PRÓLOGO
De repente, Asërion, el Dios Supremo de todos los mundos, abrió los ojos y, entre admiración y asombro, apareció en el portentoso Edén.
Entonces comenzó la Vida.
Luego sintió el don de la creación en su mente, el poder insuperable de la inmortalidad eterna y escuchó, como nadie escucharía jamás, cantos celestiales, divinos, que recorrieron su interior, vertiginosos, y creó a su esposa Arënia, cuya belleza no es comparable con nada, ni siquiera con la misma luz imperecedera de donde Él mismo había nacido.
Después erigió a sus vástagos, las deidades del paraíso, los dioses del cielo, los Señores del Edén, cuando las sombras cubrían aún la Existencia y el vacío reinaba en el inmenso universo infinito; cuando el silencio se extendía sin fin por cada rincón del cosmos, como la misma muerte triste y lóbrega, tenebrosa y macilenta; cuando no existía aún el tiempo, y los segundos eran siglos y los años milenios.
En ese principio insólito, Asërion fecundó a Arënia, y la diosa concibió a los Once Dioses Inmemorables, sus primeros hijos carnales: Usïon y Aresïa, los gemelos primogénitos que gobiernan los grandes mundos, Eserïon, Amïa, Elenïon, Ebenïa, Udon, Seyka, Amïon, Urô y, por último, Elanïa, la más hermosa deidad de la segunda generación, tan bella como la Luz del Inicio. Seguidamente, Asërion, auxiliado por Arënia, erigió del interior de la luz imperecedera a los Once Dioses de las Estrellas, sus primeros hijos no carnales, si bien del mismo modo divinos y poderosos, llamados: Ada, Emûn, Elïa, Nïon, Madia, Cron, Abia, Sen, Naidïa, Ama y Enïdon; y al final los unió entre sí, los Once Dioses Inmemorables con los Once Dioses de las Estrellas, y prohibió la unión de los hermanos de sangre bajo pena de muerte y formó una familia tan numerosa como astros crearía en el inmenso universo.
Los dioses se unieron en matrimonio: Usïon con Ada, Aresïa con Emûn, Eserïon con Elïa, Amïa con Nïon, Elenïon con Madia, Ebenïa con Cron, Udon con Abia, Seyka con Sen, Amïon con Naidïa, Urô con Ama y Elanïa con Enïdon. Cada pareja procreó alrededor de veinte hijos y, formadas nuevas parejas, cada una procreó a su vez a otra veintena de vástagos, poco más o menos, y así se multiplicaron con rapidez.
De la unión de Usïon con Ada y de Aresïa con Emûn nacieron los herederos, los dioses más fuertes y valientes de todos; de Eserïon con Elïa, los magos; de Amïa con Nïon, los poderosos; de Elenïon con Madia, los cazadores; de Ebenïa con Cron, los magníficos; de Udon con Abia, los gobernantes; de Seyka con Sen, los perpetuos; de Amïon con Naidïa, los celestiales; de Urô con Ama, los armoniosos; y de Elanïa con Enïdon, los serafines.
Tanto los herederos, como los magos, los poderosos, los cazadores, los magníficos, los gobernantes, los perpetuos, los celestiales, los armoniosos y los serafines vivieron —y viven— con sus padres y abuelos en el Edén imperecedero, gobernando cada uno de los universos infinitos y afines de la Existencia, donde existen millones de galaxias en cada uno de ellos y giran sin cesar paralelos en tiempos y épocas diferentes.
Surgieron conflictos entre los dioses, y Asërion autorizó a sus hijos, tanto carnales como no carnales, para que castigaran con rigor a sus vástagos, siempre con justicia y equidad, y valorando el delito cometido; y así dictó la primera Ley Celestial, que persistirá hasta el fin del mundo, hasta el fin de los tiempos, cuando el Demonio arrase el cosmos sembrando la muerte y el desaliento. Y los Dioses Jueces fueron bendecidos por su Padre para despojar los espíritus inmortales de sus propios descendientes condenados, y arrojarlos como simples almas al Lugar Divino del Mundo de los Espíritus, que se encuentra dentro del mismo Edén.
