jueves, 28 de abril de 2016

Antonio Machado: Y ERA EL DEMONIO DE MI SUEÑO, EL ÁNGEL



Y era el demonio de mi sueño, el ángel
más hermoso. Brillaban
como aceros los ojos victoriosos,
y las sangrientas llamas
de su antorcha alumbraron
la honda cripta del alma.
  ¿Vendrás conmigo? No, jamás; las tumbas
y los muertos me espantan.
Pero la férrea mano
mi diestra atenazaba.
  Vendrás conmigo... Y avancé en mi sueño,
cegado por la roja luminaria.
Y en la cripta sentí sonar cadenas,
y rebullir de fieras enjauladas.

 LXIII Y era el demonio de mi sueño, el ángel - Galerías
Antonio Machado

martes, 26 de abril de 2016

Elinâ: PRIMERA PARTE "LEVIATÁN", CAPÍTULO 11 (ÚLTIMO CAPÍTULO DE MUESTRA)


           Elinâ: Primera Parte "Leviatán", Capítulo 11



11
Ambos semidioses encendieron sus pipas.

Samí exhaló el humo y comenzó a narrar cómo días atrás había encontrado la extraña bola de cristal cerca de un árbol milenario, en las proximidades de la ciudad, con un pequeño cráter a su alrededor; desde ese mismo día, presintió cercana la presencia de Emenis, daemon del Averno.

—Era de noche, dormía plácido cuando de improviso la bola me llamó mentalmente —el hombre frunció el ceño—. Me levanté, me transformé en rapaz y fui en su búsqueda; cuando la encontré, me quedé largo tiempo observándola, como hipnotizado; era maravillosa, muy poderosa. Más tarde, me fue imposible utilizar la magia para volver de nuevo a mi vivienda, pues su poder es absoluto y anulaba mi magia.

Tag estaba boquiabierto.

—¿Cómo apareció allí? —preguntó.

—No lo sé —respondió el mercader, encogiéndose de hombros—. Pero no es de este mundo, eso te lo puedo asegurar.

—Ajá —asintió Tag con la frente arrugada—. Nadie sabe con exactitud su procedencia.

Continuaron charlando hasta que se despidieron.

—Lleva muchísimo cuidado, Aguemón —indicó el mago.

—Naturalmente, maestro —asintió el mercader.

Se abrazaron de nuevo.

—Infórmame pronto —exigió Tag.

—No te preocupes, cuando llegue al Bosque Negro me pondré en contacto contigo.
Tag asintió. Sin embargo, una sombra ensombreció su alma.
Sin más, desaparecieron del mundo onírico y sus espíritus volvieron a sus cuerpos.



Tag abrió los ojos, se incorporó con agilidad y sus pupilas brillaron en la noche opaca.

—Vivimos en tiempos agitados —se dijo a sí mismo en un susurro.



Samí salió del trance.

Sintió una gran amenaza, cogió la bola que yacía en el interior de su alforja dentro de la carreta y la ocultó en su hábito.

—Cálmate —le susurró a la yegua, pero el animal no se tranquilizó.

—Por fin nos encontramos —dijo alguien detrás de él.

El mercader se dio la vuelta con rapidez y se encontró con Emenis. El daemon iba enfundado en una túnica negra, ocultando su rostro con una capucha; detrás, se encontraban los tres dîrus similarmente ataviados: Morsus, Eynus y Aanis, así se llamaban.

Se escrutaron con la mirada.

La yegua relinchó, pero se mantuvo quieta.

—Márchate por donde has venido —dijo Samí con autoridad—. Pues no seré benevolente contigo ni con tus vasallos.

El semidiós del Averno soltó una carcajada y se quitó la capucha: su pálido rostro dîrus era siniestro.

Los brujos también se descubrieron.

—Si me das el objeto, lo haré —terció Emenis.

—Sabes que nunca lo haría, no te pertenece.

—Entonces yo tampoco seré benevolente contigo, Samí —dijo con desprecio.

Al momento, se prepararon para la batalla.



El guardián del Cosmos desconocía qué portentosa magia poseía la bola de cristal.

No se atrevió a utilizarla, pues podría cometer un daño irreversible en el mundo terreno; asimismo, sabía que la misma bola inutilizaría su propio poder cuando se le antojara, algo que no se podía permitir.

En un santiamén, saltó de manera vertiginosa hacia atrás, agarró con rapidez la bola de cristal, la dejó en el suelo y formuló un conjuro y una barrera invisible, más resistente que el mismísimo acero auri, la cubrió completamente.

El brujo Eynus se lanzó para cogerla.

—¡Detente! —exclamó Emenis—. ¡La ha protegido con una barrera!

El dîrus se detuvo y retrocedió, mostrando amenazante sus largos colmillos de vampiro; si hubiera rozado la barrera, habría muerto abrasado.

Sin más, comenzó la liza.

Los semidioses eran muchísimo más poderosos que los dîrus. Por tanto, éstos no participaron en la reyerta.

El daemon creó una enorme hacha afiladísima con el pensamiento y se lanzó al ataque veloz; el guardián hizo lo propio con una cimitarra, repelió la agresión y pasó a la ofensiva.

Cuando las armas se chocaron, unos destellos iluminaron la noche estrellada.
Se sucedieron una serie de golpes impresionantes, descomunales.

Si el guardián atacaba, al momento se defendía; si se defendía, al momento atacaba.
No se dieron ni un respiro.

Se lanzaron rayos de fuego, paralizantes y de otras variedades, mientras simultáneamente se defendían con barreras y escudos mágicos.

—¡Dame la bola, Samí! —exclamó el daemon, falto de aliento.

Durante un instante hicieron una tregua.

El guardián movió la cabeza y miró a su enemigo.

—Eso no ocurrirá nunca —dijo, sonriente.

El daemon se enfureció y volvió a la carga.

La lucha se recrudeció y a los mismos dîrus, poderosos hechiceros y guerreros a la vez, les costó seguir los rapidísimos movimientos que ejecutaban los semidioses.

Pasaron las horas hasta que el sol apareció en el horizonte y llegó un nuevo día.

De pronto, el daemon se atrevió a abalanzarse demasiado hacia Samí, que creyó beneficiarse de su error. Sin embargo, cuando el guardián blandía su espada hacia el costado de su contrario, se encontró con la nada y perdió el equilibrio.

«¡Maldición!», exclamó mentalmente. «¡Me ha engañado!». 

«¡Saluda a tu Señor de mi parte!», bramó una voz perversa en su cabeza.  

