domingo, 24 de abril de 2016

Elinâ: PRIMERA PARTE "LEVIATÁN", CAPÍTULO 10


           Elinâ: Primera Parte "Leviatán", Capítulo 10



10
Elinâ finalizó su entrenamiento de filosa, en la sala de lucha del monumental templo auri donde acudía casi a diario, al mediodía. Como de costumbre, venció a cada uno de sus rivales: cuatro diestros guerreros auris pertenecientes al ejército.

La dîrus portaba en el cinto a Turbadora, su afilada espada mágica, y vestía un extraordinario uniforme acorazado, elaborado con ropas mágicas auris, idéntico a su habitual uniforme de la hueste de la lejana Mür, con la insignia de un lince coronado en el pecho.

—Tiene que ser igual al que llevo puesto —le había dicho días atrás al artesano auri que lo había confeccionado.

—Como desee, mi señora —respondió el auri.

Ella asintió, complacida.

El uniforme era más resistente que cualquier armadura de acero y más ligero que una pluma.

Se colocó la capa mágica que también portaba la insignia del lince.

«Vamos», le dijo telepáticamente a Cannean, su inmenso lobo negro, más fuerte que los mismísimos felinos del reino.

«¿Cómo te encuentras? Te noto cansada», dijo el cánido, escrutándola con la mirada.

«Acertaste, necesito un baño y un buen descanso».

«Pues vamos a ello».

«Sí», afirmó, sonriente.

Desde que había conocido al cánido veinte años atrás, nunca se habían separado porque los unía una alianza intrínseca, como les ocurría a los auris con sus linces protectores. Al mismo tiempo, estaba muy unida a Bôndil, el capitán de la Arealdïon del rey auri Eâlin, su amado esposo.

Marchaba abstraída en sus propios pensamientos cuando la llamaron.

—¡Elinâ! —dijo una voz femenina a su espalda.

La bruja se detuvo en seco, giró hacia atrás y se encontró con la princesa Elimelïa, que marchaba acompañada de su lince Limia.

—¡Alteza, qué alegría verte!

—¡Hola, Elinâ!

Las mujeres se abrazaron mientras las bestias comenzaron a dar círculos a su alrededor, sin dejar de mirarse a los ojos: lince y lobo consagraban una buena amistad, obviamente.

La bella Elimelïa vestía un fino vestido blanco de seda, que dejaba al descubierto la mitad superior de sus senos.

La princesa era hija del fallecido rey Eâdel y de la reina madre Elianïa.

Eâdel había sido padre de seis hijos y se había casado dos veces.

Su primera esposa falleció mucho tiempo atrás. Se llamaba Noemïa y le había dado tres hijos varones: el actual rey Eâlin, Estöel y Eâdil; y una fémina, Sernïa, la menor de los cuatro.

La segunda esposa era la propia Elianïa, la madre de Elimelïa.

La mujer auri era muy hermosa y su nombre daba fe de ello, pues significaba Flor de Abril en la lengua común de los hombres. Además, era joven, más que su mismo hijastro Eâlin.

Elianïa había engendrado dos hijos del rey Eâdel: la misma Elimelïa, una guerrera formidable de sublime belleza; y Erlïn, príncipe aventurero y errante, esposo de Valesïa, la Elegida por las deidades del Edén.

—¿Cómo te encuentras, querida? —preguntó la princesa.

—No tan espléndida como tú, alteza.

Las mujeres sonrieron.

—Cuando lo desees, visítanos. Tú siempre serás bienvenida.

—Gracias, alteza.

—Pronto llegarán Erlïn y Valesïa y celebraremos una gran fiesta a su regreso en la Torre del Rey.

A Elinâ se le aceleró el pulso y sintió que la añoraba como nunca. Llevaba ya dos años sin ver a su hermana adoptiva que, como siempre, se encontraba de viaje con su esposo en busca de aventuras.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Dêns se ha transmitido con Limia.

Dêns era el lince protector de Erlïn.   

«Así es», dijo la lince. «Ya están cerca, llegarán dentro de un mes».

—¡Estupendo! —exclamó Elinâ, emocionada.




Elinâ
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2015



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