jueves, 28 de abril de 2016

Antonio Machado: Y ERA EL DEMONIO DE MI SUEÑO, EL ÁNGEL



Y era el demonio de mi sueño, el ángel
más hermoso. Brillaban
como aceros los ojos victoriosos,
y las sangrientas llamas
de su antorcha alumbraron
la honda cripta del alma.
  ¿Vendrás conmigo? No, jamás; las tumbas
y los muertos me espantan.
Pero la férrea mano
mi diestra atenazaba.
  Vendrás conmigo... Y avancé en mi sueño,
cegado por la roja luminaria.
Y en la cripta sentí sonar cadenas,
y rebullir de fieras enjauladas.

 LXIII Y era el demonio de mi sueño, el ángel - Galerías
Antonio Machado

martes, 26 de abril de 2016

Elinâ: PRIMERA PARTE "LEVIATÁN", CAPÍTULO 11 (ÚLTIMO CAPÍTULO DE MUESTRA)


           Elinâ: Primera Parte "Leviatán", Capítulo 11



11
Ambos semidioses encendieron sus pipas.

Samí exhaló el humo y comenzó a narrar cómo días atrás había encontrado la extraña bola de cristal cerca de un árbol milenario, en las proximidades de la ciudad, con un pequeño cráter a su alrededor; desde ese mismo día, presintió cercana la presencia de Emenis, daemon del Averno.

—Era de noche, dormía plácido cuando de improviso la bola me llamó mentalmente —el hombre frunció el ceño—. Me levanté, me transformé en rapaz y fui en su búsqueda; cuando la encontré, me quedé largo tiempo observándola, como hipnotizado; era maravillosa, muy poderosa. Más tarde, me fue imposible utilizar la magia para volver de nuevo a mi vivienda, pues su poder es absoluto y anulaba mi magia.

Tag estaba boquiabierto.

—¿Cómo apareció allí? —preguntó.

—No lo sé —respondió el mercader, encogiéndose de hombros—. Pero no es de este mundo, eso te lo puedo asegurar.

—Ajá —asintió Tag con la frente arrugada—. Nadie sabe con exactitud su procedencia.

Continuaron charlando hasta que se despidieron.

—Lleva muchísimo cuidado, Aguemón —indicó el mago.

—Naturalmente, maestro —asintió el mercader.

Se abrazaron de nuevo.

—Infórmame pronto —exigió Tag.

—No te preocupes, cuando llegue al Bosque Negro me pondré en contacto contigo.
Tag asintió. Sin embargo, una sombra ensombreció su alma.
Sin más, desaparecieron del mundo onírico y sus espíritus volvieron a sus cuerpos.



Tag abrió los ojos, se incorporó con agilidad y sus pupilas brillaron en la noche opaca.

—Vivimos en tiempos agitados —se dijo a sí mismo en un susurro.



Samí salió del trance.

Sintió una gran amenaza, cogió la bola que yacía en el interior de su alforja dentro de la carreta y la ocultó en su hábito.

—Cálmate —le susurró a la yegua, pero el animal no se tranquilizó.

—Por fin nos encontramos —dijo alguien detrás de él.

El mercader se dio la vuelta con rapidez y se encontró con Emenis. El daemon iba enfundado en una túnica negra, ocultando su rostro con una capucha; detrás, se encontraban los tres dîrus similarmente ataviados: Morsus, Eynus y Aanis, así se llamaban.

Se escrutaron con la mirada.

La yegua relinchó, pero se mantuvo quieta.

—Márchate por donde has venido —dijo Samí con autoridad—. Pues no seré benevolente contigo ni con tus vasallos.

El semidiós del Averno soltó una carcajada y se quitó la capucha: su pálido rostro dîrus era siniestro.

Los brujos también se descubrieron.

—Si me das el objeto, lo haré —terció Emenis.

—Sabes que nunca lo haría, no te pertenece.

—Entonces yo tampoco seré benevolente contigo, Samí —dijo con desprecio.

Al momento, se prepararon para la batalla.



El guardián del Cosmos desconocía qué portentosa magia poseía la bola de cristal.

No se atrevió a utilizarla, pues podría cometer un daño irreversible en el mundo terreno; asimismo, sabía que la misma bola inutilizaría su propio poder cuando se le antojara, algo que no se podía permitir.

En un santiamén, saltó de manera vertiginosa hacia atrás, agarró con rapidez la bola de cristal, la dejó en el suelo y formuló un conjuro y una barrera invisible, más resistente que el mismísimo acero auri, la cubrió completamente.

El brujo Eynus se lanzó para cogerla.

—¡Detente! —exclamó Emenis—. ¡La ha protegido con una barrera!

El dîrus se detuvo y retrocedió, mostrando amenazante sus largos colmillos de vampiro; si hubiera rozado la barrera, habría muerto abrasado.

Sin más, comenzó la liza.

Los semidioses eran muchísimo más poderosos que los dîrus. Por tanto, éstos no participaron en la reyerta.

El daemon creó una enorme hacha afiladísima con el pensamiento y se lanzó al ataque veloz; el guardián hizo lo propio con una cimitarra, repelió la agresión y pasó a la ofensiva.