El guardián del Cosmos cayó al suelo.

Se lamentó de su propio desliz. El inteligente daemon lo había engañado al crear una proyección irreal con la mente.

Samí, exhausto, deseó que Tag enmendara su error, si no Tierra Leyenda estaría perdida.

Ya en el suelo, giró la cabeza como un rayo con la esperanza de repeler la agresión, pero se equivocaba.

Emenis, el daemon del Averno del Señor de las Tinieblas Nedesïon, le clavó el hacha en la frente y le partió el cráneo.

Lo último que vería en Tierra Leyenda serían los perversos ojos de su enemigo.




Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015



domingo, 24 de abril de 2016

Elinâ: PRIMERA PARTE "LEVIATÁN", CAPÍTULO 10


           Elinâ: Primera Parte "Leviatán", Capítulo 10



10
Elinâ finalizó su entrenamiento de filosa, en la sala de lucha del monumental templo auri donde acudía casi a diario, al mediodía. Como de costumbre, venció a cada uno de sus rivales: cuatro diestros guerreros auris pertenecientes al ejército.

La dîrus portaba en el cinto a Turbadora, su afilada espada mágica, y vestía un extraordinario uniforme acorazado, elaborado con ropas mágicas auris, idéntico a su habitual uniforme de la hueste de la lejana Mür, con la insignia de un lince coronado en el pecho.

—Tiene que ser igual al que llevo puesto —le había dicho días atrás al artesano auri que lo había confeccionado.

—Como desee, mi señora —respondió el auri.

Ella asintió, complacida.

El uniforme era más resistente que cualquier armadura de acero y más ligero que una pluma.

Se colocó la capa mágica que también portaba la insignia del lince.

«Vamos», le dijo telepáticamente a Cannean, su inmenso lobo negro, más fuerte que los mismísimos felinos del reino.

«¿Cómo te encuentras? Te noto cansada», dijo el cánido, escrutándola con la mirada.

«Acertaste, necesito un baño y un buen descanso».

«Pues vamos a ello».

«Sí», afirmó, sonriente.

Desde que había conocido al cánido veinte años atrás, nunca se habían separado porque los unía una alianza intrínseca, como les ocurría a los auris con sus linces protectores. Al mismo tiempo, estaba muy unida a Bôndil, el capitán de la Arealdïon del rey auri Eâlin, su amado esposo.

Marchaba abstraída en sus propios pensamientos cuando la llamaron.

—¡Elinâ! —dijo una voz femenina a su espalda.

La bruja se detuvo en seco, giró hacia atrás y se encontró con la princesa Elimelïa, que marchaba acompañada de su lince Limia.

—¡Alteza, qué alegría verte!

—¡Hola, Elinâ!

Las mujeres se abrazaron mientras las bestias comenzaron a dar círculos a su alrededor, sin dejar de mirarse a los ojos: lince y lobo consagraban una buena amistad, obviamente.

La bella Elimelïa vestía un fino vestido blanco de seda, que dejaba al descubierto la mitad superior de sus senos.

La princesa era hija del fallecido rey Eâdel y de la reina madre Elianïa.

Eâdel había sido padre de seis hijos y se había casado dos veces.

Su primera esposa falleció mucho tiempo atrás. Se llamaba Noemïa y le había dado tres hijos varones: el actual rey Eâlin, Estöel y Eâdil; y una fémina, Sernïa, la menor de los cuatro.

La segunda esposa era la propia Elianïa, la madre de Elimelïa.

La mujer auri era muy hermosa y su nombre daba fe de ello, pues significaba Flor de Abril en la lengua común de los hombres. Además, era joven, más que su mismo hijastro Eâlin.

Elianïa había engendrado dos hijos del rey Eâdel: la misma Elimelïa, una guerrera formidable de sublime belleza; y Erlïn, príncipe aventurero y errante, esposo de Valesïa, la Elegida por las deidades del Edén.

—¿Cómo te encuentras, querida? —preguntó la princesa.

—No tan espléndida como tú, alteza.

Las mujeres sonrieron.

—Cuando lo desees, visítanos. Tú siempre serás bienvenida.

—Gracias, alteza.

—Pronto llegarán Erlïn y Valesïa y celebraremos una gran fiesta a su regreso en la Torre del Rey.

A Elinâ se le aceleró el pulso y sintió que la añoraba como nunca. Llevaba ya dos años sin ver a su hermana adoptiva que, como siempre, se encontraba de viaje con su esposo en busca de aventuras.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Dêns se ha transmitido con Limia.

Dêns era el lince protector de Erlïn.   

«Así es», dijo la lince. «Ya están cerca, llegarán dentro de un mes».

—¡Estupendo! —exclamó Elinâ, emocionada.




Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015



viernes, 22 de abril de 2016

Elinâ: PRIMERA PARTE "LEVIATÁN", CAPÍTULO 9


           Elinâ: Primera Parte "Leviatán", Capítulo 9



9
«Ahora no es el momento», dijo el gran brujo Erkei.

Trûn recapacitó y controló su ira en el último momento.

—A sus órdenes, mi general —dijo, deteniéndose y saludando con el puño.

Urtrû, poderoso general tarko del Reino Oscuro, sonrió con crueldad.

—Hola, Trûn, todos esperábamos tu llegada.

—No sabía que el Consejo se celebrase aquí, mi general.

—A partir de ahora, cambiarán muchas cosas. 

El comandante asintió.

«Luego hablaremos», dijo Erkei, telepáticamente.

«De acuerdo», asintió Trûn.

Mientras, Urtrû lo miraba con atención a los ojos.


Trûn evocó los hechos ocurridos veinte años atrás, cuando acababa de finalizar la malograda Guerra de las Espadas.

Sirinea había convocado a los dirigentes tarkos y dîrus en el mismo salón del Castillo Tiniebla que estaba ahora.

—Debo volver al Averno —anunció.

—¿Qué ocurrirá ahora, mi señora? —preguntó Erkei, el gran dîrus supremo sucesor de Enis.

—Esperaremos a la llegada del nuevo rey —dijo la enâi con malicia, tocándose el abultado vientre, pues ya estaba a punto de dar a luz.

—Todavía falta muchísimo tiempo para que el rey pueda gobernar —dijo el propio Urtrû, general tarko de la Guardia Oscura, sucesor del general Driûm, mártir de la batalla final de Tolen.

—No tenemos prisa —indicó la enâi—. Pero gobernad con mano dura —los miró a los ojos.