El primer gran juicio surgió cuando Nerïon, —Señor del planeta Tierra Lunar, un mundo que tenía dos satélites plateados y donde las tierras emergidas se extendían por casi toda su superficie y el agua era más valiosa que el mismo oro que se hallaba oculto en las minas subterráneas; hijo de Amön y Viana, nieto de Erïn y Eleda, bisnieto de Tro y Ata, tataranieto de Elemïon y Galea, y cuadrinieto de Elenïon y Madia— arremetió a traición armado con una daga y cegado por la envidia, con alevosía y ensañamiento, contra su propio hermano mayor y heredero de su familia Enïon, un dios ejemplar en todos los sentidos, arrebatándole vilmente la vida.
Nerïon fue apresado, encadenado y llevado ante Elenïon y Madia. Se le enjuició y condenó a muerte mediante decapitación. Después de cumplido el fallo, se le descuartizó y su cuerpo lo echaron al fuego divino, donde se consumió durante dos días seguidos.
Su espectro, apenado y atormentado, llegó al Mundo de los Espíritus, donde ya se encontraba el alma del mismo Enïon; y allí, aún hoy, vaga arrepentido de sus actos, martirizado por el remordimiento. Sin embargo, en su eterno desconsuelo, nunca obtuvo el perdón de su familia, porque este hecho, sin duda, fue el comienzo de algo insólito hasta entonces: la aparición de la Muerte.
Entonces Asërion formó en el firmamento las estrellas con fuego divino y, alrededor de cada una de ellas, colocó, girando a su alrededor incansablemente y durante toda la eternidad, a los planetas, los mundos materiales donde millones y millones de milenios después aparecería la vida en minúsculos organismos unicelulares que él mismo y los demás dioses harían evolucionar hasta convertirse en seres racionales o, por el contrario, irracionales, según su complacencia y la de las demás divinidades. También proporcionó a cada dios, por norma general, la propiedad de una o varias estirpes de seres que fueran creadas. No obstante, algunos dioses, los más poderosos, se atribuyeron a cientos de estas estirpes y se hicieron auténticos señores, superiores a todo, en muchos mundos materiales, planetas que giraban sin descanso en un universo inmenso y antiguo como su mismo Creador.
Los organismos arcaicos se hicieron más complejos y aparecieron las primeras plantas de la Existencia, primitivas y algunas dotadas de inteligencia, que los dioses asentaron en tierra fértil y fecunda; después, otros de esos seres microscópicos evolucionaron en diminutos animales, insignificantes insectos que con el paso rápido de los años llegaron a convertirse en grandes mamíferos perspicaces y, en muchas ocasiones, muy diferentes unos de otros como los cosmos existentes.
Y tras el paso de los milenios aparecieron en varios mundos afines, pero separados por los dioses en universos desiguales, aislados unos de otros por el tiempo, el espacio y la magia, los vetus.
Los vetus eran simples mortales. Fueron creados a semejanza de los dioses, sus creadores del Edén. Perspicaces e inteligentes, y sagaces en la guerra, se extendieron muy deprisa y conquistaron muchos mundos, que gobernaron con justicia, paz y armonía, como ocurriría más tarde con otra estirpe de noble e ilustre linaje muy parecida a ellos física y mentalmente: los auris.
Pero los vetus casi se extinguieron, y los pocos que subsistieron apostaron sus moradas en ciudades ocultas y en el interior de los árboles gigantes de los bosques milenarios, como también harían después las bondadosas brujas blancas de los bosques, conocidas como eshïas. En aquel tiempo, muchísimos millones de años después de la Creación, Arënia, la diosa más bella que nunca más existió, quedaría otra vez encinta de su esposo Asërion, el Dios Supremo, el Creador del universo infinito, y daría a luz a gemelos, que se convertirían en dos deidades de inmenso poder: Enesïon y Nedesïon.
Enesïon y Nedesïon no eran simples dioses, sino los mismísimos hijos de Asërion, el Dios Supremo de todos los mundos, el Creador del universo, el Padre de todos los padres y el Perfecto entre los perfectos. Fueron bendecidos con agua consagrada de la Fuente Divina del Edén, y apadrinados por Usïon, su propio hermano carnal, y por Ada, su hermana no carnal y esposa de Usïon. Por tanto, sus padrinos fueron los dioses más poderosos, junto con Aresïa y Emûn, de la segunda generación.
Los hermanos crecieron juntos, amándose mutuamente hasta lo impensable, y cuando llegaron a la edad adulta para las deidades, de pronto nació una estrella en el horizonte. Un nuevo sol se instaló en la galaxia llamada Lucem, que giraba paralela a cientos de mundos similares y diferentes.