Cuando las armas se chocaron, unos destellos iluminaron la noche estrellada.
Se sucedieron una serie de golpes impresionantes, descomunales.

Si el guardián atacaba, al momento se defendía; si se defendía, al momento atacaba.
No se dieron ni un respiro.

Se lanzaron rayos de fuego, paralizantes y de otras variedades, mientras simultáneamente se defendían con barreras y escudos mágicos.

—¡Dame la bola, Samí! —exclamó el daemon, falto de aliento.

Durante un instante hicieron una tregua.

El guardián movió la cabeza y miró a su enemigo.

—Eso no ocurrirá nunca —dijo, sonriente.

El daemon se enfureció y volvió a la carga.

La lucha se recrudeció y a los mismos dîrus, poderosos hechiceros y guerreros a la vez, les costó seguir los rapidísimos movimientos que ejecutaban los semidioses.

Pasaron las horas hasta que el sol apareció en el horizonte y llegó un nuevo día.

De pronto, el daemon se atrevió a abalanzarse demasiado hacia Samí, que creyó beneficiarse de su error. Sin embargo, cuando el guardián blandía su espada hacia el costado de su contrario, se encontró con la nada y perdió el equilibrio.

«¡Maldición!», exclamó mentalmente. «¡Me ha engañado!». 

«¡Saluda a tu Señor de mi parte!», bramó una voz perversa en su cabeza.  

El guardián del Cosmos cayó al suelo.

Se lamentó de su propio desliz. El inteligente daemon lo había engañado al crear una proyección irreal con la mente.

Samí, exhausto, deseó que Tag enmendara su error, si no Tierra Leyenda estaría perdida.

Ya en el suelo, giró la cabeza como un rayo con la esperanza de repeler la agresión, pero se equivocaba.

Emenis, el daemon del Averno del Señor de las Tinieblas Nedesïon, le clavó el hacha en la frente y le partió el cráneo.

Lo último que vería en Tierra Leyenda serían los perversos ojos de su enemigo.




Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015



domingo, 24 de abril de 2016

Elinâ: PRIMERA PARTE "LEVIATÁN", CAPÍTULO 10


           Elinâ: Primera Parte "Leviatán", Capítulo 10



10
Elinâ finalizó su entrenamiento de filosa, en la sala de lucha del monumental templo auri donde acudía casi a diario, al mediodía. Como de costumbre, venció a cada uno de sus rivales: cuatro diestros guerreros auris pertenecientes al ejército.

La dîrus portaba en el cinto a Turbadora, su afilada espada mágica, y vestía un extraordinario uniforme acorazado, elaborado con ropas mágicas auris, idéntico a su habitual uniforme de la hueste de la lejana Mür, con la insignia de un lince coronado en el pecho.

—Tiene que ser igual al que llevo puesto —le había dicho días atrás al artesano auri que lo había confeccionado.

—Como desee, mi señora —respondió el auri.

Ella asintió, complacida.

El uniforme era más resistente que cualquier armadura de acero y más ligero que una pluma.

Se colocó la capa mágica que también portaba la insignia del lince.

«Vamos», le dijo telepáticamente a Cannean, su inmenso lobo negro, más fuerte que los mismísimos felinos del reino.

«¿Cómo te encuentras? Te noto cansada», dijo el cánido, escrutándola con la mirada.

«Acertaste, necesito un baño y un buen descanso».

«Pues vamos a ello».

«Sí», afirmó, sonriente.

Desde que había conocido al cánido veinte años atrás, nunca se habían separado porque los unía una alianza intrínseca, como les ocurría a los auris con sus linces protectores. Al mismo tiempo, estaba muy unida a Bôndil, el capitán de la Arealdïon del rey auri Eâlin, su amado esposo.

Marchaba abstraída en sus propios pensamientos cuando la llamaron.

—¡Elinâ! —dijo una voz femenina a su espalda.

La bruja se detuvo en seco, giró hacia atrás y se encontró con la princesa Elimelïa, que marchaba acompañada de su lince Limia.

—¡Alteza, qué alegría verte!

—¡Hola, Elinâ!

Las mujeres se abrazaron mientras las bestias comenzaron a dar círculos a su alrededor, sin dejar de mirarse a los ojos: lince y lobo consagraban una buena amistad, obviamente.

La bella Elimelïa vestía un fino vestido blanco de seda, que dejaba al descubierto la mitad superior de sus senos.

La princesa era hija del fallecido rey Eâdel y de la reina madre Elianïa.

Eâdel había sido padre de seis hijos y se había casado dos veces.

Su primera esposa falleció mucho tiempo atrás. Se llamaba Noemïa y le había dado tres hijos varones: el actual rey Eâlin, Estöel y Eâdil; y una fémina, Sernïa, la menor de los cuatro.

La segunda esposa era la propia Elianïa, la madre de Elimelïa.

La mujer auri era muy hermosa y su nombre daba fe de ello, pues significaba Flor de Abril en la lengua común de los hombres. Además, era joven, más que su mismo hijastro Eâlin.