Finalizó el Consejo. Trûn se marchó y esperó oculto en el pasillo oscuro a la enâi.
—Sígueme —ordenó su señora cuando se encontraron.

Entraron en la alcoba y Sirinea cerró la puerta con llave.

—Toma esto —dijo de inmediato, entregándole una cadena con una calavera negra.
El tarko la cogió, la miró y se encogió de hombros.

—¿Para qué sirve? —preguntó.

—Si surge algún problema, llámame —dictaminó la enâi.

—Sí, mi señora —dijo el comandante, dándose por enterado.

La enâi confiaba más en Trûn que en ningún otro monstruo o dîrus. Por eso le había ordenado que recuperara la espada Dolor cuando Ariûm expirara en la batalla final y se la entregara aprovechando el desconcierto de la contienda.

Trûn comprendió con el tiempo que Ariûm había perdido la confianza de la enâi —aunque no su amor incondicional, por supuesto— el día que la poderosa auri, llamada Valesïa, y la traidora dîrus, de nombre Elinâ, habían vencido a los espectros guznais de nuestro señor Nedesïon, el Señor de las Tinieblas, el gran dios del Averno y hermano de Enesïon, el Señor de la Luz, e hijo de Asërion, el Dios Supremo de la Existencia. 

Pero no sólo ella le había retirado su confianza, también la propia espada Dolor, que lo había embrujado en sus últimos días de vida en el mundo material, y evidentemente el mismísimo dios Nedesïon.

El capitán tarko abandonó la alcoba; poco después, Sirinea crearía una puerta mágica y la atravesaría y llegaría al Averno, donde daría a luz a su esperado hijo, el legítimo nuevo rey Oscuro.

Ya en el presente, Trûn apretó los dientes y pensó con rabia que Urtrû pagaría su traición.



—¡Llega una nueva era! —anunció Urtrû, sentado en el lúgubre Trono de Calaveras.
Muchos tarkos asintieron mientras los dîrus miraron recelosos.

—¡Una era poderosa donde resurgirá el antiguo resplandor del Reino!

El comandante dudó de sus palabras.

—¡Donde la ley será mi voluntad! —asió su enorme palo de pinchos.

«¿Qué le ocurre?», le preguntó a Erkei.

«La ambición ha corrompido su alma», respondió el gran brujo.

Súbitamente, numerosos tarkos gritaron:

—¡Urtrû, Urtrû, Urtrû!

La locura se había apoderado de los monstruos.

Trûn miró desconfiado a su alrededor y pensó que tendría que ser prudente si no quería acabar asesinado. En su mente tomó forma la cadena con la calavera negra que le había entregado su señora Sirinea. «Si surge algún problema, llámame», le había dicho la bella, pero malvada enâi. Y eso decidió que haría.




Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015



miércoles, 20 de abril de 2016

Elinâ: PRIMERA PARTE "LEVIATÁN", CAPÍTULO 8


           Elinâ: Primera Parte "Leviatán", Capítulo 8



8
Tineâ moraba en un distrito tenebroso de las afueras de Mors.

Caminó rápida por una calle estrecha, se introdujo en un callejón oscuro y de seguida llegó a su pequeña, pero acogedora vivienda.

—Maldito seas, Kut —dijo nuevamente con el rostro ensombrecido cuando cerró la puerta.

Utilizó la magia para limpiar sus ropas manchadas de sangre negra de tarko, y decidió darse un baño para desprenderse del hedor desagradable de la sangre.
Se situó frente a la artesa, levantó los brazos y formulando un conjuro con unas breves palabras calentó el agua que ya había dentro. Ahora, al fin, podría relajarse.

Dejó su espada Tánata encima de la cama y se desprendió de sus pulseras de pinchos, de la capa encapuchada de color violeta oscuro y de su ropa mágica acorazada que le protegía todo el cuerpo, similar a la que utilizaba la auri Valesïa.

El uniforme era ligero como el viento y más resistente que cualquier armadura de tarko o de minotauro; a la altura del pecho portaba dibujado un gran lagarto. Allí en Mors, los gigantescos lagartos iguánidos, una sorprendente estirpe de animales mágicos, seres superiores, eran compañeros ancestrales de los dîrus, como los mismos linces o lobos de los mágicos auris.

Tineâ, pese a su joven edad, era una experta guerrera y hechicera muy conocida en Mors. No pertenecía a organización alguna; al contrario, trabajaba a la vez para varias bandas. Por eso Kut, el dirigente de Novuk, clan criminal dedicado al pillaje y al crimen, antiguo general del ejército de Ariûm, el primer rey oscuro, le acusaba de traición. No obstante, los mercenarios de Mors, ya fueran dîrus o tarkos, acostumbraban a colaborar con más de un clan a la vez.

Por otro lado, la dîrus era muy hermosa, de raza blanca, pero piel morena, y rostro fino, pulcro, bello, atractivo. En el Reino Oscuro existían dos razas de brujos: los dîrus de piel cobriza, casi negra, como Elinâ, y los dîrus de piel blanca. Sus cabellos largos y sus cejas y pestañas eran de color rojo carmesí muy intenso, desmesuradamente llamativo; sus ojos rasgados, anaranjados, maravillosos. Acostumbraba a llevar las largas uñas de las manos y de los pies pintadas de negro, portaba cinco pendientes, algunos de aro, en cada oreja, y llevaba un tatuaje con una calavera en el antebrazo derecho. Respecto a su estatura, era similar a la de Elinâ, su compatriota de estirpe, y a la de la auri Valesïa.

La dîrus estaba inquieta.

Se desnudó y metió en la artesa.

El agua caliente la relajó mucho. Sin embargo, volvió a cavilar en el violento ataque de Urku y sus monstruos, y dedujo que se encontraba en serios problemas. 

Por supuesto, no se equivocaba.




Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015



lunes, 18 de abril de 2016

H. P. Lovecraft: LO INNOMBRABLE


'Lo Innombrable' es un cuento del escritor norteamericano Howard Phillips Lovecraft, autor de novelas y relatos cortos de terror y ciencia ficción, así como poesía.

Considerado como el maestro del relato corto de terror, Lovecraft creó una mitología propia, en torno a los mitos de Cthulhu.

Sus relatos de terror incorporan elementos de ciencia ficción, como la aparición de extrañas y terroríficas razas de alienígenas.


