sábado, 10 de mayo de 2014

Valesïa: PRIMERA PARTE "INVASIÓN", CAPÍTULO 9



Valesïa: Primera Parte "Invasión", Capítulo 9

9

Llevaban varios días en el camino polvoriento.

Al cruzar la puerta oeste de Tolen bordearon las montañas reales, y luego viraron hacia el norte.

Las montañas se alzaban impresionantes hacia el cielo, y en las cumbres se distinguía aún la nieve caída en el invierno, que cubría matorrales y árboles pequeños. Los abetos y los pinos predominaban en el paisaje, aunque en las zonas más bajas había vegetación de ribera donde transcurrían los arroyos y los ríos que nacían en las montañas.

Aparte de ser los mejores guerreros, los caballeros têlmarios también eran expertos cazadores y, por tal motivo, no les faltaba nunca comida. Los ciervos y las cabras montesas habitaban en las zonas más altas de la montaña, en el piso alpino, mientras que los jabalíes lo hacían en el piso subalpino y se aproximaban tanto al camino que vieron varios grupos cerca de ellos. Pero para cazar también contaban con la ayuda de los implacables lobos negros que los acompañaban. No obstante, los conejos, las perdices y las liebres fueron su alimento principal.

Cruzaron un puente de piedra sobre el río Ehör y, cuando empezaba a oscurecer, montaron el campamento. 

Durante el trayecto, Moïn cabalgó al frente, acompañado en todo momento por el mago Mig, el mago que designó Frag para acompañar a los monjes guerreros y a los lobos negros.

Mig era un hombre de baja envergadura y barba larga y negra. Tenía cuarenta y dos años, es decir, estaba considerado un mago joven, aunque a su edad ya poseía amplios conocimientos en la magia y contaba con la total confianza de su maestro. Con un gran sombrero que terminaba en punta en la cabeza, vestía indumentarias grises, adornadas con cientos de símbolos, como soles, lunas y estrellas.

Por el contrario, los compañeros de viaje del mago eran mucho más altos. Los monjes guerreros, con sus grandes espadas de acero y sus resistentes armaduras y yelmos, iban envueltos en los ropajes marrones propios de su orden, con el sol rojo bordado en el pecho, símbolo de libertad que representaba su fe hacia el dios Enesïon, el Señor de la Luz. Todos llevaban la cabeza totalmente afeitada y una enorme perilla, sin bigote.

Cada caballero têlmario llevaba en las orejas uno o varios pendientes de plata en forma de aro. Moïn portaba un excelente aro en su oreja izquierda.

Aquella noche celebraron un gran festín, pues los lobos habían cazado cuatro ciervos, y los hombres los habían cocinado al fuego.

—El camino está muy transitado —dijo Mig a la mañana del día siguiente, cuando hicieron una parada de descanso para los caballos, mientras masticaba un trozo de carne que había sobrado de la noche anterior.

Desde que salieron de Tolen se habían cruzado con cientos de familias que caminaban muy despacio en carretas repletas de bártulos. En sus caras se reflejaba el cansancio y a veces la desesperación por llegar a su destino: Galiun.

—Tienen miedo —contestó Moïn.

—Sí —asintió el mago.

Se aproximó Tenhear, un monje guerrero veterano.

—Mi comandante, ¿suelto a los halcones? —preguntó el hombre—. Tendrán hambre.

Moïn asintió con la cabeza.

Tenhear se acercó a las jaulas y fue soltando uno a uno los diez halcones que llevaban. Los animales emitieron graznidos sonoros parecidos a un «quí-quí-quí». Poseían la belleza propia de todas las rapaces, con figuras firmes, dorsos grises, cuerpos blancos rayados y cabezas negras. Alzaron el vuelo y en pocos segundos se perdieron de vista.

—Hermosos animales —dijo Mig.

—¿Obtendremos ayuda del rey Efferûs? —preguntó Moïn sin hacer caso del comentario del mago.

—Eso no lo sé. Nadie lo sabe, mi querido amigo. —El mago se rascó su barba espesa—. Los securis son un pueblo arisco, pero ante todo un buen pueblo, honesto, y con mucho sentido del honor y la justicia. No tienen mucho trato con los hombres, pero odian a los monstruos tanto como nosotros —explicó.