Elianïa había engendrado dos hijos del rey Eâdel: la misma Elimelïa, una guerrera formidable de sublime belleza; y Erlïn, príncipe aventurero y errante, esposo de Valesïa, la Elegida por las deidades del Edén.

—¿Cómo te encuentras, querida? —preguntó la princesa.

—No tan espléndida como tú, alteza.

Las mujeres sonrieron.

—Cuando lo desees, visítanos. Tú siempre serás bienvenida.

—Gracias, alteza.

—Pronto llegarán Erlïn y Valesïa y celebraremos una gran fiesta a su regreso en la Torre del Rey.

A Elinâ se le aceleró el pulso y sintió que la añoraba como nunca. Llevaba ya dos años sin ver a su hermana adoptiva que, como siempre, se encontraba de viaje con su esposo en busca de aventuras.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Dêns se ha transmitido con Limia.

Dêns era el lince protector de Erlïn.   

«Así es», dijo la lince. «Ya están cerca, llegarán dentro de un mes».

—¡Estupendo! —exclamó Elinâ, emocionada.




Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015



viernes, 22 de abril de 2016

Elinâ: PRIMERA PARTE "LEVIATÁN", CAPÍTULO 9


           Elinâ: Primera Parte "Leviatán", Capítulo 9



9
«Ahora no es el momento», dijo el gran brujo Erkei.

Trûn recapacitó y controló su ira en el último momento.

—A sus órdenes, mi general —dijo, deteniéndose y saludando con el puño.

Urtrû, poderoso general tarko del Reino Oscuro, sonrió con crueldad.

—Hola, Trûn, todos esperábamos tu llegada.

—No sabía que el Consejo se celebrase aquí, mi general.

—A partir de ahora, cambiarán muchas cosas. 

El comandante asintió.

«Luego hablaremos», dijo Erkei, telepáticamente.

«De acuerdo», asintió Trûn.

Mientras, Urtrû lo miraba con atención a los ojos.


Trûn evocó los hechos ocurridos veinte años atrás, cuando acababa de finalizar la malograda Guerra de las Espadas.

Sirinea había convocado a los dirigentes tarkos y dîrus en el mismo salón del Castillo Tiniebla que estaba ahora.

—Debo volver al Averno —anunció.

—¿Qué ocurrirá ahora, mi señora? —preguntó Erkei, el gran dîrus supremo sucesor de Enis.

—Esperaremos a la llegada del nuevo rey —dijo la enâi con malicia, tocándose el abultado vientre, pues ya estaba a punto de dar a luz.

—Todavía falta muchísimo tiempo para que el rey pueda gobernar —dijo el propio Urtrû, general tarko de la Guardia Oscura, sucesor del general Driûm, mártir de la batalla final de Tolen.

—No tenemos prisa —indicó la enâi—. Pero gobernad con mano dura —los miró a los ojos.

Finalizó el Consejo. Trûn se marchó y esperó oculto en el pasillo oscuro a la enâi.
—Sígueme —ordenó su señora cuando se encontraron.

Entraron en la alcoba y Sirinea cerró la puerta con llave.

—Toma esto —dijo de inmediato, entregándole una cadena con una calavera negra.
El tarko la cogió, la miró y se encogió de hombros.

—¿Para qué sirve? —preguntó.

—Si surge algún problema, llámame —dictaminó la enâi.

—Sí, mi señora —dijo el comandante, dándose por enterado.

La enâi confiaba más en Trûn que en ningún otro monstruo o dîrus. Por eso le había ordenado que recuperara la espada Dolor cuando Ariûm expirara en la batalla final y se la entregara aprovechando el desconcierto de la contienda.

Trûn comprendió con el tiempo que Ariûm había perdido la confianza de la enâi —aunque no su amor incondicional, por supuesto— el día que la poderosa auri, llamada Valesïa, y la traidora dîrus, de nombre Elinâ, habían vencido a los espectros guznais de nuestro señor Nedesïon, el Señor de las Tinieblas, el gran dios del Averno y hermano de Enesïon, el Señor de la Luz, e hijo de Asërion, el Dios Supremo de la Existencia. 

Pero no sólo ella le había retirado su confianza, también la propia espada Dolor, que lo había embrujado en sus últimos días de vida en el mundo material, y evidentemente el mismísimo dios Nedesïon.

El capitán tarko abandonó la alcoba; poco después, Sirinea crearía una puerta mágica y la atravesaría y llegaría al Averno, donde daría a luz a su esperado hijo, el legítimo nuevo rey Oscuro.

Ya en el presente, Trûn apretó los dientes y pensó con rabia que Urtrû pagaría su traición.



—¡Llega una nueva era! —anunció Urtrû, sentado en el lúgubre Trono de Calaveras.
Muchos tarkos asintieron mientras los dîrus miraron recelosos.

—¡Una era poderosa donde resurgirá el antiguo resplandor del Reino!

El comandante dudó de sus palabras.

—¡Donde la ley será mi voluntad! —asió su enorme palo de pinchos.

«¿Qué le ocurre?», le preguntó a Erkei.

«La ambición ha corrompido su alma», respondió el gran brujo.