Estábamos sentados en una ruinosa tumba del siglo XVI, a avanzada hora de la tarde de un día de otoño, en el viejo cementerio de Arkham, y divagábamos sobre lo innombrable. Mirando hacia el sauce gigantesco del cementerio, cuyo tronco casi había hundido la antigua y casi ilegible losa, y había hecho un comentario fantástico sobre el alimento espectral e incalificable que sus colosales raíces succionaban sin duda de aquella tierra vetusta y macabra; mi amigo me amonestó por decir esas tonterías, y añadió que puesto que no se habían efectuado enterramientos desde hacía más de un siglo, probablemente el árbol no recibía otro alimento que el ordinario. Añadió además que mi constante alusión a lo «innombrable» y lo «incalificable» eran un recurso pueril, muy en consonancia con mi escasa categoría como escritor. Yo era muy aficionado a terminar mis relatos con suspiros o ruidos que paralizaban las facultades de mis héroes y les dejaban sin valor, sin palabras y sin recuerdos para decir qué habían experimentado. Conocemos las cosas, decía él, sólo a través de nuestros cinco sentidos o nuestras intuiciones religiosas; por tanto, es completamente imposible hacer referencia a ningún objeto o visión que no pueda describirse claramente mediante las sólidas definiciones empíricas o las correctas doctrinas teológicas, preferentemente congregacionalistas, con las modificaciones que la tradición o sir Arthur Conan Doyle puedan aportar.

Con este amigo, Joel Manton, discutía a menudo lánguidamente. Era director de la East High School, nacido y criado en Boston, y participaba de esa sordera autocomplaciente de Nueva Inglaterra para las delicadas insinuaciones de la vida. Su opinión era que sólo nuestras experiencias normales y objetivas poseen importancia estética, y que lo que incumbe al artista es no tanto suscitar una fuerte emoción mediante la acción, el éxtasis y el asombro, como mantener un plácido interés y apreciación con detalladas y precisas transcripciones de lo cotidiano. En particular, era contrario a mi preocupación por lo místico y lo inexplicable; porque aunque creía en lo sobrenatural mucho más que yo, no admitía que fuera tema suficientemente común para abordarlo en literatura. Para un intelecto claro, práctico y lógico, era increíble que una mente pudiese encontrar su mayor placer en la evasión respecto de la rutina diaria, y en las combinaciones originales y dramáticas de imágenes normalmente reservadas por el hábito y el cansancio a las trilladas formas de la existencia real. Según él, todas las cosas y sentimientos tenían dimensiones, propiedades, causas y efectos fijos; y aunque sabía vagamente que el entendimiento tiene a veces visiones y sensaciones de naturaleza bastante menos geométrica, clasificable y manejable, se creía justificado para trazar una línea arbitraria, y desestimar todo aquello que no puede ser experimentado y comprendido por el ciudadano ordinario. Además, estaba casi seguro de que no puede existir nada que sea «innombrable». No era razonable, según él.

Aunque me daba cuenta de que era inútil aducir argumentos imaginativos y metafísicos frente a la autosatisfacción de un ortodoxo de la vida diurna, había algo en el escenario de este coloquio vespertino que me incitaba a discutir más que de costumbre. Las gastadas losas de pizarra, los árboles patriarcales, los centenarios tejados holandeses de la vieja ciudad embrujada que se extendía alrededor; todo contribuía a enardecerme el espíritu en defensa de mi obra; y no tardé en llevar mis ataques al terreno mismo de mi enemigo. En efecto, no me fue difícil iniciar el contraataque, ya que sabía que Joel Manton seguía medio aferrado a muchas de las supersticiones de que las gentes cultivadas habían abandonado ya; creencias en apariciones de personas a punto de morir en lugares distantes, o impresiones dejadas por antiguos rostros en las ventanas, a las que se habían asomado en vida. Dar crédito a estas consejas de vieja campesina, insistía yo, presuponía una fe en la existencia de sustancias espectrales en la tierra, separadas de sus duplicados materiales y consiguientes a ellos. Implicaba, además, una capacidad para creer en fenómenos que estaban más allá de todas las nociones normales; pues si un muerto puede transmitir su imagen visible o tangible a la distancia de medio mundo o desplazarse a lo largo de siglos, ¿por qué iba a ser absurdo suponer que las casas deshabitadas están llenas de extrañas entidades sensibles, o que los viejos cementerios rebosan de terribles e incorpóreas generaciones de inteligencias? Y dado que el espíritu, para efectuar las manifestaciones que se le atribuyen, no puede sufrir limitación alguna de las leyes de la materia, ¿por qué es una extravagancia imaginar que los seres muertos perviven psíquicamente -en formas —o ausencias de formas— que para el observador humano resultan absoluta y espantosamente «innombrables»? El «sentido común», al reflexionar sobre estos temas, le aseguré a mi amigo con calor, no es sino uña estúpida falta de imaginación y de flexibilidad mental.

Había empezado a oscurecer, pero a ninguno de los dos nos apetecía dejar la conversación. Manton no parecía impresionado por mis argumentos, y estaba deseoso de refutarlos Con esa confianza en sus propias opiniones que tanto éxito le daba como profesor, mientras que yo me sentía demasiado seguro en mi terreno para temer una derrota. Cayó la noche, y las luces brillaron débilmente en algunas de las ventanas distantes; pero no nos movimos. Nuestro asiento —un sepulcro— era bastante cómodo, y yo sabía que a mi prosaico amigo no le inquietaba la cavernosa grieta que se abría en la antigua obra de ladrillos, maltratada por las raíces, justo detrás de nosotros, ni la total negrura del lugar que proyectaba la ruinosa y deshabitada casa del siglo XVII que se interponía entre nosotros y la calle iluminada. Allí, sentados en la oscuridad, junto a la hendida tumba próxima a la casa deshabitada, conversábamos sobre lo «innombrable»; y cuando mi amigo dejó de burlarse, le hablé de la espantosa prueba que había detrás del relato mío del que más se había burlado él.

