9
«Ahora no es el momento», dijo el gran brujo Erkei.
Trûn recapacitó y controló su ira en el último momento.
—A sus órdenes, mi general —dijo, deteniéndose y saludando con el puño.
Urtrû, poderoso general tarko del Reino Oscuro, sonrió con crueldad.
—Hola, Trûn, todos esperábamos tu llegada.
—No sabía que el Consejo se celebrase aquí, mi general.
—A partir de ahora, cambiarán muchas cosas.
El comandante asintió.
«Luego hablaremos», dijo Erkei, telepáticamente.
«De acuerdo», asintió Trûn.
Mientras, Urtrû lo miraba con atención a los ojos.
Trûn evocó los hechos ocurridos veinte años atrás, cuando acababa de finalizar la malograda Guerra de las Espadas.
Sirinea había convocado a los dirigentes tarkos y dîrus en el mismo salón del Castillo Tiniebla que estaba ahora.
—Debo volver al Averno —anunció.
—¿Qué ocurrirá ahora, mi señora? —preguntó Erkei, el gran dîrus supremo sucesor de Enis.
—Esperaremos a la llegada del nuevo rey —dijo la enâi con malicia, tocándose el abultado vientre, pues ya estaba a punto de dar a luz.
—Todavía falta muchísimo tiempo para que el rey pueda gobernar —dijo el propio Urtrû, general tarko de la Guardia Oscura, sucesor del general Driûm, mártir de la batalla final de Tolen.
—No tenemos prisa —indicó la enâi—. Pero gobernad con mano dura —los miró a los ojos.
Finalizó el Consejo. Trûn se marchó y esperó oculto en el pasillo oscuro a la enâi.
—Sígueme —ordenó su señora cuando se encontraron.
Entraron en la alcoba y Sirinea cerró la puerta con llave.
—Toma esto —dijo de inmediato, entregándole una cadena con una calavera negra.
El tarko la cogió, la miró y se encogió de hombros.
—¿Para qué sirve? —preguntó.
—Si surge algún problema, llámame —dictaminó la enâi.
—Sí, mi señora —dijo el comandante, dándose por enterado.
La enâi confiaba más en Trûn que en ningún otro monstruo o dîrus. Por eso le había ordenado que recuperara la espada Dolor cuando Ariûm expirara en la batalla final y se la entregara aprovechando el desconcierto de la contienda.
Trûn comprendió con el tiempo que Ariûm había perdido la confianza de la enâi —aunque no su amor incondicional, por supuesto— el día que la poderosa auri, llamada Valesïa, y la traidora dîrus, de nombre Elinâ, habían vencido a los espectros guznais de nuestro señor Nedesïon, el Señor de las Tinieblas, el gran dios del Averno y hermano de Enesïon, el Señor de la Luz, e hijo de Asërion, el Dios Supremo de la Existencia.
Pero no sólo ella le había retirado su confianza, también la propia espada Dolor, que lo había embrujado en sus últimos días de vida en el mundo material, y evidentemente el mismísimo dios Nedesïon.
El capitán tarko abandonó la alcoba; poco después, Sirinea crearía una puerta mágica y la atravesaría y llegaría al Averno, donde daría a luz a su esperado hijo, el legítimo nuevo rey Oscuro.
Ya en el presente, Trûn apretó los dientes y pensó con rabia que Urtrû pagaría su traición.
—¡Llega una nueva era! —anunció Urtrû, sentado en el lúgubre Trono de Calaveras.
Muchos tarkos asintieron mientras los dîrus miraron recelosos.
—¡Una era poderosa donde resurgirá el antiguo resplandor del Reino!
El comandante dudó de sus palabras.
—¡Donde la ley será mi voluntad! —asió su enorme palo de pinchos.
«¿Qué le ocurre?», le preguntó a Erkei.
«La ambición ha corrompido su alma», respondió el gran brujo.
Súbitamente, numerosos tarkos gritaron:
—¡Urtrû, Urtrû, Urtrû!
La locura se había apoderado de los monstruos.
Trûn miró desconfiado a su alrededor y pensó que tendría que ser prudente si no quería acabar asesinado. En su mente tomó forma la cadena con la calavera negra que le había entregado su señora Sirinea. «Si surge algún problema, llámame», le había dicho la bella, pero malvada enâi. Y eso decidió que haría.