Súbitamente, numerosos tarkos gritaron:

—¡Urtrû, Urtrû, Urtrû!

La locura se había apoderado de los monstruos.

Trûn miró desconfiado a su alrededor y pensó que tendría que ser prudente si no quería acabar asesinado. En su mente tomó forma la cadena con la calavera negra que le había entregado su señora Sirinea. «Si surge algún problema, llámame», le había dicho la bella, pero malvada enâi. Y eso decidió que haría.




Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015



miércoles, 20 de abril de 2016

Elinâ: PRIMERA PARTE "LEVIATÁN", CAPÍTULO 8


           Elinâ: Primera Parte "Leviatán", Capítulo 8



8
Tineâ moraba en un distrito tenebroso de las afueras de Mors.

Caminó rápida por una calle estrecha, se introdujo en un callejón oscuro y de seguida llegó a su pequeña, pero acogedora vivienda.

—Maldito seas, Kut —dijo nuevamente con el rostro ensombrecido cuando cerró la puerta.

Utilizó la magia para limpiar sus ropas manchadas de sangre negra de tarko, y decidió darse un baño para desprenderse del hedor desagradable de la sangre.
Se situó frente a la artesa, levantó los brazos y formulando un conjuro con unas breves palabras calentó el agua que ya había dentro. Ahora, al fin, podría relajarse.

Dejó su espada Tánata encima de la cama y se desprendió de sus pulseras de pinchos, de la capa encapuchada de color violeta oscuro y de su ropa mágica acorazada que le protegía todo el cuerpo, similar a la que utilizaba la auri Valesïa.

El uniforme era ligero como el viento y más resistente que cualquier armadura de tarko o de minotauro; a la altura del pecho portaba dibujado un gran lagarto. Allí en Mors, los gigantescos lagartos iguánidos, una sorprendente estirpe de animales mágicos, seres superiores, eran compañeros ancestrales de los dîrus, como los mismos linces o lobos de los mágicos auris.

Tineâ, pese a su joven edad, era una experta guerrera y hechicera muy conocida en Mors. No pertenecía a organización alguna; al contrario, trabajaba a la vez para varias bandas. Por eso Kut, el dirigente de Novuk, clan criminal dedicado al pillaje y al crimen, antiguo general del ejército de Ariûm, el primer rey oscuro, le acusaba de traición. No obstante, los mercenarios de Mors, ya fueran dîrus o tarkos, acostumbraban a colaborar con más de un clan a la vez.

Por otro lado, la dîrus era muy hermosa, de raza blanca, pero piel morena, y rostro fino, pulcro, bello, atractivo. En el Reino Oscuro existían dos razas de brujos: los dîrus de piel cobriza, casi negra, como Elinâ, y los dîrus de piel blanca. Sus cabellos largos y sus cejas y pestañas eran de color rojo carmesí muy intenso, desmesuradamente llamativo; sus ojos rasgados, anaranjados, maravillosos. Acostumbraba a llevar las largas uñas de las manos y de los pies pintadas de negro, portaba cinco pendientes, algunos de aro, en cada oreja, y llevaba un tatuaje con una calavera en el antebrazo derecho. Respecto a su estatura, era similar a la de Elinâ, su compatriota de estirpe, y a la de la auri Valesïa.

La dîrus estaba inquieta.

Se desnudó y metió en la artesa.

El agua caliente la relajó mucho. Sin embargo, volvió a cavilar en el violento ataque de Urku y sus monstruos, y dedujo que se encontraba en serios problemas. 

Por supuesto, no se equivocaba.




Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015



lunes, 18 de abril de 2016

H. P. Lovecraft: LO INNOMBRABLE


'Lo Innombrable' es un cuento del escritor norteamericano Howard Phillips Lovecraft, autor de novelas y relatos cortos de terror y ciencia ficción, así como poesía.

Considerado como el maestro del relato corto de terror, Lovecraft creó una mitología propia, en torno a los mitos de Cthulhu.

Sus relatos de terror incorporan elementos de ciencia ficción, como la aparición de extrañas y terroríficas razas de alienígenas.


Estábamos sentados en una ruinosa tumba del siglo XVI, a avanzada hora de la tarde de un día de otoño, en el viejo cementerio de Arkham, y divagábamos sobre lo innombrable. Mirando hacia el sauce gigantesco del cementerio, cuyo tronco casi había hundido la antigua y casi ilegible losa, y había hecho un comentario fantástico sobre el alimento espectral e incalificable que sus colosales raíces succionaban sin duda de aquella tierra vetusta y macabra; mi amigo me amonestó por decir esas tonterías, y añadió que puesto que no se habían efectuado enterramientos desde hacía más de un siglo, probablemente el árbol no recibía otro alimento que el ordinario. Añadió además que mi constante alusión a lo «innombrable» y lo «incalificable» eran un recurso pueril, muy en consonancia con mi escasa categoría como escritor. Yo era muy aficionado a terminar mis relatos con suspiros o ruidos que paralizaban las facultades de mis héroes y les dejaban sin valor, sin palabras y sin recuerdos para decir qué habían experimentado. Conocemos las cosas, decía él, sólo a través de nuestros cinco sentidos o nuestras intuiciones religiosas; por tanto, es completamente imposible hacer referencia a ningún objeto o visión que no pueda describirse claramente mediante las sólidas definiciones empíricas o las correctas doctrinas teológicas, preferentemente congregacionalistas, con las modificaciones que la tradición o sir Arthur Conan Doyle puedan aportar.