El relato se titulaba La ventana del dtico y había aparecido en el número de Whispers correspondiente a enero de 1922. En muchos lugares, especialmente en el sur y en la costa del Pacífico, retiraron la revista de los kioscos a causa de las quejas de los estúpidos pusilánimes; pero en Nueva Inglaterra no causó ninguna emoción, y las gentes se encogieron de hombros ante mis extravagancias. Era impensable, dijeron, que nadie se sobresaltase con aquel ser biológicamente imposible; no era sino una conseja más, una habladuría que Cotton Mather había hecho lo bastante creíble como para incluirla en su caótica Magnalia Christi Americana, y se hallaba tan pobremente autentificada que ni siquiera se había atrevido a citar el nombre de la localidad donde había tenido lugar el horror. Y en cuanto a la ampliación que yo hacía de la breve nota del viejo místico... ¡era completamente imposible, y típica de un plumífero frívolo y fantasioso! Mather había dicho efectivamente que había nacido semejante ser; pero nadie, salvo un sensacionalista barato, podría pensar que se hubiese desarrollado, se fuese asomando a las ventanas de las gentes por las noches, y se ocultara en el ático de una casa, en cuerpo y alma, hasta que alguien lo descubrió siglos después en la ventana, aunque no pudo describir qué fue lo que le volvió grises los cabellos. Todo esto no era más que descarada mediocridad, cosa en la que no paraba de insistir mi amigo Manton. Entonces le hablé de lo que había descubierto en un viejo diario redactado entre 1706 y 1723, desenterrado de entre los papeles de la familia, a menos de una milla de donde estábamos sentados; de eso, y de la verdad irrefutable de las cicatrices que mi antepasado tenía en el pecho y la espalda, que el diario describía. Le hablé también de los temores que abrigaban otras gentes de esa región, y de lo que se murmuró durante generaciones, y de cómo se demostró que no era fingida la locura que le sobrevino al niño que entró en 1793 en una casa abandonada para examinar determinadas huellas que se decía que había.

Fue sin duda un ser horrible... rio es de extrañar que los estudiosos se estremezcan al abordar la época puritana de Massachussetts. Se conoce muy poca cosa de lo que ocurrió bajo la superficie, aunque a veces supura horriblemente con un burbujeo putrescente. El terror a la brujería es un destello de luz de lo que bullía en los estrujados cerebros de los hombres; pero incluso eso es una pequeñez. No había belleza, no había libertad... como puede comprobarse en los restos arquitectónicos y domésticos, y los sermones envenenados de los rigurosos teólogos. Y dentro de esa herrumbrosa camisa de fuerza, se ocultaban farfullantes la atrocidad, la perversión y el satanismo. Esta era, verdaderamente, la apoteosis de lo innombrable.

Cotton Mather, en ese demoníaco sexto libro que nadie debe leer de noche, no se anda con rodeos al lanzar sus anatemas. Severo como un profeta judío, y lacónicamente imperturbable como nadie hasta entonces, habla de la bestia que dio a luz un ser superior a las bestias, aunque inferior al hombre, el ser del ojo manchado, y del desdichado y vociferante borracho al que ahorcaron por tener un ojo así. De todo esto se atreve a hablar, aunque no cuenta lo que ocurrió después. Quizá no llegó a saberlo; o quizá sí, y no se decidió a contarlo. Hay quien sí que se enteró, aunque no llegó a decir nada... Tampoco se dio explicación pública de por qué se hablaba con temor de la cerradura de la puerta que había al pie de la escalera de cierto ático donde vivía un viejo solitario, amargado y decrépito, el cual se había atrevido a levantar la losa de determinada sepultura anónima, sobre la cual, sin embargo, existen numerosas leyendas capaces de helarle la sangre a cualquiera.

Todo está en ese diario ancestral que encontré: las secretas alusiones e historias susurradas sobre seres con un ojo manchado que andaban asomándose a las ventanas por la noche o eran vistos por los prados desiertos, cerca de los bosques. Mi antepasado vio a un ser así en una carretera sombría que corría por un valle, el cual le dejó señales de cuernos en el pecho y de garras en la espalda; y cuando buscaron sus pisadas en el polvo, encontraron huellas mezcladas de pezuñas hendidas y zarpas vagamente antropoides. En una ocasión, un jinete del servicio de correo contó que había visto a la luz de la luna, unas horas antes del amanecer, a un viejo corriendo y llamando a una criatura espantosa que andaba a zancadas por Meadow Hill, y muchos le creyeron. Desde luego, corrió una extraña historia una noche de 1710, cuando el viejo solitario y decrépito fue enterrado en una cripta que había detrás de su propia casa, cerca de la losa de pizarra sin inscripción. Nadie abrió la puerta que daba acceso a la escalera del ático, sino que dejaron la casa como estaba, pavorosa y desierta. Cuando se oían ruidos en ella, la gente murmuraba y se estremecía, confiando en que fuese bastante sólido el cerrojo de la puerta del ático. Más tarde, esta confianza se vio frustrada cuando el horror se presentó en la casa parroquial y no dejó una sola alma viva o entera. Con el paso de los años, las leyendas adoptan un carácter espectral... pero supongo que aquel ser debió de morir, si era una criatura viva. Su recuerdo sigue siendo espantoso... tanto más espantoso cuanto que ha sido secreto.

Durante esta narración, mi amigo Manton se había ido quedando en silencio, y observé que mis palabras le habían impresionado. No se rió al callarme yo, sino que me preguntó muy serio sobre el niño que enloqueció en 1793, y qué parecía ser el héroe de mi historia. Le dije que el chico había ido a aquella casa encantada y desierta, seguramente movido por la curiosidad, ya que creía que las ventanas conservan latente la imagen de quienes habían estado sentados junto a ellas. El chico fue a examinar las ventanas de aquel horrible ático a causa de las historias sobre los seres que se habían visto detrás de ellas, y regresó gritando frenéticamente.

Cuando acabé de hablar, Manton se quedó pensativo; pero poco a poco volvió a su actitud analítica. Concedió que quizá había existido realmente un monstruo espantoso; pero me recordó que ni siquiera la más morbosa aberración de la naturaleza tiene por qué ser innombrable ni científicamente indescriptible. Admiré su claridad y persistencia; pero añadí nuevas revelaciones que había recogido entre la gente de edad. Leyendas espectrales, aclaré, relacionadas con apariciones monstruosas más horribles que cuantas entidades orgánicas podían existir; apariciones de formas bestiales y -gigantescas, visibles a veces, y a veces - sólo tangibles, que flotaban en las noches sin luna y rondaban por la vieja casa; la cripta que había detrás, y el sepulcro junto a cuya losa ilegible había brotado un árbol. Tanto si tales apariciones habían matado o no personas a cornadas o sofocándolas, como se decía en algunas tradiciones no comprobadas, habían causado una tremenda impresión; y aún eran secretamente temidas por los más viejos de la región, aunque las nuevas generaciones casi las habían olvidado... Quizá desaparecieran, si se dejaba de pensar en ellas. Es más, en lo que se refería a la estética, si las emanaciones psíquicas de las criaturas humanas consistían en distorsiones grotescas, ¿qué representación coherente podría expresar o reflejar una nebulosidad gibosa e infame como aquel espectro de maligna y caótica perversión, aquella blasfemia morbosa de la naturaleza? Modelado por el cerebro de una pesadilla híbrida, ¿no constituirá semejante horror vaporoso, con todo su nauseabunda verdad, lo intensa, escalofriantemente innombrable?

