Valesïa: Primera Parte "Invasión", Capítulo 29
29
El viaje hasta la ciudad subterránea de Secüis fue tan fantástico como insólito, las dos cosas a la vez a los ojos del comandante Moïn y de sus compañeros de expedición.
Los securis los llevaron a una habitación rectangular y sencilla y les ordenaron que aguardaran. El monje guerrero se sentó en una silla incómoda.
Moïn no recordaba haber visitado nada igual en sus muchos viajes por Castrum. Una vez se cerró la puerta de la montaña, emprendieron un camino vertiginoso por un túnel grande. Al principio, las paredes eran de piedra bruta, pero luego aparecieron en una lisa textura runas talladas minuciosamente, de animales mágicos como dragones y unicornios, y también de securis que portaban hachas y martillos de guerra, casi tan grandes como ellos mismos. Las manos que habían logrado ese inigualable trabajo eran de verdaderos maestros de la escultura.
De pronto, el grupo se redujo, y Moïn no logró entender dónde se habían metido los demás, si bien dedujo que caminarían por algún otro túnel cercano con el que se habrían cruzado antes.
Los securis portaban antorchas, pero, aun así, y a los pocos metros, había dos lámparas de aceite colgadas en ambas paredes del túnel, estando todo bien iluminado.
Erikkêin, el gobernador securi, marchaba el primero con paso decidido, como sus demás colegas que le seguían de cerca.
Los securis eran seres muy pequeños. Medían tan sólo un escaso metro de altura. Poseían barbas y cabellos largos, narices gordas y rojas, semblantes serios, duros como la piedra, y cejas espesas que cubrían unos ojos pequeños, pero cuyo fulgor podía aterrar a cualquier enemigo.
Moïn reparó en sus yelmos de metal con un solo cuerno en su parte superior, y en el dibujo que portaban en la armadura, a la altura del pecho, una montaña vertical con un ojo en el centro y un sol en su cumbre. El sol era muy similar al que llevaba él mismo en su armadura.
Los securis también repararon en su emblema, por supuesto, mientras hablaban en su idioma ininteligible.
—Er tou dîn khas, Roên —dijo uno de ellos.
—Ator krin Shor Bîrr tex Adker Bîrr —respondió el gobernador, mirando a Moïn—. Dice mi compatriota que los soles son iguales, y yo le he dicho que nuestro dios Zhohor, el Señor de la Montaña, y el vuestro, Enesïon, el Señor de la Luz, son como hermanos.
—En efecto, gobernador —asintió el hombre…
Ya en el presente, Niak paseaba impaciente por la pequeña sala.
—¿Cuánto tiempo nos tendrán aquí? —preguntó.
—Paciencia, amigo —dijo el consejero Dísion. Mig, el mago, se encogió de hombros mientras fumaba en su pipa sentado en otra silla, al lado de Moïn—. Los securis no tienen prisa —continuó Dísion.
—Pero nosotros sí —respondió el monje guerrero.
—¿Está muy lejos Orîesis de aquí? —preguntó Moïn al consejero.
—No lo sé con exactitud, comandante —respondió el galiense—. Pero por los túneles no debe estar a más de dos días de viaje.
—Estamos cerca. Esperemos que Erikkêin acceda a nuestros deseos.
—Y también Efferûs —dijo Mig, exhalando el humo del tabaco.
—Enïûn es un reino muy pequeño —informó el consejero—, y aunque por el exterior tardaríamos semanas en cruzar de una punta a otra, por aquí, bajo tierra, sólo nos bastarían unos días.
—Los securis nos serían de gran ayuda para vencer a los monstruos —dijo Moïn—; sólo basta verlos para saber eso.
El consejero asintió.
—Un securi tiene más fuerza que dos hombres juntos —dijo.
Los demás lo miraron perplejos.
Moïn pensó que los pequeños securis serían unos aliados formidables, los mejores. Si un monje guerrero de su orden podía acabar en combate, y con facilidad, con más de diez tarkos, ¿con cuántos acabaría un solo securi?
Abstraído en sus pensamientos, de pronto se abrió la puerta y entraron dos securis.
—Seguidnos —dijo uno de ellos.
Los hombres obedecieron al instante.
Había muchas puertas en el túnel, pero siguieron adelante hasta que llegaron a otro túnel. Encontraron una bifurcación, giraron a la izquierda y no tardaron en ascender por una escalera de caracol estrecha.
Un securi iba al frente y el otro, al final.
Cogieron otro túnel y caminaron como a la inversa, aunque el monje guerrero ya no estaba muy seguro, pues se encontraban en un verdadero laberinto. De pronto, se escucharon martillazos y aumentó el calor. Moïn supuso que estaban cerca de las fraguas de los securis.
Entraron por una puerta que llegaba a otro túnel y acababa en una sala grande. Diez securis mineros discutían en su idioma mientras miraban los planos que habían dejado en una mesa alargada. Los hombrecillos enmudecieron de golpe y se giraron hacia ellos, sorprendidos.
Cruzaron la sala y, al final, volvieron a salir por otra puerta que daba a un pasillo ancho, decorado con extrañas lámparas y grandes cuadros.
Cuando cruzaron otra puerta más, y entraron, Moïn contuvo el aliento al observar el asombroso salón de Secüis, donde Erikkêin esperaba sentado en un trono de piedra. A su lado descansaba un hacha de guerra. Había muchos securis reunidos y todos enmudecieron al verlos.
Los guías saludaron militarmente con el puño a Erikkêin y se retiraron.
—Sentaos —ordenó en la lengua común un securi que se hallaba al lado del gobernador. El hombrecillo vestía ropas grises, con la montaña y el sol bordados en ellas, más parecidas a las de un mago que a las de un soldado—. Soy el hechicero Eritîen —se presentó—: ¿Qué tenéis que decir ante Erikkêin, el gobernador de Secüis?
—Gobernador… —dijo Moïn.
Eritîen hizo un ademán para que se levantara y el monje guerrero obedeció al momento.
—Gobernador —irrumpió otra vez el monje guerrero—, llevo una carta del rey Rodrian de Castrum que debo entregar en mano a vuestro rey —sacó el pergamino de su alforja y luego volvió a guardarlo.
—Explícame vuestra visita —apuntó el gobernador.
El monje guerrero asintió.
—No lo sé ciertamente —dijo Moïn—, pero me temo que la invasión de Castrum ya ha comenzado.
Surgió un pequeño rumor en la sala y el hechicero levantó la mano para que se guardara silencio.
—¿Invasión? Sigue.
—Ariûm y sus monstruos…
Ahora el murmullo fue generalizado y el mismo gobernador acalló a sus camaradas.
Moïn comenzó a hablar y tardó más de una hora en acabar.
El monje guerrero vio la preocupación reflejada en los rostros de los securis conforme explicaba los hechos, y hasta la ira en sus ojos cuando nombraba a Ariûm y a sus seguidores.
Erikkên miró al hechicero y le dijo:
—Tui karhên Klôn.
—Ok Traî —añadió Eritîen.
—Voretrai Shê.
Poco después, Moïn sabría que el gobernador había ordenado reunir un batallón del clan para viajar hacia la capital Orîesis y presentarse ante el rey Efferûs.
Valesïa
Copyright©, COSTA TOVAR Miguel Ángel, 2013-2014
Entrañable el capítulo. Me recordó pasajes de la tetralogía del Legado de Cristopher Paolini.
ResponderEliminarGracias por el comentario Jose, como siempre.
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