Con este amigo, Joel Manton, discutía a menudo lánguidamente. Era director de la East High School, nacido y criado en Boston, y participaba de esa sordera autocomplaciente de Nueva Inglaterra para las delicadas insinuaciones de la vida. Su opinión era que sólo nuestras experiencias normales y objetivas poseen importancia estética, y que lo que incumbe al artista es no tanto suscitar una fuerte emoción mediante la acción, el éxtasis y el asombro, como mantener un plácido interés y apreciación con detalladas y precisas transcripciones de lo cotidiano. En particular, era contrario a mi preocupación por lo místico y lo inexplicable; porque aunque creía en lo sobrenatural mucho más que yo, no admitía que fuera tema suficientemente común para abordarlo en literatura. Para un intelecto claro, práctico y lógico, era increíble que una mente pudiese encontrar su mayor placer en la evasión respecto de la rutina diaria, y en las combinaciones originales y dramáticas de imágenes normalmente reservadas por el hábito y el cansancio a las trilladas formas de la existencia real. Según él, todas las cosas y sentimientos tenían dimensiones, propiedades, causas y efectos fijos; y aunque sabía vagamente que el entendimiento tiene a veces visiones y sensaciones de naturaleza bastante menos geométrica, clasificable y manejable, se creía justificado para trazar una línea arbitraria, y desestimar todo aquello que no puede ser experimentado y comprendido por el ciudadano ordinario. Además, estaba casi seguro de que no puede existir nada que sea «innombrable». No era razonable, según él.

Aunque me daba cuenta de que era inútil aducir argumentos imaginativos y metafísicos frente a la autosatisfacción de un ortodoxo de la vida diurna, había algo en el escenario de este coloquio vespertino que me incitaba a discutir más que de costumbre. Las gastadas losas de pizarra, los árboles patriarcales, los centenarios tejados holandeses de la vieja ciudad embrujada que se extendía alrededor; todo contribuía a enardecerme el espíritu en defensa de mi obra; y no tardé en llevar mis ataques al terreno mismo de mi enemigo. En efecto, no me fue difícil iniciar el contraataque, ya que sabía que Joel Manton seguía medio aferrado a muchas de las supersticiones de que las gentes cultivadas habían abandonado ya; creencias en apariciones de personas a punto de morir en lugares distantes, o impresiones dejadas por antiguos rostros en las ventanas, a las que se habían asomado en vida. Dar crédito a estas consejas de vieja campesina, insistía yo, presuponía una fe en la existencia de sustancias espectrales en la tierra, separadas de sus duplicados materiales y consiguientes a ellos. Implicaba, además, una capacidad para creer en fenómenos que estaban más allá de todas las nociones normales; pues si un muerto puede transmitir su imagen visible o tangible a la distancia de medio mundo o desplazarse a lo largo de siglos, ¿por qué iba a ser absurdo suponer que las casas deshabitadas están llenas de extrañas entidades sensibles, o que los viejos cementerios rebosan de terribles e incorpóreas generaciones de inteligencias? Y dado que el espíritu, para efectuar las manifestaciones que se le atribuyen, no puede sufrir limitación alguna de las leyes de la materia, ¿por qué es una extravagancia imaginar que los seres muertos perviven psíquicamente -en formas —o ausencias de formas— que para el observador humano resultan absoluta y espantosamente «innombrables»? El «sentido común», al reflexionar sobre estos temas, le aseguré a mi amigo con calor, no es sino uña estúpida falta de imaginación y de flexibilidad mental.

Había empezado a oscurecer, pero a ninguno de los dos nos apetecía dejar la conversación. Manton no parecía impresionado por mis argumentos, y estaba deseoso de refutarlos Con esa confianza en sus propias opiniones que tanto éxito le daba como profesor, mientras que yo me sentía demasiado seguro en mi terreno para temer una derrota. Cayó la noche, y las luces brillaron débilmente en algunas de las ventanas distantes; pero no nos movimos. Nuestro asiento —un sepulcro— era bastante cómodo, y yo sabía que a mi prosaico amigo no le inquietaba la cavernosa grieta que se abría en la antigua obra de ladrillos, maltratada por las raíces, justo detrás de nosotros, ni la total negrura del lugar que proyectaba la ruinosa y deshabitada casa del siglo XVII que se interponía entre nosotros y la calle iluminada. Allí, sentados en la oscuridad, junto a la hendida tumba próxima a la casa deshabitada, conversábamos sobre lo «innombrable»; y cuando mi amigo dejó de burlarse, le hablé de la espantosa prueba que había detrás del relato mío del que más se había burlado él.