Sin duda se había hecho muy tarde. Un murciélago singularmente silencioso me tozó al pasar, y creo que a Manton también, porque aunque no podía verle, noté que levantaba el brazo. Luego dijo:

—Pero, ¿sigue en pie y deshabitada esa casa de la ventana del ático?

—Si —contesté---. Yo la he visto.

—¿Y encontraste algo... en el ático o en algún otro lugar?

—Unos cuantos huesos bajo el alero. Quizá fue eso lo que vio el niño; si era muy sensible, no necesitó ver nada en el cristal de la ventana para perder la razón. Si pertenecían al mismo ser, debió de tratarse de una monstruosidad histérica y delirante. Habría sido blasfemo dejar tales huesos en el mundo; así que los metí en un saco y los llevé a la tumba que hay detrás de la casa. Había una abertura por donde los pude arrojar al interior. No pienses que fue una tontería por mi parte... Quisiera que hubieses visto el cráneo. Tenía unos cuernos de unas cuatro pulgadas; en cambio, la cara y la mandíbula eran igual que la tuya o la mía.

Al fin pude notar que Manton, ahora muy cerca de mí, experimentaba un auténtico escalofrío. Pero su curiosidad no se dejó intimidar.

—-¿Y los cristales de las ventanas?

—-Habían desaparecido todos. Una de las ventanas había perdido completamente el marcó; en las demás, no había rastro de cristales en las pequeñas aberturas romboidales. Eran de esa clase de ventanas de celosía que cayeron en desuso antes de 1700. Supongo que

llevaban un siglo o más sin cristales... quizá los rompiera el niño, si es que llegó hasta allí; la leyenda no lo dice.

Manton se quedó pensativo otra vez.

—Me gustaría ver la casa, Carter. ¿Dónde está? Tanto si tiene cristales como si no, quisiera echarle una ojeada. Y también a la tumba donde pusiste aquellos huesos, y la otra sepultura sin inscripción... todo eso debe de ser un poco terrible.

—La has estado viendo... hasta que se ha hecho de noche.

Mi amigo se puso más nervioso de lo que yo me esperaba; porque ante este golpe de inocente teatralidad, se apartó de mí neuróticamente y dejó escapar un grito, con una especie de atragantamiento que liberó su tensión contenida. Fue un grito singular, y tanto mas terrible cuanto que fue contestado. Pues aún resonaba, cuando oí un crujido en la tenebrosa negrura, y comprendí que se abría una ventana de celosía en aquella casa vieja y maldita que teníamos allí cerca. Y dado que todos los demás marcos de ventana hacía tiempo que habían desaparecido, comprendí que se trataba del marco espantoso de aquella ventana demoníaca del ático.

Luego nos llegó una ráfaga de aire fétido y glacial procedente de la misma espantosa dirección, seguida de un alarido penetrante que brotó junto a mí, de aquella tumba agrietada de hombre y monstruo. Un instante después, fui derribado del horrible banco donde estaba sentado por el impulso infernal de una entidad invisible de tamaño gigantesco, aunque de naturaleza indeterminada. Caí cuan largo era en el moho trenzado de raíces de ese horrendo cementerio, mientras de la tumba salía un rugido jadeante y un aleteo, y mi fantasía se valía de ellos para poblar la oscuridad con legiones de seres semejantes a los deformes condenados de Milton. Se formó un vórtice de viento helado y devastador, y luego hubo un tableteo de ladrillos y cascotes sueltos; pero, misericordiosamente, me desvanecí-antes de comprender lo que ocurría.

Manton, aunque más bajo que yo, es más resistente; porque abrimos los ojos casi al mismo tiempo, a pesar de que sus heridas eran más graves. Nuestras camas estaban juntas, y en pocos segundos nos enteramos de que estábamos en el hospital de St. Mary. Las enfermeras se habían congregado a nuestro alrededor, en tensa curiosidad, ansiosas por ayudar a nuestra memoria, contándonos cómo habíamos llegado allí; y no tardamos en saber que un granjero nos había encontrado a mediodía en un campo solitario al otro lado de Meadow Hill, a una milla del viejo cementerio, en un lugar donde se dice que hubo en otro tiempo un matadero. Manton tenía dos serias heridas en el pecho, así como algunos cortes o arañazos menos graves en la espalda. Yo no estaba malherido; pero tenía el cuerpo cubierto de morados y contusiones de lo más desconcertantes, y hasta una huella de pezuña hendida. Era evidente que Manton sabía más que yo, pero no dijo nada a los perplejos e interesados médicos, hasta que le explicaron cual era la naturaleza de nuestras heridas. Entonces dijo que habíamos sido victimas de un toro resabiado... aunque resultó difícil explicar e identificar al animal.

Cuando las enfermeras y los médicos nos dejaron, le susurré una pregunta sobrecogida:

—¡Dios mío, Manton, ¿qué ha pasado? Esas señales... ¿ha sido eso?

Pero yo estaba demasiado perplejo para alegrarme, cuando me contestó en voz baja algo que yo medio me esperaba:

—No... no ha sido eso ni mucho menos. Estaba en todas partes... era una gelatina... un limo.., sin embargo, tenía formas, mil formas espantosas imposibles de recordar. Tenía ojos... uno de ellos manchado. Era el abismo, el maelstrom, la abominación final. Carter, ¡era lo innombrable!


Howard Philips Lovecraft


Fuente: Letras perdidas

lunes, 11 de abril de 2016

Elinâ: PRIMERA PARTE "LEVIATÁN", CAPÍTULO 7


           Elinâ: Primera Parte "Leviatán", Capítulo 7



7
Samí se detuvo al anochecer.

—Están cerca —susurró, mirando a las tinieblas.

La yegua relinchó como si hubiera entendido sus palabras.

—Definitivamente, tendremos que luchar —dijo, reflexionando.

En condiciones normales le hubiera sido fácil escapar, pero por desgracia la bola de cristal anulaba a su antojo su propia magia con su inmenso poder cósmico; y, por supuesto, no podía abandonarla y permitir que se apoderaran de ella.

