lunes, 22 de febrero de 2016

Elinâ: PRIMERA PARTE "LEVIATÁN", CAPÍTULO 4


           Elinâ: Primera Parte "Leviatán", Capítulo 4



4
Elinâ abrió los ojos cuando los primeros rayos de luz de la mañana entraron por la ventana de la alcoba y la iluminaron.

Se dio la vuelta y observó el rostro de Bôndil, su esposo auri, que aún dormía plácido bajo las mantas de plumas de ave.

Se sentía feliz y sonrió.

Ella era una bruja o dîrus del lejano Reino Oscuro, enormemente atractiva, delgada, con los cabellos negros azabaches y la piel cobriza, casi bruna; tan hermosa que destacaba entre las mujeres de su propia estirpe. Además, por extraño que pareciera, se parecía bastante a Valesïa, su hermana adoptiva auri, a la que tanto quería y añoraba en aquellos momentos.

Asimismo, era diferente en algo: ella era bondadosa cuando sus demás congéneres eran seres violentos y fanáticos.

Los dîrus vivían cientos de años. Eran tan altos como los humanos o los auris, atléticos de corpulencia y piel blanca u oscura según su país de origen, y ojos de reptil como las serpientes. Sus orejas terminaban en punta; sin embargo, eran más pequeñas que las de sus eternos enemigos auris. Destacaban sus colmillos blancos y largos, de vampiro.

Pertenecían a una estirpe perversa, pero bellísima. La más perfecta que había creado Nedesïon, el Señor de las Tinieblas, el hermano del mismo Enesïon, el Señor de la Luz; e hijo de Asërion, el gran Dios Supremo que gobernaba la Existencia. En un principio este dios oscuro poseyó indulgencia y justicia, pero con el tiempo la avaricia y la envidia lo convirtió en leviatán, y fue repudiado por los demás dioses y condenado por su padre a residir por toda la eternidad en la oscuridad del Averno.

En consecuencia, aunque pareciese absolutamente improbable, existían dîrus diferentes: bondadosos, compasivos. Y aquella inusual excepción se daba de pleno en Elinâ.

La dîrus era oriunda de Niebla, una aldea cercana a la ciudad de Muerte, en la costa del mar del Este del Reino Oscuro, donde vivió los primeros quince años de su vida.

Su propio nombre en el idioma de los dîrus significaba Luz de Luna, ya que había nacido una noche de luna llena.

Su padre, Eynes, era el sacerdote principal del templo de la aldea. Malvado y cruel, la maltrató física y mentalmente desde la niñez, acusándola de tener un carácter débil y frágil, impropio de su condición de dîrus. Sin embargo, su madre Elitiâ siempre intentó protegerla, puesto que ella también era diferente, y le enseñó a esconder sus sentimientos tan incomprendidos por sus semejantes.

—Oculta siempre tu mente —le susurró un día, muy lejano ya, mientras la besaba en la frente y acariciaba su cara desfigurada después de sufrir la primera agresión de su padre.

Elinâ era muy inteligente y entendió a qué se refería su madre y asintió.

—Siempre —continuó Elitiâ—. Como yo aprendí hace muchísimos años, cuando era niña como tú.

A los quince años de edad, su padre la envió a la Nedesïaniag, la academia religiosa de la ciudad de Muerte, donde estudió con poderosos maestros dîrus. Más tarde, cuando cumplió los dieciocho años, comenzada la invasión del reino humano de Castrum y la legendaria Guerra de las Espadas, la enviaron a Sombra y después, ya fuera del Reino Oscuro, a la antigua ciudad de Mür.

Nunca más volvería a su terrible hogar en Niebla, aunque todos los días la imagen de su madre volvería una y otra vez a su mente, pero nunca oraría por ella porque no tenía un dios a quién rezar, pues no reconocía a su dios Nedesïon, el Señor de las Tinieblas, y sabía que ninguna otra deidad benevolente acogería su espíritu en su Reino.

Tras días y días de sufrimiento soportando violentas agresiones físicas —y sexuales— de su maestro Erius, decidió con éxito asesinarlo arrancándole el corazón con su daga. A continuación, sería apresada por un grupo de legionarios humanos, que la someterían a un extraño juicio en el corazón del bosque, del que saldría victoriosa.

Aquel bosque tenía vida propia y no permitía la entrada en él a los monstruos y los dîrus.

Encadenada, antes de ser ajusticiada, se produjo una sorprendente decisión: el mago Saf, tras indagar su mente, descubrió su verdadera personalidad y ordenó que la llevaran al campamento humano oculto en la floresta, donde los árboles decidirían su destino.