Alrededor del sol se formaron nueve planetas y alrededor de éstos, decenas de satélites, lunas de belleza imperiosa; pero en sólo uno de aquellos astros surgiría la vida: Tierra Leyenda.
Nedesïon contrajo matrimonio con Area, una diosa importante, y Enesïon con Leyna, una deidad de belleza insuperable, pero de menor entidad que Area. Sin embargo, Nedesïon se enamoró de Leyna y sintió envidia y rencor hacia su hermano, que ocultó en el fondo de su corazón.
Un día Nedesïon, como no podía poseer a Leyna, la hechizó con su magia e hizo que se acostara en su propio lecho con Edo, un dios joven que también había previamente enajenado. Le dijo a Enesïon que Leyna le estaba engañando con Edo, pero Enesïon no quiso creerlo.
—¡Sígueme! —bramó Nedesïon con decisión, sonriendo con una cierta malicia—. ¡Te lo mostraré!
Poco después, los dioses descubrieron a los amantes embrujados, y Enesïon, furibundo, los asesinó a ambos con su espada mágica cuando dormían juntos.
Pero, al final, siempre se descubre la verdad. Enesïon fue condenado a prisión por mil años, por actuar colérico sin ajustarse a la Ley Celestial de Asërion, su mismo padre. No obstante, se le imputaron atenuantes por actuar bajo incapacidad temporal de locura, algo que por supuesto fue cierto. En cambio, Nedesïon, un dios que había poseído indulgencia y justicia, pero que la avaricia y la envidia lo habían convertido en leviatán, fue repudiado por las demás deidades y condenado por Asërion a residir por toda la eternidad en la oscuridad del Averno.
Pasados los mil años, Enesïon volvió a su trono imperecedero y se convirtió en el Señor de la Luz, una deidad inigualable. Nedesïon, su hermano gemelo, se autoproclamó el Señor de las Tinieblas y extendió su imperio de horror por los mundos materiales. El leviatán erigió a muchas estirpes mortales, como los dragones negros conocidos como lûctos, los gigantes, los minotauros, los monstruos tarkos, que tenían caras porcinas y ojos amarillos, y los dîrus o brujos negros, su mayor creación, entre otros. Los dîrus eran criaturas hermosas, pero más malvadas aún que los propios tarkos. Tenían ojos de serpiente, orejas puntiagudas y colmillos de vampiro.
Otro hecho importante fue que, los dos dioses inmortales que tanto se habían amado, aunque interiormente fueran muy diferentes, físicamente eran tan parecidos como dos gotas de agua.
Y por los hechos ya descritos antes, comenzó la guerra entre el bien y el mal, la luz y las tinieblas, el Edén y el Averno, la Vida y la Muerte. Una contienda permanente, cruel y feroz que no tendría fin. Por tanto, Asërion, el Dios Supremo, y los dioses más poderosos, crearon de la luz imperecedera, de la divinidad del paraíso, a los semidioses: los Guardianes del Cosmos nacidos en el mágico Edén.
Los guardianes no podían interferir en las grandes decisiones que ocurrían en los mundos, y tenían como misión recorrer los planetas habitados en busca de enemigos, e investigar los hechos importantes para ponerlos en conocimiento de los dioses del Edén.
Los semidioses eran inmortales y, algunos, más poderosos aún que muchas deidades divinas.
Transformaban su aspecto a semejanza de los seres mortales de los planetas, y nunca podían revelar su verdadera identidad porque si no pondrían en grave peligro la misión que llevaran a cabo.
Para localizarlos, Nedesïon había creado a los semidioses del Averno, unos seres diabólicos también llamados daemons, que se camuflaban como sus eternos enemigos.
Jerárquicamente, por debajo de los guardianes del Cosmos, se encontraban los xanïas, que eran los ángeles del Edén, los protectores permanentes de los dioses, también creados por el Dios Supremo y sus hijos en luz divina; y, en el lado oscuro, por debajo de los daemons, los enâis, los ángeles del infierno, protectores de los señores demoníacos del Averno, creados por Nedesïon a semejanza de los ángeles del cielo.
Los xanïas y los enâis también podían morar en los mundos materiales, aunque de manera transitoria.