Terminó de fumar la shisha y se sentó en el suelo, entrelazó los dedos, llevó las manos al regazo y de seguida entró en trance y cerró los ojos.

Surgió una luz brillante y extraordinaria de sus manos, que lo envolvió por completo en un aura reluciente.

—Siempre fiel a Ti, Señor, ayúdame en el peligro —dijo.

La luz brilló más intensa.

—Haz que mi camino vea la Luz de tu rostro; que mi destino sea el que Tú decidas. 

El mundo terrero desapareció y de la nada se forjó otro onírico, y en la niebla blanca e ilusoria se materializó la figura de un hombre, un mago humano ya anciano que vestía un atuendo sencillo color crema, y en la cabeza llevaba puesto un gorro grandísimo que terminaba en punta, como las mismas orejas en forma de asta de un feroz lince. Su barba era larga y negra, aunque algo canosa. Su rostro muy viejo, pero poderoso y sus ojos, prodigiosos. Indudablemente, sólo podía tratarse de una persona: Tag, el gran mago de Mür, importante semidiós eterno.

Ambos se abrazaron.

«Maestro, necesito tu consejo y ayuda», dijo Samí.

«Aquí me tienes, Aguemón», sonrió Tag. «Cuéntame qué ocurre».

Aguemón era el verdadero nombre de Samí, el Guardián del Cosmos del mágico Edén.

«No tengo mucho tiempo, maestro», indicó Samí. «El enemigo me persigue tenazmente».

El anciano enarcó una ceja.

«¿Emenis?», preguntó.

«El mismo», asintió Samí. 

«¡Dios mío!», exclamó Tag, atónito.

«Todo ocurrió hace apenas una semana, una noche de luna nueva, cuando la oscuridad se extendía sin fin por toda Tierra Leyenda…».




Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015



viernes, 8 de abril de 2016

Gustavo Adolfo Bécquer: LA PROMESA


Relato de Gustavo Adolfo Bécquer, poeta y narrador español perteneciente al Romanticismo.


I

     Margarita lloraba con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para caer en la tierra hacia la que había doblado su frente.

     Junto a Margarita estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarla, y viéndola llorar tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio profundo.

     Y todo callaba alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se apagaban; el viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a envolver los espesos árboles del soto.

     Así transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las mayores estrellas.

     Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada y como si hablase consigo mismo:

     -¡Es imposible... imposible!

     Después, acercándose a la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió con acento más cariñoso y suave:

     -Margarita, para ti el amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante, hay algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor el conde de Gómara parte mañana de su castillo para reunir su hueste a las del rey Don Fernando, que va a sacar a Sevilla del poder de los infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy le abandono, mañana sus hombres de armas, al salir en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán maravillados de no verme: -¿Dónde está el escudero favorito del conde de Gómara? Y mi señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones dirán en son de mofa: -El escudero del conde no es más que un galán de justes, un lidiador de cortesía.

     Al llegar a este punto, Margarita levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los de su amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra; pero su voz se ahogó en un sollozo.

     Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió así:

     -No llores, por Dios, Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a alejarme de ti; mas yo volveré después de haber conseguido un poco de gloria para mi nombre oscuro...

     El cielo nos ayudará en la santa empresa; conquistaremos a Sevilla, y el rey nos dará feudos en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores. Entonces volveré en tu busca y nos iremos juntos a habitar en aquel paraíso de los árabes, donde dicen que hasta el cielo es más limpio y más azul que el de Castilla.

     Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada el día en que puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.

     -¡Pedro! -exclamó entonces Margarita dominando su emoción y con voz resuelta y firme-. Ve, ve a mantener tu honra; -y al pronunciar estas palabras, se arrojó por última vez en brazos de su amante. Después añadió con acento más sordo y conmovido:- Ve a mantener tu honra pero vuelve..., vuelve a traerme la mía.

     Pedro besó la frente de Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de los árboles del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.

     Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta que su sombra se confundió entre la niebla de la noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al lugar, donde la aguardaban sus hermanos.

     -Ponte tus vestidos de gala -le dijo uno de ellos al entrar-, que mañana vamos a Gómara con todos los vecinos del pueblo para ver al conde que se marcha a Andalucía.

     -A mí más me entristece que me alegra ver irse a los que acaso no han de volver -respondió Margarita con un suspiro.

     -Sin embargo -insistió el otro hermano-, has de venir con nosotros y has de venir compuesta y alegre: así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en el castillo y que tus amores se van a la guerra.


II

     Apenas rayaba en el cielo la primera luz del alba, cuando empezó a oírse por todo el campo de Gómara la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que llegaban en numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el pendón señorial en la torre más alta de la fortaleza.

     Unos sentados al borde de los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos vagando por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de las colinas, los de más allá formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los curiosos esperaban el espectáculo, no sin que algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió a sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó con pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras se abrían de par en par y gimiendo sobre sus goznes las pesadas puertas del arco que conducía al patio de armas.

     La multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino para ver más a su sabor las brillantes armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre en toda la comarca por su esplendidez y sus riquezas.

     Rompieron la marcha los farautes que deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban en voz alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios a la guerra de moros, y requiriendo a las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus huestes.

     A los farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.

     Después vino el escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre un potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de rico-hombre con sus motes y sus calderas, y al estribo izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío, vestido de negro y rojo.

     Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus pulmones.

     Cuando dejó de herir el viento el agudo clamor de la formidable trompetería, comenzó a oírse un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada, armados de largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en aparecer los aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo, las cuadrillas de escaladores y la gente menuda del servicio de las acémilas.

     Luego, envueltos en la nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y lanzando chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo formados en gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.

     Por último, precedido de los timbaleros, que montaban poderosas mulas con gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de seda y oro, y seguido de los escuderos de su casa, apareció el conde.

     Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre la confusa vocería se ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como herida de un rayo en los brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla. Era Margarita, Margarita que había conocido a su misterioso amante en el muy alto y muy temido señor conde de Gómara, uno de los más nobles y poderosos feudatarios de la corona de Castilla.


III

     El ejército de Don Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus jornadas hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de Guadaira, donde, una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a la vista de la ciudad de los infieles.

     El conde de Gómara estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en el espacio, con esa vaguedad del que parece mirar un objeto y, sin embargo, no ve nada de cuanto hay a su alrededor.

