viernes, 25 de diciembre de 2015

Elinâ: PRIMERA PARTE "LEVIATÁN", CAPÍTULO 1


           Elinâ: Primera Parte "Leviatán", Capítulo 1



1

El castillo de Lutuám, emplazado en la remota comarca de Lutus de la región de Baria del reino de Esión, sobresalía por sus tres torres esquineras y un enorme torreón tan alto que casi alcanzaba y acariciaba las mismas nubes blancas del cielo infinito, y por otras numerosas torres descubiertas; unidas por un gran muro oscuro con adarves donde continuamente vigilaban los soldados.

La barbacana era de uso militar, rectangular, sencilla y gobernada por un capitán, auxiliado por dos sargentos y varios cabos. El foso que rodeaba toda la fortaleza era profundo y en sus aguas habitaban grandes serpientes acuáticas, caimanes, cocodrilos y otras feroces bestias similares.

En el interior del baluarte, cruzando el puente levadizo que unía la barbacana con el castillo, había un muro a la derecha, con una entrada ojival sin puerta, por el que se accedía a un patio inmenso y al mismo edificio principal donde residía el cacique Ceo, señor de la región.

Igualmente, sin cruzar la entrada ojival del muro ya mencionada, a la izquierda, se encontraba el extenso patio de armas —muchísimo más grande que el propio patio principal—, el pozo y la gigantesca torre del homenaje, los establos y el cuartel militar del castillo. Por último, cerca del mismo cuartel, se situaba la ciudadela, masificada y de calles estrechas y laberínticas; y en un lateral el monumental templo sagrado.

En definitiva, Lutuám, capital de Baria, era un gran baluarte inmenso, infranqueable para sus enemigos del cercano reino de Vacuan, el reino centauro que había más allá de los Montes Urión.



El día amaneció sin una nube.

Samí era un mercader procedente de la lejana ciudad de Ut, de aparente mediana edad, con pelo negro y barba larga, ojos castaños, piel morena, bastante alto y vestido con túnica oscura, larga y ancha, que le llegaba hasta los tobillos, y con un turbante en la cabeza.

El hombre instaló a primera hora de la mañana su puesto en el mercado de la ciudadela, donde vendía hierbas e inciensos de buena calidad.

—Hoy hará un buen día —dijo Qitus, su vecino del puesto contiguo, de raza negra, un comerciante de objetos y piezas de plata, mientras sonreía y mostraba unos dientes excesivamente blancos.

Como Qitus, muchos más mercaderes vendían piezas de plata, oro y otras joyas preciosas. 

El mercado de Baria era grandísimo y se extendía por buena parte de las calles de la ciudadela.

Había puestos de venta de todo tipo: vendedores de objetos de cerámica y porcelana, plata y joyas, cuero, escudos heráldicos, madera, cristal, hierbas medicinales, incienso y hasta juguetes artesanales. También bisutería, vendedores de papel, artesanía en forja, decoración, cestería, perfumes y jabones de esencias naturales. Del mismo modo, abundaban los puestos en los que se vendían al menudeo artículos alimentarios de quesos y embutidos de todo tipo, frutos secos, caramelos, fruterías y pastelerías con una gran variedad de pan, cocas y dulces; cetrería, títeres y otros entretenimientos diversos.

Un trovador tocaba un arpa vieja y cantaba una hermosa canción, mientras el gentío escuchaba atento.

—Sí —asintió Samí, mirando al cielo, con los ojos medio cerrados.

Aquella afirmación de Qitus era más que cierta. Por fin había salido el sol, después de las lluvias insistentes de días anteriores.

Lutuám era la ciudad más meridional de Baria y de todo el reino de Esión; donde los inviernos eran suaves —excepto en los sistemas montañosos: los Montes Míticos y los propios Montes Urión—, y los veranos muy calurosos, alcanzando casi a diario temperaturas superiores a los cuarenta grados. Además, ya avanzada la inestable primavera, estaba próximo el verano tórrido.

—¿Te quedarás en Lutuám? —preguntó Qitus.

—No —dijo Samí, de manera escueta.

—¿A dónde irás?

—Aún no lo sé —indicó el mercader, encogiéndose de hombros, sin revelarle su destino.

—Siempre estás de andanzas. —Qitus volvió a sonreír.

—Exacto.

Samí esbozó una forzada sonrisa.

—El verano será muy caluroso.

—Sí.

—Y al sur más.

Samí asintió.

Al instante, llegaron numerosos clientes y comenzó a vender sus productos.

Más tarde, al mediodía, los mercaderes recogieron los puestos.

—Suerte, Samí —se despidió Qitus.

—Suerte, amigo —repitió él.

Arreó a la yegua y la carreta avanzó despacio.

Aunque por las ventas debería haber estado contento, el hombre seguía con el semblante serio.

Metió la mano en el interior de la túnica y tocó el objeto esférico que custodiaba sin descanso desde hacía una semana, y sintió su inmenso poder en las yemas de sus dedos.

El objeto era muy poderoso, tanto que sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo.
Sin duda, estaba inquieto.

«Quién no lo estaría», pensó, sobrecogido.




Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015



No hay comentarios:

Publicar un comentario

 

Mi lista de blogs