Enesïon, el Señor de la Luz, creó a los ya citados auris; seres altos, de cabellos largos y tez blanca, rostros de rasgos elegantes y finos, ojos de gato y grandes orejas que terminaban en punta.
Los auris vestían extraordinarias ropas mágicas, y no sólo eran bardos, artistas o comerciantes, sino también grandiosos guerreros diestros en el arte de la lucha, y conocían mejor que nadie la pericia de la magia. Eso sí, ante todo los auris eran un pueblo pacífico.
Enesïon los erigió a semejanza de los mismos dioses, los Señores del Edén, y por eso eran casi idénticos a los vetus, sus antepasados casi extinguidos, creados por Usïon, su hermano mayor y heredero al Trono Divino. No obstante, existía una diferencia significativa entre ambas estirpes: los auris tenían ojos de gato y los vetus, ojos de halcón.
Pero el mal se extendía por todos los mundos y para proteger a los auris, Enesïon, el Señor de la Luz, consiguió el apoyo de sus colaboradores y subordinados más cercanos, y cada uno de ellos creó un animal mágico para cumplir el deseo de su deidad, el hijo del Dios Supremo, Asërion.
Esos colaboradores fueron Aquesïon, el Señor del Cielo, que erigió a las gigantescas Águilas Pardas; Droun, el Señor del Fuego, que erigió a los bravos Dragones Blancos; Berënion, el Señor del Bosque, que erigió a los ágiles y grandes gatos con punta en las orejas en forma de astas, llamados linces; Edïona, la Señora de la Tierra, que erigió a los fuertes lobos negros; Aquium, el Señor del Mar, que erigió a las inteligentes y salvajes orcas; y Sienus, el Señor del Hielo, que erigió a los fieros osos blancos.
Y pasaron los años, los siglos, y el mundo fue cambiando por hechos importantes que sucedieron o simplemente por el paso del tiempo.
Acaecieron grandes guerras, disputas interminables entre los dos bandos; lacras de muerte y maldad, epidemias y enfermedades. Hasta que sucedió un hecho único que hizo temblar los cimientos de la Existencia, y el mismísimo Señor de las Tinieblas se removió inquieto en su trono lúgubre del Averno.
Un hecho que agitó el universo entero.
Comenzó a tronar y resplandeció el cielo, y todos los seres mortales miraron temerosos al firmamento. Enesïon, el Señor de la Luz, reunió a los demás dioses y les comunicó lo que acababa de ocurrir en el bosque de Mür del planeta Tierra Leyenda: una joven bruja, una dîrus del Reino Oscuro, seguidora de su hermano gemelo Nedesïon, había renunciado a sus dioses del Averno en un templo sagrado del bosque, ante los humanos, y posteriormente había aceptado a sus nuevas deidades.
—Has renunciado a los enemigos de Asërion y de los hombres, ¿aceptas ahora iniciar una nueva vida en defensa de la justicia y la verdad? —le preguntó el sacerdote del templo.
—Sí, padre —dijo la joven—. Acepto.
—¿Aceptas a Asërion como dios supremo de todos los mundos?
—Sí, acepto.
—¿Aceptas a Enesïon como el hijo del Dios Padre?
—Sí, acepto.
—¿Aceptas como dioses únicos y verdaderos a los Señores del Edén?
—Sí, los acepto.
—¿Aceptas al padre Emo, como Patriarca Mayor de la Iglesia de la Luz?
—Sí, acepto.
—¿Aceptas a Rodrian como rey de Castrum?
—Sí, acepto.
—Acabas de aceptar no sólo delante de los hombres —el sacerdote miró atrás, donde se encontraban las figuras divinas de las deidades del paraíso—, sino también delante de los Señores del Edén, tus nuevos dioses.
Entonces, todas las deidades rezaron por el espíritu misericordioso de aquella bruja. Enesïon estaba satisfecho.
—¿A quién de ellos orarás hasta el día de tu muerte? —preguntó otra vez el sacerdote.
—A Edïona, la Señora de la Tierra —apuntó la dîrus, y alargó la mano hacia Cannean, su lobo protector, que se hallaba a su lado, acariciándole su enorme cuello.
«Ahora somos inseparables», le dijo mentalmente al cánido. «Rezamos a la misma diosa».
«Hasta el día de nuestra muerte», corroboró el lobo.
Ella sola, una simple dîrus del Reino Oscuro, había conseguido agitar los mismísimos cimientos del universo.