     A un lado y de pie, le hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único que en aquellas horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la explosión de su cólera. -¿Qué tenéis, señor? -le decía-. ¿Qué mal os aqueja y consume? Triste vais al combate y triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los guerreros duermen rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado; y si corro a vuestro lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os atormenta. Abrís los ojos, y vuestro terror no se desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi memoria como en un sepulcro.

     El conde parecía no oír al escudero; no obstante, después de un largo espacio, y como si las palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus oídos a su inteligencia, salió poco a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí cariñosamente, le dijo con voz grave y reposada:

     -He sufrido mucho en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me sucede.

     Yo debo de hallarme bajo la influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben de querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales.

     ¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro con los moros de Nebrija en el aljarafe de Triana? Éramos pocos; la pelea fue dura y yo estuve a punto de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate, mi caballo herido y ciego de furor se precipitó hacia el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en balde por contenerle; las riendas se habían escapado de mis manos, y el fogoso animal corría llevándome a una muerte segura.

     Ya los moros, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuento de sus largas picas para recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba en mis oídos: el caballo estaba a algunos pies de distancia del muro de hierro en que íbamos a estrellarnos, cuando..., créeme, no fue una ilusión, vi una mano que agarrándole de la brida lo detuvo con una fuerza sobrenatural, y volviéndole en dirección a las filas de mis soldados, me salvó milagrosamente.

     En vano pregunté a unos y otros por mi salvador; nadie le conocía, nadie le había visto.

     -Cuando volabais a estrellaros en la muralla de picas -me dijeron-, ibais solo, completamente solo; por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el corcel no obedecía al jinete.

     -Aquella noche entré preocupado en mi tienda; quería en vano arrancarme de la imaginación el recuerdo de la extraña aventura; mas al dirigirme al lecho, torné a ver la misma mano, una mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió las cortinas, desapareciendo después de descorrerlas. Desde entonces, a todas horas, en todas partes, estoy viendo esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una saeta que venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche.... ahora mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis hombros.

     Al pronunciar estas últimas palabras, el conde se puso de pie y dio algunos pasos como fuera de sí y embargado de un terror profundo.

     El escudero se enjugó una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a decirle con voz profundamente conmovida:

     -Venid..., salgamos un momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo palabras de consuelo.


IV

     El real de los cristianos se extendía por todo el campo de Guadaira, hasta tocar en la margen izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre el luminoso horizonte, se alzaban los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas y fuertes. Por encima de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como la nieve, los minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya, sobre cuyo aéreo pretil lanzaban chispas de luz, heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro, que desde el campo de los cristianos parecían cuatro llamas.

     La empresa de Don Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de aquella época, había traído a su alrededor a los más célebres guerreros de los diferentes reinos de la Península, no faltando algunos que de países extraños y distantes vinieran también; llamados por la fama, a unir sus esfuerzos a los del santo rey.

     Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y colores, sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras cien y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus dueños. Por entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de soldados que hablando dialectos diversos, y vestidos cada cual al uso de su país y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño y pintoresco contraste.

     Aquí descansaban algunos señores de las fatigas del combate sentados en escaños de alerce a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio para aderezar y componer sus armas, rotas en la última refriega; más allá cubrían de saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste entre las aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza; y el rumor de los atambores, el clamor de las trompetas, las voces de los mercaderes ambulantes, el golpear del hierro contra el hierro, los cánticos de los juglares que entretenían a sus oyentes con la relación de hazañas portentosas, y los gritos de los farautes que publicaban las ordenanzas de los maestres de campo, llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposibles de pintar con palabras.

     El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a la manera que un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya.

     Próximo a la tienda del rey y en medio de un corro de soldados, pajecillos y gente menuda que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprarle algunas de las baratijas que anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad romero, mitad juglar, que ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes capaces de poner colorado a un ballestero con oraciones devotas, historias de amores picarescos con leyendas de santos. En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad; Evangelios cosidos en bolsitas de brocatel; secretos para hacerse amar de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de todos los lugares de España: joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas de alquimia de vidrio y de plomo.

     Cuando el conde llegó cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores, comenzaba éste a templar una especie de bandolín o guzla árabe con que se acompaña en la relación de sus romances. Después que hubo estirado bien las cuerdas unas tras otras y con mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos cornados de la flaca escarcela de los oyentes, el romero empezó a cantar con voz gangosa y con un aire monótono y plañidero un romance que siempre terminaba con el mismo estribillo.

     El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance de la mano muerta.

     Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio, pero el conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil, escuchando esta cantiga: 



I

La niña tiene un amante 

que escudero se decía;

el escudero le anuncia

que a la guerra se partía.

-Te vas y acaso no tornes.

-Tornaré por vida mía.

Mientras el amante jura,

diz que el viento repetía:


II

¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

El conde con la mesnada

de su castillo salía:

ella, que le ha conocido,

con gran aflicción gemía:

-¡Ay de mí, que se va el conde

y se lleva la honra mía!

Mientras la cuitada llora,

diz que el viento repetía:

¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!


III     

Su hermano, que estaba allí,

éstas palabras oía:

-Nos has deshonrado, dice.

-Me juró que tornaría.

-No te encontrará, si torna,

donde encontrarte solía.

Mientras la infelice muere,

diz que el viento repetía:

¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!


IV

Muerta la llevan al soto,

la han enterrado en la umbría;

por más tierra que la echaban,

la mano no se cubría:

la mano donde un anillo

que le dio el conde tenía.

De noche, sobre la tumba,

diz que el viento repetía:

¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

     Apenas el cantor había terminado la última estrofa, cuando rompiendo el muro de curiosos, que se apartaban con respeto al reconocerle, el conde llegó adonde se encontraba el romero, y cogiéndole con fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y convulsa:

     -¿De qué tierra eres?

     -De tierra de Soria -le respondió éste sin alterarse.

     -¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A quién se refiere la historia que cuentas? -volvió a exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más profunda.

     -Señor -dijo el romero clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable-, esta cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del campo de Gómara y se refiere a una desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios han permitido que al enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le puso un anillo al hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a quién toca cumplirla.


V

     En un lugarejo miserable y que se encuentra a un lado del camino que conduce a Gómara, he visto no hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la extraña ceremonia del casamiento del conde.

     Después que éste, arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya la mano de Margarita, y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre unión, es fama que cesó el prodigio, y la mano muerta se hundió para siempre.

     Al pie de unos árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado, que al llegar la primavera se cubre espontáneamente de flores.

     La gente del país dice que allí está enterrada Margarita.



 

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