El relato se titulaba La ventana del dtico y había aparecido en el número de Whispers correspondiente a enero de 1922. En muchos lugares, especialmente en el sur y en la costa del Pacífico, retiraron la revista de los kioscos a causa de las quejas de los estúpidos pusilánimes; pero en Nueva Inglaterra no causó ninguna emoción, y las gentes se encogieron de hombros ante mis extravagancias. Era impensable, dijeron, que nadie se sobresaltase con aquel ser biológicamente imposible; no era sino una conseja más, una habladuría que Cotton Mather había hecho lo bastante creíble como para incluirla en su caótica Magnalia Christi Americana, y se hallaba tan pobremente autentificada que ni siquiera se había atrevido a citar el nombre de la localidad donde había tenido lugar el horror. Y en cuanto a la ampliación que yo hacía de la breve nota del viejo místico... ¡era completamente imposible, y típica de un plumífero frívolo y fantasioso! Mather había dicho efectivamente que había nacido semejante ser; pero nadie, salvo un sensacionalista barato, podría pensar que se hubiese desarrollado, se fuese asomando a las ventanas de las gentes por las noches, y se ocultara en el ático de una casa, en cuerpo y alma, hasta que alguien lo descubrió siglos después en la ventana, aunque no pudo describir qué fue lo que le volvió grises los cabellos. Todo esto no era más que descarada mediocridad, cosa en la que no paraba de insistir mi amigo Manton. Entonces le hablé de lo que había descubierto en un viejo diario redactado entre 1706 y 1723, desenterrado de entre los papeles de la familia, a menos de una milla de donde estábamos sentados; de eso, y de la verdad irrefutable de las cicatrices que mi antepasado tenía en el pecho y la espalda, que el diario describía. Le hablé también de los temores que abrigaban otras gentes de esa región, y de lo que se murmuró durante generaciones, y de cómo se demostró que no era fingida la locura que le sobrevino al niño que entró en 1793 en una casa abandonada para examinar determinadas huellas que se decía que había.

Fue sin duda un ser horrible... rio es de extrañar que los estudiosos se estremezcan al abordar la época puritana de Massachussetts. Se conoce muy poca cosa de lo que ocurrió bajo la superficie, aunque a veces supura horriblemente con un burbujeo putrescente. El terror a la brujería es un destello de luz de lo que bullía en los estrujados cerebros de los hombres; pero incluso eso es una pequeñez. No había belleza, no había libertad... como puede comprobarse en los restos arquitectónicos y domésticos, y los sermones envenenados de los rigurosos teólogos. Y dentro de esa herrumbrosa camisa de fuerza, se ocultaban farfullantes la atrocidad, la perversión y el satanismo. Esta era, verdaderamente, la apoteosis de lo innombrable.

Cotton Mather, en ese demoníaco sexto libro que nadie debe leer de noche, no se anda con rodeos al lanzar sus anatemas. Severo como un profeta judío, y lacónicamente imperturbable como nadie hasta entonces, habla de la bestia que dio a luz un ser superior a las bestias, aunque inferior al hombre, el ser del ojo manchado, y del desdichado y vociferante borracho al que ahorcaron por tener un ojo así. De todo esto se atreve a hablar, aunque no cuenta lo que ocurrió después. Quizá no llegó a saberlo; o quizá sí, y no se decidió a contarlo. Hay quien sí que se enteró, aunque no llegó a decir nada... Tampoco se dio explicación pública de por qué se hablaba con temor de la cerradura de la puerta que había al pie de la escalera de cierto ático donde vivía un viejo solitario, amargado y decrépito, el cual se había atrevido a levantar la losa de determinada sepultura anónima, sobre la cual, sin embargo, existen numerosas leyendas capaces de helarle la sangre a cualquiera.

Todo está en ese diario ancestral que encontré: las secretas alusiones e historias susurradas sobre seres con un ojo manchado que andaban asomándose a las ventanas por la noche o eran vistos por los prados desiertos, cerca de los bosques. Mi antepasado vio a un ser así en una carretera sombría que corría por un valle, el cual le dejó señales de cuernos en el pecho y de garras en la espalda; y cuando buscaron sus pisadas en el polvo, encontraron huellas mezcladas de pezuñas hendidas y zarpas vagamente antropoides. En una ocasión, un jinete del servicio de correo contó que había visto a la luz de la luna, unas horas antes del amanecer, a un viejo corriendo y llamando a una criatura espantosa que andaba a zancadas por Meadow Hill, y muchos le creyeron. Desde luego, corrió una extraña historia una noche de 1710, cuando el viejo solitario y decrépito fue enterrado en una cripta que había detrás de su propia casa, cerca de la losa de pizarra sin inscripción. Nadie abrió la puerta que daba acceso a la escalera del ático, sino que dejaron la casa como estaba, pavorosa y desierta. Cuando se oían ruidos en ella, la gente murmuraba y se estremecía, confiando en que fuese bastante sólido el cerrojo de la puerta del ático. Más tarde, esta confianza se vio frustrada cuando el horror se presentó en la casa parroquial y no dejó una sola alma viva o entera. Con el paso de los años, las leyendas adoptan un carácter espectral... pero supongo que aquel ser debió de morir, si era una criatura viva. Su recuerdo sigue siendo espantoso... tanto más espantoso cuanto que ha sido secreto.