Su nombre era Elinâ, Luz de Luna.
Entonces comenzó la Vida.
Luego sintió el don de la creación en su mente, el poder insuperable de la inmortalidad eterna y escuchó, como nadie escucharía jamás, cantos celestiales, divinos, que recorrieron su interior, vertiginosos, y creó a su esposa Arënia, cuya belleza no es comparable con nada, ni siquiera con la misma luz imperecedera de donde Él mismo había nacido.
Después erigió a sus vástagos, las deidades del paraíso, los dioses del cielo, los Señores del Edén, cuando las sombras cubrían aún la Existencia y el vacío reinaba en el inmenso universo infinito; cuando el silencio se extendía sin fin por cada rincón del cosmos, como la misma muerte triste y lóbrega, tenebrosa y macilenta; cuando no existía aún el tiempo, y los segundos eran siglos y los años milenios.
En ese principio insólito, Asërion fecundó a Arënia, y la diosa concibió a los Once Dioses Inmemorables, sus primeros hijos carnales: Usïon y Aresïa, los gemelos primogénitos que gobiernan los grandes mundos, Eserïon, Amïa, Elenïon, Ebenïa, Udon, Seyka, Amïon, Urô y, por último, Elanïa, la más hermosa deidad de la segunda generación, tan bella como la Luz del Inicio. Seguidamente, Asërion, auxiliado por Arënia, erigió del interior de la luz imperecedera a los Once Dioses de las Estrellas, sus primeros hijos no carnales, si bien del mismo modo divinos y poderosos, llamados: Ada, Emûn, Elïa, Nïon, Madia, Cron, Abia, Sen, Naidïa, Ama y Enïdon; y al final los unió entre sí, los Once Dioses Inmemorables con los Once Dioses de las Estrellas, y prohibió la unión de los hermanos de sangre bajo pena de muerte y formó una familia tan numerosa como astros crearía en el inmenso universo.
Los dioses se unieron en matrimonio: Usïon con Ada, Aresïa con Emûn, Eserïon con Elïa, Amïa con Nïon, Elenïon con Madia, Ebenïa con Cron, Udon con Abia, Seyka con Sen, Amïon con Naidïa, Urô con Ama y Elanïa con Enïdon. Cada pareja procreó alrededor de veinte hijos y, formadas nuevas parejas, cada una procreó a su vez a otra veintena de vástagos, poco más o menos, y así se multiplicaron con rapidez.
De la unión de Usïon con Ada y de Aresïa con Emûn nacieron los herederos, los dioses más fuertes y valientes de todos; de Eserïon con Elïa, los magos; de Amïa con Nïon, los poderosos; de Elenïon con Madia, los cazadores; de Ebenïa con Cron, los magníficos; de Udon con Abia, los gobernantes; de Seyka con Sen, los perpetuos; de Amïon con Naidïa, los celestiales; de Urô con Ama, los armoniosos; y de Elanïa con Enïdon, los serafines.
Tanto los herederos, como los magos, los poderosos, los cazadores, los magníficos, los gobernantes, los perpetuos, los celestiales, los armoniosos y los serafines vivieron —y viven— con sus padres y abuelos en el Edén imperecedero, gobernando cada uno de los universos infinitos y afines de la Existencia, donde existen millones de galaxias en cada uno de ellos y giran sin cesar paralelos en tiempos y épocas diferentes.
Surgieron conflictos entre los dioses, y Asërion autorizó a sus hijos, tanto carnales como no carnales, para que castigaran con rigor a sus vástagos, siempre con justicia y equidad, y valorando el delito cometido; y así dictó la primera Ley Celestial, que persistirá hasta el fin del mundo, hasta el fin de los tiempos, cuando el Demonio arrase el cosmos sembrando la muerte y el desaliento. Y los Dioses Jueces fueron bendecidos por su Padre para despojar los espíritus inmortales de sus propios descendientes condenados, y arrojarlos como simples almas al Lugar Divino del Mundo de los Espíritus, que se encuentra dentro del mismo Edén.