El viento agitó las ramas, que se movieron vertiginosas como serpientes amenazantes. Pensó aterrorizada que pronto le llegaría la muerte y que vagaría sola en el mundo de los espíritus.

Oyó un ruido fugaz, y una rama la atrapó de la pierna derecha con violencia; luego otra le agarró el cuello y empezó a presionarla con fuerza.

Las lágrimas recorrieron sus mejillas. Pero Elinâ no lloraba por su muerte; lloraba porque se sentía desdichada. Había sufrido demasiado en el mundo de los vivos, y ahora sufriría en el mundo de los muertos, donde su alma sería atormentada por siempre en el Averno. Intentó llamar a su madre, pero la rama apretó más fuerte, y la voz no salió de su boca.

Quiso romperla, pero ya era tarde. La vida se escapaba de su cuerpo y sus ojos perdían la luz.

Las lágrimas mojaron la misma rama asesina, y entonces sucedió lo que nadie esperaba ni habría creído jamás.

El hecho que ocurrió aquel día soleado cambiaría muchos sucesos posteriores en la historia de Castrum.

Los humanos que la rodeaban exclamaron boquiabiertos.

De pronto, una luz resplandeció de la nada y la rama que presionaba su cuello cedió y volvió a su posición habitual en el árbol. Se arrodilló y empezó a respirar con rapidez para llenar de aire sus pulmones, mientras se tocaba el cuello con ambas manos.

¡Estaba viva!

Levantó lentamente la cabeza y miró las caras estupefactas de los hombres.

Luego se unió al ejército de Mür, convirtiéndose en una legionaria más, aunque tres de sus rasgos físicos la diferenciaron siempre de los humanos: sus ojos de serpiente, sus orejas puntiagudas y sus colmillos de vampiro.

Después conoció al gran mago Tag, que por providencia divina debía protegerla como a su propia hija; y más tarde a Cannean, su enorme lobo negro protector, al que salvó de la muerte cuando estuvo acorralado por los tarkos. A partir de entonces, dîrus y lobo unieron sus destinos para siempre.



Días más tarde, en un templo del bosque de Mür, renunciaría a su dios Nedesïon y aceptaría a su nueva diosa Edïona, la Señora de la Tierra.

Aquel día vestía su impecable uniforme castrense de Mür, aunque encima llevaba puesta una túnica blanca con un sol bordado en el pecho, el símbolo de Enesïon, el Señor de la Luz.

Entró en la catedral y quedó impresionada de su grandeza.

Alrededor de ella marchaban varios clérigos, y detrás un monje guerrero llamado Thear, el gran mago Tag, su redentor Saf y, por último, Cannean, su lobo negro.
En el altar de la catedral estaba el Sacerdote Supremo de Mür, que vestía una túnica roja con ribetes amarillos de gala, y tres eclesiásticos más. No había nadie más en el templo. Los bancos estaban vacíos y el eco retumbaba en el inmenso y alto edificio construido por los auris milenios atrás.

—Bienvenidos a la Iglesia del Señor de la Luz —dijo el sacerdote.

Los clérigos que la rodeaban se retiraron a los laterales de la catedral, donde quedaron ocultos entre las sombras.

—Arrodillaos ante Nuestros Señores —dijo de nuevo el sacerdote, levantando el brazo. Detrás de él estaban talladas las esculturas de más de quince dioses. En medio de las deidades aparecía la figura de Asërion y de su esposa Arënia, y a su lado Enesïon y sus demás hijos. Sus rostros eran jóvenes, pero también sabios y severos.
Todos obedecieron.

El sacerdote bendijo a los dioses y al instante empezó con el rito. Los demás, clérigos y acompañantes, se levantaron y permanecieron en pie durante todo el rato, excepto ella.

—Bienvenidos a la casa de Enesïon, Nuestro Señor, el hijo del Dios Padre —empezó diciendo, levantando los brazos con las palmas de las manos hacia arriba. Su voz sonó tranquila y potente: 

—Él es una luz que nos guía.

—Él es una luz que nos guía —repitieron los presentes.

—En ella no reunimos para acompañar a nuestra hermana Elinâ, la cual quedará ligada en cuerpo y alma, en mente y corazón y hasta el día de su muerte, a la fe verdadera de nuestros Señores. Los dioses de todos los mundos que moran desde siempre en el Edén y luchan firmemente contra el mal del Averno y del Señor de las Tinieblas.

Miró a los presentes y a continuación anunció en voz alta las habituales glorias a favor de los bondadosos e imperecederos señores y ángeles inmortales y santos. Los demás repitieron sus palabras.