Trûn recapacitó y controló su ira en el último momento.
—A sus órdenes, mi general —dijo, deteniéndose y saludando con el puño.
Urtrû, poderoso general tarko del Reino Oscuro, sonrió con crueldad.
—Hola, Trûn, todos esperábamos tu llegada.
—No sabía que el Consejo se celebrase aquí, mi general.
—A partir de ahora, cambiarán muchas cosas.
El comandante asintió.
«Luego hablaremos», dijo Erkei, telepáticamente.
«De acuerdo», asintió Trûn.
Mientras, Urtrû lo miraba con atención a los ojos.
Trûn evocó los hechos ocurridos veinte años atrás, cuando acababa de finalizar la malograda Guerra de las Espadas.
Sirinea había convocado a los dirigentes tarkos y dîrus en el mismo salón del Castillo Tiniebla que estaba ahora.
—Debo volver al Averno —anunció.
—¿Qué ocurrirá ahora, mi señora? —preguntó Erkei, el gran dîrus supremo sucesor de Enis.
—Esperaremos a la llegada del nuevo rey —dijo la enâi con malicia, tocándose el abultado vientre, pues ya estaba a punto de dar a luz.
—Todavía falta muchísimo tiempo para que el rey pueda gobernar —dijo el propio Urtrû, general tarko de la Guardia Oscura, sucesor del general Driûm, mártir de la batalla final de Tolen.
—No tenemos prisa —indicó la enâi—. Pero gobernad con mano dura —los miró a los ojos.
Finalizó el Consejo. Trûn se marchó y esperó oculto en el pasillo oscuro a la enâi.
—Sígueme —ordenó su señora cuando se encontraron.
Entraron en la alcoba y Sirinea cerró la puerta con llave.
—Toma esto —dijo de inmediato, entregándole una cadena con una calavera negra.
El tarko la cogió, la miró y se encogió de hombros.
—¿Para qué sirve? —preguntó.
—Si surge algún problema, llámame —dictaminó la enâi.
—Sí, mi señora —dijo el comandante, dándose por enterado.
La enâi confiaba más en Trûn que en ningún otro monstruo o dîrus. Por eso le había ordenado que recuperara la espada Dolor cuando Ariûm expirara en la batalla final y se la entregara aprovechando el desconcierto de la contienda.
Trûn comprendió con el tiempo que Ariûm había perdido la confianza de la enâi —aunque no su amor incondicional, por supuesto— el día que la poderosa auri, llamada Valesïa, y la traidora dîrus, de nombre Elinâ, habían vencido a los espectros guznais de nuestro señor Nedesïon, el Señor de las Tinieblas, el gran dios del Averno y hermano de Enesïon, el Señor de la Luz, e hijo de Asërion, el Dios Supremo de la Existencia.
Pero no sólo ella le había retirado su confianza, también la propia espada Dolor, que lo había embrujado en sus últimos días de vida en el mundo material, y evidentemente el mismísimo dios Nedesïon.
El capitán tarko abandonó la alcoba; poco después, Sirinea crearía una puerta mágica y la atravesaría y llegaría al Averno, donde daría a luz a su esperado hijo, el legítimo nuevo rey Oscuro.
Ya en el presente, Trûn apretó los dientes y pensó con rabia que Urtrû pagaría su traición.
—¡Llega una nueva era! —anunció Urtrû, sentado en el lúgubre Trono de Calaveras.
Muchos tarkos asintieron mientras los dîrus miraron recelosos.
—¡Una era poderosa donde resurgirá el antiguo resplandor del Reino!
El comandante dudó de sus palabras.
—¡Donde la ley será mi voluntad! —asió su enorme palo de pinchos.
«¿Qué le ocurre?», le preguntó a Erkei.
«La ambición ha corrompido su alma», respondió el gran brujo.
Súbitamente, numerosos tarkos gritaron:
—¡Urtrû, Urtrû, Urtrû!
La locura se había apoderado de los monstruos.
Trûn miró desconfiado a su alrededor y pensó que tendría que ser prudente si no quería acabar asesinado. En su mente tomó forma la cadena con la calavera negra que le había entregado su señora Sirinea. «Si surge algún problema, llámame», le había dicho la bella, pero malvada enâi. Y eso decidió que haría.
Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015
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