El primer gran juicio surgió cuando Nerïon, —Señor del planeta Tierra Lunar, un mundo que tenía dos satélites plateados y donde las tierras emergidas se extendían por casi toda su superficie y el agua era más valiosa que el mismo oro que se hallaba oculto en las minas subterráneas; hijo de Amön y Viana, nieto de Erïn y Eleda, bisnieto de Tro y Ata, tataranieto de Elemïon y Galea, y cuadrinieto de Elenïon y Madia— arremetió a traición armado con una daga y cegado por la envidia, con alevosía y ensañamiento, contra su propio hermano mayor y heredero de su familia Enïon, un dios ejemplar en todos los sentidos, arrebatándole vilmente la vida.
Nerïon fue apresado, encadenado y llevado ante Elenïon y Madia. Se le enjuició y condenó a muerte mediante decapitación. Después de cumplido el fallo, se le descuartizó y su cuerpo lo echaron al fuego divino, donde se consumió durante dos días seguidos.
Su espectro, apenado y atormentado, llegó al Mundo de los Espíritus, donde ya se encontraba el alma del mismo Enïon; y allí, aún hoy, vaga arrepentido de sus actos, martirizado por el remordimiento. Sin embargo, en su eterno desconsuelo, nunca obtuvo el perdón de su familia, porque este hecho, sin duda, fue el comienzo de algo insólito hasta entonces: la aparición de la Muerte.
Entonces Asërion formó en el firmamento las estrellas con fuego divino y, alrededor de cada una de ellas, colocó, girando a su alrededor incansablemente y durante toda la eternidad, a los planetas, los mundos materiales donde millones y millones de milenios después aparecería la vida en minúsculos organismos unicelulares que él mismo y los demás dioses harían evolucionar hasta convertirse en seres racionales o, por el contrario, irracionales, según su complacencia y la de las demás divinidades. También proporcionó a cada dios, por norma general, la propiedad de una o varias estirpes de seres que fueran creadas. No obstante, algunos dioses, los más poderosos, se atribuyeron a cientos de estas estirpes y se hicieron auténticos señores, superiores a todo, en muchos mundos materiales, planetas que giraban sin descanso en un universo inmenso y antiguo como su mismo Creador.
Los organismos arcaicos se hicieron más complejos y aparecieron las primeras plantas de la Existencia, primitivas y algunas dotadas de inteligencia, que los dioses asentaron en tierra fértil y fecunda; después, otros de esos seres microscópicos evolucionaron en diminutos animales, insignificantes insectos que con el paso rápido de los años llegaron a convertirse en grandes mamíferos perspicaces y, en muchas ocasiones, muy diferentes unos de otros como los cosmos existentes.
Y tras el paso de los milenios aparecieron en varios mundos afines, pero separados por los dioses en universos desiguales, aislados unos de otros por el tiempo, el espacio y la magia, los vetus.
Los vetus eran simples mortales. Fueron creados a semejanza de los dioses, sus creadores del Edén. Perspicaces e inteligentes, y sagaces en la guerra, se extendieron muy deprisa y conquistaron muchos mundos, que gobernaron con justicia, paz y armonía, como ocurriría más tarde con otra estirpe de noble e ilustre linaje muy parecida a ellos física y mentalmente: los auris.
Pero los vetus casi se extinguieron, y los pocos que subsistieron apostaron sus moradas en ciudades ocultas y en el interior de los árboles gigantes de los bosques milenarios, como también harían después las bondadosas brujas blancas de los bosques, conocidas como eshïas. En aquel tiempo, muchísimos millones de años después de la Creación, Arënia, la diosa más bella que nunca más existió, quedaría otra vez encinta de su esposo Asërion, el Dios Supremo, el Creador del universo infinito, y daría a luz a gemelos, que se convertirían en dos deidades de inmenso poder: Enesïon y Nedesïon.
Enesïon y Nedesïon no eran simples dioses, sino los mismísimos hijos de Asërion, el Dios Supremo de todos los mundos, el Creador del universo, el Padre de todos los padres y el Perfecto entre los perfectos. Fueron bendecidos con agua consagrada de la Fuente Divina del Edén, y apadrinados por Usïon, su propio hermano carnal, y por Ada, su hermana no carnal y esposa de Usïon. Por tanto, sus padrinos fueron los dioses más poderosos, junto con Aresïa y Emûn, de la segunda generación.
Los hermanos crecieron juntos, amándose mutuamente hasta lo impensable, y cuando llegaron a la edad adulta para las deidades, de pronto nació una estrella en el horizonte. Un nuevo sol se instaló en la galaxia llamada Lucem, que giraba paralela a cientos de mundos similares y diferentes.
