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Samí sabía que el objeto mágico que preservaba era valiosísimo, más que cualquier otro del reino o incluso de toda Tierra Leyenda; por tanto, debía ser muy precavido.
Actuó con naturalidad, como acostumbraba normalmente, no levantando sospechas por si lo espiaban, pues recordó inquieto que en días anteriores había observado algunos compradores extraños que no le habían gustado.
«Lo habrían descubierto», se preguntó, dudoso.
Aquel día no se dirigió a su casa, ni siquiera paró en taberna alguna para comer y, fumando una de sus pipas de agua, se encaminó en su carreta por las callejuelas estrechas de la ciudadela hacia la puerta norte de la fortaleza, sin necesidad de atravesar el grandioso patio de armas y más tarde cruzar el puente levadizo y llegar a la barbacana para salir del castillo.
Los soldados le abrieron la puerta.
—Hasta pronto, amigos —se despidió.
—Suerte —dijo uno de ellos.
El mercader pensó que la necesitaría.
El paisaje que se abrió ante sus ojos fue impresionante: la espesura crecía por los campos extensos que rodeaban el lago Austral.
El propio lago se divisaba imperioso al fondo: azul, con las aguas tranquilas, sin apenas oleaje.
Las tierras que rodeaban el lago eran fértiles y productivas, y había muchas casas y granjas aisladas, dedicadas a la ganadería y agricultura, no muy alejadas del castillo por motivos obvios de seguridad.
El reino de Esión era bastante extenso, aunque no todo era fructífero, por supuesto.
La capital Legen se situaba en la orilla izquierda del río Feraz, donde además se hallaban las grandes ciudades de Sau y Auten al norte, y Ut al sur. Hacia el este se ubicaba Tus, junto al río Escarpa, que hacía frontera con Ibus, la primera urbe del hermanado reino humano de Krön.
Por otro lado, al sur se alzaban los Montes Míticos, un sistema montañoso espectacular, donde nacía el río Sub, que desaguaba en el lago Austral, donde la remota Lutuám se ubicaba en su orilla meridional.
Al oriente de Lutuám se encontraba Otom, al pie de los Montes Urión, y Barim, más al septentrión, acariciando los árboles del interminable Bosque Negro y, por supuesto, los abruptos y citados montes.
Entre Legen y los Montes Míticos se ubicaba la Meseta de Esión, una superficie plana y elevada, prácticamente deshabitada, donde las temperaturas eran extremas tanto en verano como en invierno.
Asimismo, el río Feraz nacía en los Montes del Desierto, el sistema montañoso más grande de aquella parte del mundo y que se extendía por tres reinos: el reino de Krön al este, el reino de Esión al sur y al oeste, y el Reino Oscuro al norte y también al oeste. Además, el reino del Bosque Negro quedaba muy cerca de los propios montes al levante.
De estos montes emergían también los ríos Deus y Parva, dos grandes afluentes del Feraz. Y de ellos hacia occidente se hallaba el desierto Meridional, bastante menos extenso que su homólogo Septentrional situado al norte del río Oscuro.
Finalmente, en la orilla izquierda del río Oscuro se asentaban las grandes ciudades de Var y Edin, en el reino de Esión, y en la derecha, Mors, ya en el Reino Oscuro.
No obstante, el destino de Samí no serían aquellos lejanos lares. El mercader decidió viajar hacia el este para volver, una vez bordeado el lago, hacia el norte y llegar a Barim.
De allí, se adentraría en el Bosque Negro.
Llamaron a la puerta.
Qitus se levantó de la mesa, giró el pomo y se encontró con cuatro individuos con túnica oscura y encapuchados.
—¿Qué queréis? —preguntó.
—Hablar —dijo fríamente uno de ellos.
El hombre retrocedió.
—¿Hablar? —preguntó—. ¿De qué?
—¿Dónde está Samí? —inquirió el visitante directamente.
De inmediato, entraron todos en la vivienda y el último cerró la puerta con la llave.
—¿Dónde ha ido? —preguntó otro individuo—. En su casa no está.
—No lo sé, no me lo ha dicho.
El primer individuo se quitó la capucha y miró alrededor. Qitus se horrorizó al ver sus ojos de serpiente. ¡Era un dîrus! ¡Un terrorífico ser del Reino Oscuro!
—¡No me lo ha dicho! —repitió, temeroso, pero alzando la voz.
El dîrus le agarró con violencia del cuello e indagó su mente y descubrió que decía la verdad.
—No sé nada —balbuceó Qitus.
El brujo lo levantó en peso y apretó más fuerte.
—Por favor, no sé nada…
Intentó gritar, pero no pudo. Cuando el dîrus lo soltó, se desplomó al suelo, muerto.
Samí sintió un escalofrío y miró hacia el castillo, que ya casi no se distinguía en el horizonte.
Por desgracia, sus preocupaciones eran ciertas.
—Emenis —susurró.
Sacó la bola de cristal que ocultaba en su túnica oscura.
—Ya te ha descubierto —dijo.
La bola brilló con intensidad, como si hubiera entendido sus palabras.