Y al final llegó el momento crucial.

—Como todos sabéis —prosiguió el sacerdote—, Elinâ pertenece a una raza de brujos del Reino Oscuro. Así, hija, antes de continuar con esta sagrada celebración, he de preguntarte algo muy importante.

Dio un paso al frente.

—¿Renuncias a la vida infame de los dîrus, tu estirpe de nacimiento?

—Sí, padre —dijo ella, tal y como le había dicho Thear que dijera. Cannean la miraba atento—, renuncio.

—¿Renuncias al ejército del Reino Oscuro?

—Sí, renuncio.

—¿Renuncias a Ariûm, monarca del Reino Oscuro?

—Sí, renuncio.

—¿Renuncias a proferir, de cualquier forma, culto a Nedesïon, leviatán de Averno e hijo repudiado por su padre, el Dios Supremo Asërion?

—Sí, padre. Renuncio a proferir culto al leviatán Nedesïon y a cualquier demonio que le deba sumisión.

El sacerdote alzó la copa de oro que había en el ancho altar, y bebió el licor rojo de aguardiente de su interior. Luego pasó la copa a Elinâ, que también bebió. El licor era dulzón, pero muy intenso, y tosió durante unos segundos.

—Has bebido del Cáliz la sangre del Señor de la Luz, hijo del Dios Padre.

—Gloria a Nuestro Señor —dijeron los demás.

—Gloria a Nuestro Señor —repitió el sacerdote.

Luego se limpió la boca con un pañuelo blanco y sagrado, que le pasó a ella para que hiciera lo mismo.

—Elinâ, hija de Eynes y Elitiâ, ya has renunciado a los enemigos de Asërion y de los hombres, ¿aceptas ahora iniciar una nueva vida en defensa de la justicia y la verdad?

—Sí, padre —dijo la joven—. Acepto.

—¿Aceptas a Asërion como dios supremo de todos los mundos?

—Sí, acepto.

—¿Aceptas a Enesïon como el hijo del Dios Padre?

—Sí, acepto.

—¿Aceptas como dioses únicos y verdaderos a los Señores del Edén?

—Sí, acepto.

—¿Aceptas al padre Emo, como Patriarca Mayor de la Iglesia de la Luz?

—Sí, acepto.

—¿Aceptas a Rodrian como rey de Castrum?

—Sí, acepto.

—Acabas de aceptar no sólo delante de los hombres —el sacerdote miró atrás—, sino también delante de los Señores del Edén, tus nuevos dioses.

Ella asintió.

Fuera comenzó a tronar y el cielo resplandeció.

El universo entero se agitó y todos los seres de Tierra Leyenda miraron al cielo, temerosos. Enesïon reunió a los demás dioses y les comunicó lo que acababa de ocurrir en el bosque de Mür del planeta Tierra Leyenda, y todos rezaron por el espíritu misericordioso de la bruja Elinâ. Enesïon estaba satisfecho.

—¿A quién de ellos orarás hasta el día de tu muerte? —preguntó el sacerdote.

—A Edïona, la Señora de la Tierra —indicó, alargando la mano hacia Cannean y acariciándole su enorme cuello.

«Ahora somos inseparables», se comunicó mentalmente con el lobo. «Rezamos a la misma diosa».

«Hasta el día de nuestra muerte», afirmó Cannean.

Nuevas promesas a viejos dioses,
señores que gobiernan la Existencia,
deidades que moran eternamente
rodeados de poder y magia.


Los caudillos de Mür le regalaron la espada Turbadora, una magnífica filosa mágica de hoja ligeramente curvada; más tarde, por decisión del mago Tag, Thear, el capitán de los monjes guerreros del castillo, le entregó un medallón mágico que custodiaba su Orden desde hacía muchísimos años, bendecido por la mismísima diosa Edïona.

—¡Oh! —exclamó, maravillada.

Emprendió el largo viaje con Cannean hacia el Bosque Silencioso para ayudar a Valesïa y Linx, a los que ya siempre serían leales. Y, obviamente, vivirían aventuras asombrosas.

Y por fin acabaría la guerra y marcharía al reino de Elïnor del Bosque Eterno, muy al norte, donde se casaría con Bôndil, el capitán de la mismísima Arealdïon del rey auri…

Su esposo también abrió los ojos.

—Querida —susurró, medio dormido.

Elinâ observó fascinada sus ojos de gato.

—Ya era hora de que te despertaras, dormilón —dijo con malicia.

Los dos sonrieron y se besaron.




Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015



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