Alrededor del sol se formaron nueve planetas y alrededor de éstos, decenas de satélites, lunas de belleza imperiosa; pero en sólo uno de aquellos astros surgiría la vida: Tierra Leyenda.
Nedesïon contrajo matrimonio con Area, una diosa importante, y Enesïon con Leyna, una deidad de belleza insuperable, pero de menor entidad que Area. Sin embargo, Nedesïon se enamoró de Leyna y sintió envidia y rencor hacia su hermano, que ocultó en el fondo de su corazón.
Un día Nedesïon, como no podía poseer a Leyna, la hechizó con su magia e hizo que se acostara en su propio lecho con Edo, un dios joven que también había previamente enajenado. Le dijo a Enesïon que Leyna le estaba engañando con Edo, pero Enesïon no quiso creerlo.
—¡Sígueme! —bramó Nedesïon con decisión, sonriendo con una cierta malicia—. ¡Te lo mostraré!
Poco después, los dioses descubrieron a los amantes embrujados, y Enesïon, furibundo, los asesinó a ambos con su espada mágica cuando dormían juntos.
Pero, al final, siempre se descubre la verdad. Enesïon fue condenado a prisión por mil años, por actuar colérico sin ajustarse a la Ley Celestial de Asërion, su mismo padre. No obstante, se le imputaron atenuantes por actuar bajo incapacidad temporal de locura, algo que por supuesto fue cierto. En cambio, Nedesïon, un dios que había poseído indulgencia y justicia, pero que la avaricia y la envidia lo habían convertido en leviatán, fue repudiado por las demás deidades y condenado por Asërion a residir por toda la eternidad en la oscuridad del Averno.
Pasados los mil años, Enesïon volvió a su trono imperecedero y se convirtió en el Señor de la Luz, una deidad inigualable. Nedesïon, su hermano gemelo, se autoproclamó el Señor de las Tinieblas y extendió su imperio de horror por los mundos materiales. El leviatán erigió a muchas estirpes mortales, como los dragones negros conocidos como lûctos, los gigantes, los minotauros, los monstruos tarkos, que tenían caras porcinas y ojos amarillos, y los dîrus o brujos negros, su mayor creación, entre otros. Los dîrus eran criaturas hermosas, pero más malvadas aún que los propios tarkos. Tenían ojos de serpiente, orejas puntiagudas y colmillos de vampiro.
Otro hecho importante fue que, los dos dioses inmortales que tanto se habían amado, aunque interiormente fueran muy diferentes, físicamente eran tan parecidos como dos gotas de agua.
Y por los hechos ya descritos antes, comenzó la guerra entre el bien y el mal, la luz y las tinieblas, el Edén y el Averno, la Vida y la Muerte. Una contienda permanente, cruel y feroz que no tendría fin. Por tanto, Asërion, el Dios Supremo, y los dioses más poderosos, crearon de la luz imperecedera, de la divinidad del paraíso, a los semidioses: los Guardianes del Cosmos nacidos en el mágico Edén.
Los guardianes no podían interferir en las grandes decisiones que ocurrían en los mundos, y tenían como misión recorrer los planetas habitados en busca de enemigos, e investigar los hechos importantes para ponerlos en conocimiento de los dioses del Edén.
Los semidioses eran inmortales y, algunos, más poderosos aún que muchas deidades divinas.
Transformaban su aspecto a semejanza de los seres mortales de los planetas, y nunca podían revelar su verdadera identidad porque si no pondrían en grave peligro la misión que llevaran a cabo.
Para localizarlos, Nedesïon había creado a los semidioses del Averno, unos seres diabólicos también llamados daemons, que se camuflaban como sus eternos enemigos.
Jerárquicamente, por debajo de los guardianes del Cosmos, se encontraban los xanïas, que eran los ángeles del Edén, los protectores permanentes de los dioses, también creados por el Dios Supremo y sus hijos en luz divina; y, en el lado oscuro, por debajo de los daemons, los enâis, los ángeles del infierno, protectores de los señores demoníacos del Averno, creados por Nedesïon a semejanza de los ángeles del cielo.
Los xanïas y los enâis también podían morar en los mundos materiales, aunque de manera transitoria.
Enesïon, el Señor de la Luz, creó a los ya citados auris; seres altos, de cabellos largos y tez blanca, rostros de rasgos elegantes y finos, ojos de gato y grandes orejas que terminaban en punta.