Inmediatamente después volvió a ocultarla y se puso de nuevo en marcha: no podía perder tiempo.
Actuó con naturalidad, como acostumbraba normalmente, no levantando sospechas por si lo espiaban, pues recordó inquieto que en días anteriores había observado algunos compradores extraños que no le habían gustado.
«Lo habrían descubierto», se preguntó, dudoso.
Aquel día no se dirigió a su casa, ni siquiera paró en taberna alguna para comer y, fumando una de sus pipas de agua, se encaminó en su carreta por las callejuelas estrechas de la ciudadela hacia la puerta norte de la fortaleza, sin necesidad de atravesar el grandioso patio de armas y más tarde cruzar el puente levadizo y llegar a la barbacana para salir del castillo.
Los soldados le abrieron la puerta.
—Hasta pronto, amigos —se despidió.
—Suerte —dijo uno de ellos.
El mercader pensó que la necesitaría.
El paisaje que se abrió ante sus ojos fue impresionante: la espesura crecía por los campos extensos que rodeaban el lago Austral.
El propio lago se divisaba imperioso al fondo: azul, con las aguas tranquilas, sin apenas oleaje.
Las tierras que rodeaban el lago eran fértiles y productivas, y había muchas casas y granjas aisladas, dedicadas a la ganadería y agricultura, no muy alejadas del castillo por motivos obvios de seguridad.
El reino de Esión era bastante extenso, aunque no todo era fructífero, por supuesto.
La capital Legen se situaba en la orilla izquierda del río Feraz, donde además se hallaban las grandes ciudades de Sau y Auten al norte, y Ut al sur. Hacia el este se ubicaba Tus, junto al río Escarpa, que hacía frontera con Ibus, la primera urbe del hermanado reino humano de Krön.
Por otro lado, al sur se alzaban los Montes Míticos, un sistema montañoso espectacular, donde nacía el río Sub, que desaguaba en el lago Austral, donde la remota Lutuám se ubicaba en su orilla meridional.
Al oriente de Lutuám se encontraba Otom, al pie de los Montes Urión, y Barim, más al septentrión, acariciando los árboles del interminable Bosque Negro y, por supuesto, los abruptos y citados montes.
Entre Legen y los Montes Míticos se ubicaba la Meseta de Esión, una superficie plana y elevada, prácticamente deshabitada, donde las temperaturas eran extremas tanto en verano como en invierno.
Asimismo, el río Feraz nacía en los Montes del Desierto, el sistema montañoso más grande de aquella parte del mundo y que se extendía por tres reinos: el reino de Krön al este, el reino de Esión al sur y al oeste, y el Reino Oscuro al norte y también al oeste. Además, el reino del Bosque Negro quedaba muy cerca de los propios montes al levante.
De estos montes emergían también los ríos Deus y Parva, dos grandes afluentes del Feraz. Y de ellos hacia occidente se hallaba el desierto Meridional, bastante menos extenso que su homólogo Septentrional situado al norte del río Oscuro.
Finalmente, en la orilla izquierda del río Oscuro se asentaban las grandes ciudades de Var y Edin, en el reino de Esión, y en la derecha, Mors, ya en el Reino Oscuro.
No obstante, el destino de Samí no serían aquellos lejanos lares. El mercader decidió viajar hacia el este para volver, una vez bordeado el lago, hacia el norte y llegar a Barim.
De allí, se adentraría en el Bosque Negro.
Llamaron a la puerta.
Qitus se levantó de la mesa, giró el pomo y se encontró con cuatro individuos con túnica oscura y encapuchados.
—¿Qué queréis? —preguntó.
—Hablar —dijo fríamente uno de ellos.
El hombre retrocedió.
—¿Hablar? —preguntó—. ¿De qué?
—¿Dónde está Samí? —inquirió el visitante directamente.
De inmediato, entraron todos en la vivienda y el último cerró la puerta con la llave.
—¿Dónde ha ido? —preguntó otro individuo—. En su casa no está.
—No lo sé, no me lo ha dicho.
El primer individuo se quitó la capucha y miró alrededor. Qitus se horrorizó al ver sus ojos de serpiente. ¡Era un dîrus! ¡Un terrorífico ser del Reino Oscuro!
—¡No me lo ha dicho! —repitió, temeroso, pero alzando la voz.
El dîrus le agarró con violencia del cuello e indagó su mente y descubrió que decía la verdad.
—No sé nada —balbuceó Qitus.
El brujo lo levantó en peso y apretó más fuerte.
—Por favor, no sé nada…
Intentó gritar, pero no pudo. Cuando el dîrus lo soltó, se desplomó al suelo, muerto.
Samí sintió un escalofrío y miró hacia el castillo, que ya casi no se distinguía en el horizonte.
Por desgracia, sus preocupaciones eran ciertas.
—Emenis —susurró.
Sacó la bola de cristal que ocultaba en su túnica oscura.
—Ya te ha descubierto —dijo.
La bola brilló con intensidad, como si hubiera entendido sus palabras.
Inmediatamente después volvió a ocultarla y se puso de nuevo en marcha: no podía perder tiempo.
Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015
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