Durante esta narración, mi amigo Manton se había ido quedando en silencio, y observé que mis palabras le habían impresionado. No se rió al callarme yo, sino que me preguntó muy serio sobre el niño que enloqueció en 1793, y qué parecía ser el héroe de mi historia. Le dije que el chico había ido a aquella casa encantada y desierta, seguramente movido por la curiosidad, ya que creía que las ventanas conservan latente la imagen de quienes habían estado sentados junto a ellas. El chico fue a examinar las ventanas de aquel horrible ático a causa de las historias sobre los seres que se habían visto detrás de ellas, y regresó gritando frenéticamente.

Cuando acabé de hablar, Manton se quedó pensativo; pero poco a poco volvió a su actitud analítica. Concedió que quizá había existido realmente un monstruo espantoso; pero me recordó que ni siquiera la más morbosa aberración de la naturaleza tiene por qué ser innombrable ni científicamente indescriptible. Admiré su claridad y persistencia; pero añadí nuevas revelaciones que había recogido entre la gente de edad. Leyendas espectrales, aclaré, relacionadas con apariciones monstruosas más horribles que cuantas entidades orgánicas podían existir; apariciones de formas bestiales y -gigantescas, visibles a veces, y a veces - sólo tangibles, que flotaban en las noches sin luna y rondaban por la vieja casa; la cripta que había detrás, y el sepulcro junto a cuya losa ilegible había brotado un árbol. Tanto si tales apariciones habían matado o no personas a cornadas o sofocándolas, como se decía en algunas tradiciones no comprobadas, habían causado una tremenda impresión; y aún eran secretamente temidas por los más viejos de la región, aunque las nuevas generaciones casi las habían olvidado... Quizá desaparecieran, si se dejaba de pensar en ellas. Es más, en lo que se refería a la estética, si las emanaciones psíquicas de las criaturas humanas consistían en distorsiones grotescas, ¿qué representación coherente podría expresar o reflejar una nebulosidad gibosa e infame como aquel espectro de maligna y caótica perversión, aquella blasfemia morbosa de la naturaleza? Modelado por el cerebro de una pesadilla híbrida, ¿no constituirá semejante horror vaporoso, con todo su nauseabunda verdad, lo intensa, escalofriantemente innombrable?

Sin duda se había hecho muy tarde. Un murciélago singularmente silencioso me tozó al pasar, y creo que a Manton también, porque aunque no podía verle, noté que levantaba el brazo. Luego dijo:

—Pero, ¿sigue en pie y deshabitada esa casa de la ventana del ático?

—Si —contesté---. Yo la he visto.

—¿Y encontraste algo... en el ático o en algún otro lugar?

—Unos cuantos huesos bajo el alero. Quizá fue eso lo que vio el niño; si era muy sensible, no necesitó ver nada en el cristal de la ventana para perder la razón. Si pertenecían al mismo ser, debió de tratarse de una monstruosidad histérica y delirante. Habría sido blasfemo dejar tales huesos en el mundo; así que los metí en un saco y los llevé a la tumba que hay detrás de la casa. Había una abertura por donde los pude arrojar al interior. No pienses que fue una tontería por mi parte... Quisiera que hubieses visto el cráneo. Tenía unos cuernos de unas cuatro pulgadas; en cambio, la cara y la mandíbula eran igual que la tuya o la mía.

Al fin pude notar que Manton, ahora muy cerca de mí, experimentaba un auténtico escalofrío. Pero su curiosidad no se dejó intimidar.

—-¿Y los cristales de las ventanas?

—-Habían desaparecido todos. Una de las ventanas había perdido completamente el marcó; en las demás, no había rastro de cristales en las pequeñas aberturas romboidales. Eran de esa clase de ventanas de celosía que cayeron en desuso antes de 1700. Supongo que

llevaban un siglo o más sin cristales... quizá los rompiera el niño, si es que llegó hasta allí; la leyenda no lo dice.

Manton se quedó pensativo otra vez.

—Me gustaría ver la casa, Carter. ¿Dónde está? Tanto si tiene cristales como si no, quisiera echarle una ojeada. Y también a la tumba donde pusiste aquellos huesos, y la otra sepultura sin inscripción... todo eso debe de ser un poco terrible.

—La has estado viendo... hasta que se ha hecho de noche.

Mi amigo se puso más nervioso de lo que yo me esperaba; porque ante este golpe de inocente teatralidad, se apartó de mí neuróticamente y dejó escapar un grito, con una especie de atragantamiento que liberó su tensión contenida. Fue un grito singular, y tanto mas terrible cuanto que fue contestado. Pues aún resonaba, cuando oí un crujido en la tenebrosa negrura, y comprendí que se abría una ventana de celosía en aquella casa vieja y maldita que teníamos allí cerca. Y dado que todos los demás marcos de ventana hacía tiempo que habían desaparecido, comprendí que se trataba del marco espantoso de aquella ventana demoníaca del ático.