Los auris vestían extraordinarias ropas mágicas, y no sólo eran bardos, artistas o comerciantes, sino también grandiosos guerreros diestros en el arte de la lucha, y conocían mejor que nadie la pericia de la magia. Eso sí, ante todo los auris eran un pueblo pacífico.
Enesïon los erigió a semejanza de los mismos dioses, los Señores del Edén, y por eso eran casi idénticos a los vetus, sus antepasados casi extinguidos, creados por Usïon, su hermano mayor y heredero al Trono Divino. No obstante, existía una diferencia significativa entre ambas estirpes: los auris tenían ojos de gato y los vetus, ojos de halcón.
Pero el mal se extendía por todos los mundos y para proteger a los auris, Enesïon, el Señor de la Luz, consiguió el apoyo de sus colaboradores y subordinados más cercanos, y cada uno de ellos creó un animal mágico para cumplir el deseo de su deidad, el hijo del Dios Supremo, Asërion.
Esos colaboradores fueron Aquesïon, el Señor del Cielo, que erigió a las gigantescas Águilas Pardas; Droun, el Señor del Fuego, que erigió a los bravos Dragones Blancos; Berënion, el Señor del Bosque, que erigió a los ágiles y grandes gatos con punta en las orejas en forma de astas, llamados linces; Edïona, la Señora de la Tierra, que erigió a los fuertes lobos negros; Aquium, el Señor del Mar, que erigió a las inteligentes y salvajes orcas; y Sienus, el Señor del Hielo, que erigió a los fieros osos blancos.
Y pasaron los años, los siglos, y el mundo fue cambiando por hechos importantes que sucedieron o simplemente por el paso del tiempo.
Acaecieron grandes guerras, disputas interminables entre los dos bandos; lacras de muerte y maldad, epidemias y enfermedades. Hasta que sucedió un hecho único que hizo temblar los cimientos de la Existencia, y el mismísimo Señor de las Tinieblas se removió inquieto en su trono lúgubre del Averno.
Un hecho que agitó el universo entero.
Comenzó a tronar y resplandeció el cielo, y todos los seres mortales miraron temerosos al firmamento. Enesïon, el Señor de la Luz, reunió a los demás dioses y les comunicó lo que acababa de ocurrir en el bosque de Mür del planeta Tierra Leyenda: una joven bruja, una dîrus del Reino Oscuro, seguidora de su hermano gemelo Nedesïon, había renunciado a sus dioses del Averno en un templo sagrado del bosque, ante los humanos, y posteriormente había aceptado a sus nuevas deidades.
—Has renunciado a los enemigos de Asërion y de los hombres, ¿aceptas ahora iniciar una nueva vida en defensa de la justicia y la verdad? —le preguntó el sacerdote del templo.
—Sí, padre —dijo la joven—. Acepto.
—¿Aceptas a Asërion como dios supremo de todos los mundos?
—Sí, acepto.
—¿Aceptas a Enesïon como el hijo del Dios Padre?
—Sí, acepto.
—¿Aceptas como dioses únicos y verdaderos a los Señores del Edén?
—Sí, los acepto.
—¿Aceptas al padre Emo, como Patriarca Mayor de la Iglesia de la Luz?
—Sí, acepto.
—¿Aceptas a Rodrian como rey de Castrum?
—Sí, acepto.
—Acabas de aceptar no sólo delante de los hombres —el sacerdote miró atrás, donde se encontraban las figuras divinas de las deidades del paraíso—, sino también delante de los Señores del Edén, tus nuevos dioses.
Entonces, todas las deidades rezaron por el espíritu misericordioso de aquella bruja. Enesïon estaba satisfecho.
—¿A quién de ellos orarás hasta el día de tu muerte? —preguntó otra vez el sacerdote.
—A Edïona, la Señora de la Tierra —apuntó la dîrus, y alargó la mano hacia Cannean, su lobo protector, que se hallaba a su lado, acariciándole su enorme cuello.
«Ahora somos inseparables», le dijo mentalmente al cánido. «Rezamos a la misma diosa».
«Hasta el día de nuestra muerte», corroboró el lobo.
Ella sola, una simple dîrus del Reino Oscuro, había conseguido agitar los mismísimos cimientos del universo.
Su nombre era Elinâ, Luz de Luna.
Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015
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