—El Señor de la Montaña los envió hacia los Montes de la Niebla, y él los guía en su destino —dijo el comandante.

—Exacto, también son un pueblo religioso —afirmó el mago.

—Esperemos que su decisión nos favorezca, por el bien de Castrum y de todos nosotros.

—Todavía nos queda un largo viaje para saberlo.

Moïn asintió otra vez.

El monje guerrero nunca había congeniado demasiado con los magos. Tal vez porque desafiaban las leyes de los dioses al prolongar sus vidas de hombre, o sencillamente porque eran peligrosos, fuera cual fuese la causa que defendieran. En general eran orgullosos y se creían superiores al resto de los mortales, a excepción de los auris y los animales mágicos, por supuesto. No obstante, Mig como Tag, el viejo mago de Mür, le caía bien. Había demostrado ser un personaje sincero y honesto, y en ningún momento manifestó supremacía hacia él o hacia los demás. Sólo se había dejado llevar y le otorgaba el puesto de mando, aunque eso tampoco le importaba mucho.

Oyeron unos ruidos entre la maleza y de repente apareció Canion, el gran lobo negro jefe de la manada de cánidos y amigo y compañero de viaje del monje guerrero. Su aspecto era descomunal. Su peso sobrepasaba los trescientos kilos. De pelaje marrón oscuro, en su gran cabeza sus ojos triangulares dorados emitían un poder sobrenatural y del hocico le caían unas gotas de sangre.

«Saludos», dijo, telepáticamente, pero en un tono seco. 

—¿Más caza? —preguntó Moïn, mirando su boca.

«Sí, pero no para comer».

—¿Cómo? —dijo Mig sin entender a qué se refería el lobo.

«Salteadores», explicó Canion. «Hemos cazado a siete cuando saqueaban una carreta. Habían matado a una familia entera, niños incluidos».

—¡Maldición! —exclamó Mig.

«Hay más, y aprovechan la gran afluencia de campesinos y mercaderes que viajan al norte. Cuando una carreta se retrasa de los grupos, atacan sin piedad».

—¿Sabes cuántos son?, preguntó Moïn.

«No con exactitud, pero por esta zona siempre ha habido bastantes robos porque está desprotegida, y las montañas se encuentran cerca para refugiarse».

—Estaremos más atentos, aunque no creo que se acerquen a nosotros. 

Moïn sabía que los criminales no se atreverían a acercarse a ellos. Su grupo era demasiado peligroso.

«De nosotros huirán como ratas», repuso el lobo. «Lo que son».   
   
—Sin duda, convino el monje guerrero, asintiendo.

«Atraparemos a más. Nosotros tampoco tenemos piedad».

El gran cánido dio media vuelta y se perdió entre los arbustos como una sombra nocturna.

—No me gustaría ser uno de esos ladrones —afirmó el mago.

Moïn asintió.

—Ni a mí —dijo—. Ya se pueden esconder bien.

En los días siguientes, los lobos cazaron no sólo a ciervos y corzos, sino a ladrones y asesinos.

Cuando las montañas reales quedaron atrás, apareció un campo colosal. Conforme avanzaban más al norte, la hierba tenía una tonalidad más verde, y de pronto surgieron varias tormentas de verano que hicieron que aflojaran la marcha.

—En el lago Helado giraremos al oeste para llegar a Galiun —dijo Moïn.

—¿No será mejor por el este, por la ribera del Giol? —preguntó Mig.

—De los Montes del Norte nacen varios ríos que desembocan en el lago. El general Treno me advirtió que no eran anchos, pero sí peligrosos de cruzar. Sus cauces son muy rápidos —dijo el monje guerrero. El mago asintió, ya que conocía la zona—. Tardaremos unos días más, pero será más seguro. Llegaremos a Galiun por el margen derecho del Giol.

—De acuerdo, tú mandas, mi querido amigo.






Valesïa
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1 comentario:

  1. Capítulo creo que de transición. Sin embargo me ha gustado, sobretodo las descripciones.

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