sumo cuidado la tierra húmeda.

Y durante diecisiete años, West no dejó de mirar por encima de su hombro, y quejarse de que le parecía oír pasos detrás suyo. Ahora ha desaparecido.


Howard Philips Lovecraft


Fuente: Letras perdidas

No hay comentarios:

Publicar un comentario

 

Mi lista de blogs