Luego nos llegó una ráfaga de aire fétido y glacial procedente de la misma espantosa dirección, seguida de un alarido penetrante que brotó junto a mí, de aquella tumba agrietada de hombre y monstruo. Un instante después, fui derribado del horrible banco donde estaba sentado por el impulso infernal de una entidad invisible de tamaño gigantesco, aunque de naturaleza indeterminada. Caí cuan largo era en el moho trenzado de raíces de ese horrendo cementerio, mientras de la tumba salía un rugido jadeante y un aleteo, y mi fantasía se valía de ellos para poblar la oscuridad con legiones de seres semejantes a los deformes condenados de Milton. Se formó un vórtice de viento helado y devastador, y luego hubo un tableteo de ladrillos y cascotes sueltos; pero, misericordiosamente, me desvanecí-antes de comprender lo que ocurría.

Manton, aunque más bajo que yo, es más resistente; porque abrimos los ojos casi al mismo tiempo, a pesar de que sus heridas eran más graves. Nuestras camas estaban juntas, y en pocos segundos nos enteramos de que estábamos en el hospital de St. Mary. Las enfermeras se habían congregado a nuestro alrededor, en tensa curiosidad, ansiosas por ayudar a nuestra memoria, contándonos cómo habíamos llegado allí; y no tardamos en saber que un granjero nos había encontrado a mediodía en un campo solitario al otro lado de Meadow Hill, a una milla del viejo cementerio, en un lugar donde se dice que hubo en otro tiempo un matadero. Manton tenía dos serias heridas en el pecho, así como algunos cortes o arañazos menos graves en la espalda. Yo no estaba malherido; pero tenía el cuerpo cubierto de morados y contusiones de lo más desconcertantes, y hasta una huella de pezuña hendida. Era evidente que Manton sabía más que yo, pero no dijo nada a los perplejos e interesados médicos, hasta que le explicaron cual era la naturaleza de nuestras heridas. Entonces dijo que habíamos sido victimas de un toro resabiado... aunque resultó difícil explicar e identificar al animal.

Cuando las enfermeras y los médicos nos dejaron, le susurré una pregunta sobrecogida:

—¡Dios mío, Manton, ¿qué ha pasado? Esas señales... ¿ha sido eso?

Pero yo estaba demasiado perplejo para alegrarme, cuando me contestó en voz baja algo que yo medio me esperaba:

—No... no ha sido eso ni mucho menos. Estaba en todas partes... era una gelatina... un limo.., sin embargo, tenía formas, mil formas espantosas imposibles de recordar. Tenía ojos... uno de ellos manchado. Era el abismo, el maelstrom, la abominación final. Carter, ¡era lo innombrable!


Howard Philips Lovecraft


Fuente: Letras perdidas

lunes, 11 de abril de 2016

Elinâ: PRIMERA PARTE "LEVIATÁN", CAPÍTULO 7


           Elinâ: Primera Parte "Leviatán", Capítulo 7



7
Samí se detuvo al anochecer.

—Están cerca —susurró, mirando a las tinieblas.

La yegua relinchó como si hubiera entendido sus palabras.

—Definitivamente, tendremos que luchar —dijo, reflexionando.

En condiciones normales le hubiera sido fácil escapar, pero por desgracia la bola de cristal anulaba a su antojo su propia magia con su inmenso poder cósmico; y, por supuesto, no podía abandonarla y permitir que se apoderaran de ella.

Terminó de fumar la shisha y se sentó en el suelo, entrelazó los dedos, llevó las manos al regazo y de seguida entró en trance y cerró los ojos.

Surgió una luz brillante y extraordinaria de sus manos, que lo envolvió por completo en un aura reluciente.

—Siempre fiel a Ti, Señor, ayúdame en el peligro —dijo.

La luz brilló más intensa.

—Haz que mi camino vea la Luz de tu rostro; que mi destino sea el que Tú decidas. 

El mundo terrero desapareció y de la nada se forjó otro onírico, y en la niebla blanca e ilusoria se materializó la figura de un hombre, un mago humano ya anciano que vestía un atuendo sencillo color crema, y en la cabeza llevaba puesto un gorro grandísimo que terminaba en punta, como las mismas orejas en forma de asta de un feroz lince. Su barba era larga y negra, aunque algo canosa. Su rostro muy viejo, pero poderoso y sus ojos, prodigiosos. Indudablemente, sólo podía tratarse de una persona: Tag, el gran mago de Mür, importante semidiós eterno.

Ambos se abrazaron.

«Maestro, necesito tu consejo y ayuda», dijo Samí.

«Aquí me tienes, Aguemón», sonrió Tag. «Cuéntame qué ocurre».

Aguemón era el verdadero nombre de Samí, el Guardián del Cosmos del mágico Edén.

«No tengo mucho tiempo, maestro», indicó Samí. «El enemigo me persigue tenazmente».

El anciano enarcó una ceja.

«¿Emenis?», preguntó.

«El mismo», asintió Samí. 

«¡Dios mío!», exclamó Tag, atónito.

«Todo ocurrió hace apenas una semana, una noche de luna nueva, cuando la oscuridad se extendía sin fin por toda Tierra Leyenda…».




Elinâ
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